Cómo China convierte su desequilibrio económico en poder global

 China es adicta a la inversión y ha sabido explotarlo. Incapaz de consumir lo que produce, exporta sus excedentes a otros países. Del textil al ladrillo, ahora a tecnologías verdes, controla las cadenas del futuro. Europa paga el precio más alto de esta transformación estructural.

El El presidente chino, Xi Jinping, en su visita al Kremlin en marzo de 2023. Fuente: Presidencia de Rusia (Wikimedia Commons)

El gigante asiático camina hacia su superávit comercial más alto de la historia. En paralelo, empresas chinas han firmado más de 210.000 millones de dólares en proyectos verdes —fábricas de paneles solares, baterías o vehículos eléctricos— en el extranjero desde 2022, superando en dólares actuales al Plan Marshall. Todo ello en pleno auge del proteccionismo y la guerra comercial con Estados Unidos. 

La explicación está en el modelo chino: adicto a la inversión, es incapaz de absorberla. China representa el 32% de la inversión mundial y genera un tercio de las manufacturas, pero consume apenas el 13% global. El Gobierno ha respondido igual durante tres décadas: cada vez que un motor de crecimiento alcanza su límite, Pekín reorienta recursos hacia un nuevo sector estratégico. Cuando el sector genera excedentes que el propio país no puede absorber, la válvula de escape son las exportaciones y la inversión transnacional.

China convierte esa necesidad en instrumento estratégico. Aunque evita hablar de “sobrecapacidad” y prefiere enmarcarlo como un problema de “involución” o de competencia desordenada, en la práctica el excedente productivo se proyecta hacia el exterior. Cada fábrica en el sudeste asiático, cada contrato de infraestructuras en África, cada planta solar en Oriente Próximo transforma el excedente interno en influencia global. La sobreproducción se convierte en palanca geoeconómica: contratos que crean dependencia tecnológica y dominio de cadenas de valor que hace indispensable la presencia china.

El origen del modelo: Tiananmen y el primer ‘shock’ chino

Tras la masacre de Tiananmen en 1989, el Partido Comunista Chino enfrentó una crisis de legitimidad interna y aislamiento internacional. La única salida era una apuesta: acelerar la reforma y apertura económica que había arrancado diez años atrás para mantener la estabilidad política y social. La crisis financiera asiática de 1997 consolidó esta idea. Cuando los inversores extranjeros retiraron capital de golpe, Tailandia, Indonesia y Corea del Sur no tenían suficientes reservas de divisas para contener la fuga y sus economías colapsaron en meses. China observó y aprendió: sólo un país con superávit comercial crónico y reservas masivas podría blindarse contra shocks externos. No bastaba con crecer, sino que debía crecer exportando y acumulando dólares como escudo.

Desde entonces, China consolidó un modelo de cuatro pilares. Primero, inversión masiva financiada por bancos estatales para construir fábricas, puertos y carreteras. Segundo, contener los salarios: los trabajadores ganaban poco para que las empresas chinas fueran competitivas en precio, y la limitada red de protección pública (sanidad, educación, pensiones…) les obligaba a ahorrar una parte importante de sus ingresos, lo que reducía el consumo. Tercero, orientación exportadora: producir para el mundo, no para el mercado interno. Y cuarto, acumular reservas en divisas extranjeras como blindaje geopolítico.

Sobre esas bases, el boom llegó con la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio en 2001, que abrió los mercados desarrollados a las exportaciones chinas sin restricciones. Durante los años 2000, la inversión se concentró en manufacturas de bajo valor añadido. Las zonas económicas especiales —enclaves con incentivos fiscales y regulaciones laborales flexibles— atrajeron capital extranjero para ensamblar textiles, calzado, juguetes y productos electrónicos destinados al mercado global. En una década, el déficit comercial de bienes de Estados Unidos con China se triplicó, pasando de 83.000 millones de dólares en 2001 a 268.000 millones en 2008. China se convirtió en la fábrica del mundo.

Así nació el “primer shock chino”: el mundo se llenó de bienes baratos que aceleraron la desindustrialización de economías occidentales. Aun así, Estados Unidos aprobaba este modelo, ya que las empresas se beneficiaban de producir con salarios mínimos y los consumidores accedían a una amplia gama de productos baratos. Era un modelo insostenible a largo plazo, pero funcionaba: proporcionó al Partido Comunista una fuente de legitimidad interna basada en el aumento del nivel de vida, permitió acumular reservas en dólares que actuaron como colchón frente a inestabilidades externas y situó a China en el centro de las cadenas globales de suministro. El país había transformado su debilidad —una crisis de legitimidad tras Tiananmen y el temor a colapsos como el asiático— en una ventaja estratégica.

