El pensador y Premio Nobel de Literatura búlgaro percibía el tiempo en los gestos insignificantes: sabía que este avanza implacable, por eso fijaba la atención en el rastro de lo que desaparece.
En la obra de Elias Canetti (Ruse, Bulgaria 1905 – Zúrich, Suiza 1994), el tiempo es el fondo sobre el que se dibuja el resto de temas. Tiempo no como un fenómeno mensurado por el reloj o el calendario; tiempo como corriente que arrastra la vida sin que uno se percate. Ya lo dijo Gil de Biedma: «Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde». Canetti lo percibe en los gestos insignificantes, cuando las voces se apagan. Escribir, para él, no es una manera de dar un sentido al mundo. Es no entregarse enteramente a la desaparición.
Hay una tensión constante entre su impulso por comprender y la certeza de que el tiempo se encargará de borrar casi todo. Aun así, Canetti escribe. No tanto por una confianza ciega en una inmortalidad de la palabra, que se le antojaba un brindis al sol, sino como quien se aferra al presente con determinación. No es tanto legar palabras a la posteridad como dejar constancia de algo.
El pensador búlgaro no propuso ninguna teoría filosófica sobre el tiempo. No lo convirtió en sistema, ni en objeto de análisis de laboratorio. Simplemente, lo contempló como el naturalista observa a los animales. Él supo que el tiempo avanza implacable y en sus libros, así, se fija la atención en los rastros de lo que desaparece, aquello que el tiempo embistió sin piedad.
Esta postura no es cómoda. No encaja con el optimismo cultural que nos intenta convencer de que todo es recuperable, que la tecnología nos salvará del olvido, que la operación estética devolverá la miel de la juventud veraniega. Canetti, en cambio, escribe siguiendo la premisa de que el tiempo gana siempre, pero no por eso se deja aplastar. Aunque lo sepa inútil, escribe. Apostaría que, aunque creyera que nadie lo leería, seguiría escribiendo.
El tiempo para Canetti no es lineal: como en cualquier biografía, tiene vueltas y trampas
Esa actitud esconde cierta paradoja. Una especie de actitud pírrica que se resiste a perder sabiendo que no puede vencer. Se planta frente al paso del tiempo como quien se queda a escuchar el eco de lo que ya no está. En La lengua salvada, su primer volumen de memorias, el tiempo es, cómo no, su protagonista. Ahora bien, no se intenta reconstruir una infancia comúnmente idealizada. Con un cariz más humilde, se huele cierta voluntad de salvar las impresiones todavía fosilizadas en la memoria.
La misma lógica atraviesa sus cuadernos. Son textos breves, a veces duros, como notas al margen de una conversación con el mundo. Es importante reiterar que Canetti no busca explicar el tiempo, sino registrar cómo lo sentimos cuando se vuelve real: en una despedida, en la decadencia del cuerpo, en la pérdida de una lengua, de una costumbre o, simplemente, con cualquier hecho irrevocable, como la caída de una hoja.
En esta línea, el tiempo en Canetti no es lineal. Como en cualquier biografía, tiene vueltas y trampas. Por veces parece alejarnos de las cosas, pero en ciertos momentos las trae de vuelta con una nitidez brutal. Es como estar en el otro lado de la cinta de Moebius, donde lo que parece exterior torna en interior sin que uno sepa muy bien cómo. El tiempo gira sobre sí mismo, y ese giro es la experiencia que tenemos de él.
Esta intuición se entreve asimismo en Masa y poder (1960), presumiblemente su obra más conocida. Aunque no es un libro sobre el tiempo, en él se expresa cómo las multitudes intentan escapar de él fundiéndose en algo mayor, cómo el poder busca eternizarse o cómo el miedo a la muerte moldea nuestras estructuras sociales.
En suma, Canetti no ofrece soluciones o un consuelo. Tampoco fórmulas para vivir mejor el tiempo, del tipo del carpe diem que permanece tatuado en la piel de miles de cuerpos. Lo suyo es un gesto que retrata el presente sin creer en el pasado como una utopía en la que todo fue mejor. Su relación con el tiempo, en fin, es ambigua y amarga.
En un mundo que insiste en olvidar rápido, en pasar página, en ignorar el cambio de todas las cosas del que ya advirtió Heráclito de Éfeso, en no mirar los ojos de la muerte, el Premio Nobel de Literatura de 1981 se detiene. Nos agarra por la solapa y nos fuerza a hacer lo mismo que él, a mirar lo que se pierde. A hacer cosas –como, por ejemplo, escribir– cuando parece algo absurdo. A pisar la arena aun con la certeza de que la marea borrará la huella.
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La lengua absuelta
La conciencia de las palabras
La adjudicación del Premio Nobel de Literatura en 1981 a Elías Canetti es el reconocimiento a un escritor de proyección universal, atento a los problemas de su época, que ha hecho de la lucidez una emocionada profesión de fe.
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