Las reconducciones: del ladrillo a las tecnologías verdes

Sin embargo, la crisis de 2008 interrumpió el ciclo. La demanda occidental colapsó y Pekín reaccionó con el mayor paquete de estímulo de su historia canalizado hacia ferrocarriles, carreteras, presas, redes eléctricas y la construcción. La inversión saltó del 40% del PIB en 2007 al 46% en 2010. China usó más cemento entre 2011 y 2013 que Estados Unidos en todo el siglo XX. El ladrillo era la nueva válvula para sostener el crecimiento, pero a una velocidad superior a lo que el mercado interno podía absorber.

Para evitar un ajuste brusco, China lanzó en 2013 la Nueva Ruta de la Seda. Esta iniciativa permite a constructoras, siderúrgicas y empresas estatales chinas seguir expandiéndose usando financiación pública para desarrollar infraestructuras en Asia Central, África o Europa oriental. Un excedente interno se transformaba en instrumento geopolítico: además de crear alianzas y dependencias, Pekín exportaba el exceso de cemento, acero y capacidad industrial que el país ya no podía absorber. Pero la burbuja comenzó a desinflarse en 2021. La quiebra del gigante inmobiliario Evergrande y las restricciones de Pekín para frenar el endeudamiento hundieron un sector que representaba un tercio del PIB. Entre 2022 y 2024, la inversión inmobiliaria se contrajo alrededor de un 10% anual. Entre enero y septiembre de 2025, un 13,9%.

China necesitaba volver a sustituir el motor del crecimiento económico. La base tecnológica ya existía: el plan Made in China 2025, lanzado en 2015, impulsaba el desarrollo de tecnologías en sectores estratégicos. Para acelerar su producción y que fuera el centro del crecimiento, Pekín lanzó en 2024 la idea de las nuevas fuerzas productivas para un desarrollo de alta calidad. Redirigió la inversión hacia sectores clave, como paneles solares, baterías y vehículos eléctricos. Y los resultados han sido espectaculares. En 2024, las tecnologías de energía limpia representaron más del 10% de la economía nacional. En el primer semestre de 2025, China instaló más del doble de capacidad solar que el resto del mundo. La producción de coches eléctricos alcanzará 16,5 millones este año, frente a diez millones de todos los tipos en Estados Unidos.

Pero ahora el desequilibrio se repite: exceso de oferta, precios a la baja, márgenes reducidos… En sectores como el polisilicio, el uso de capacidad está por debajo del 40%. Las empresas compiten en una guerra de precios que las autoridades chinas denominan involución: ante la presión por ganar cuota de mercado, las compañías siguen expandiendo capacidad y reduciendo precios incluso con márgenes negativos.

Ante este escenario, el Gobierno chino ha intervenido para “ordenar la competencia” y evitar que la presión por bajar precios siga destruyendo márgenes. Para ello, ha introducido medidas para prohibir las guerras de descuentos, impulsa fusiones para reducir la fragmentación del mercado y dirige crédito y subsidios hacia empresas estatales y campeones nacionales. El objetivo es estabilizar los precios y concentrar la producción en actores con escala y capacidad tecnológica suficiente para liderar el sector. La sobrecapacidad vuelve a ser estructural, ahora en sectores de vanguardia, y la válvula de escape vuelve a ser el exterior. Sin embargo, en pleno auge del proteccionismo a nivel internacional, esta vez el mundo está reaccionando.

La externalización como instrumento de poder

Las barreras a los productos chinos han crecido en los últimos años. Estados Unidos ha consolidado un bloqueo estructural a las manufacturas chinas de alta tecnología. Si Joe Biden lanzó aranceles contra coches eléctricos, baterías y paneles solares para bloquear su entrada en el país, Donald Trump ha elevado la apuesta hasta niveles sin precedentes. La Unión Europea impuso aranceles a los vehículos eléctricos procedentes de China y abrió investigaciones antisubvenciones contra paneles solares y baterías. Brasil, México, Turquía e India levantaron barreras con motivaciones diversas: proteger industrias nacionales, negociar inversiones directas o debido a presiones estadounidenses. La presión proteccionista es global.

China intenta adaptarse redirigiendo exportaciones y abriendo fábricas en el exterior para acceder a todos los mercados. Los datos de 2025 muestran el giro: mientras las exportaciones a Estados Unidos se contraen, aumentan al resto del mundo. Pero una parte son reexportaciones: productos que Pekín envía a Vietnam, México o Marruecos para después acabar en Estados Unidos o Europa evitando aranceles. En paralelo, el yuan se ha devaluado frente a casi todas las monedas salvo el dólar. Sumado a las caídas de precios dentro del país, genera una avalancha de productos baratos para el resto del mundo.

Sin embargo, reorientar las exportaciones ofrece alivio temporal. La estrategia de China es exportar capacidad productiva completa. Desde 2022, empresas del país han firmado proyectos verdes en el extranjero por más de 210.000 millones de dólares, destacando Indonesia, Marruecos o Hungría. Gigantes como CATL, BYD o Trina Solar construyen fábricas para capturar mercados, evitar aranceles y asegurarse materias primas. En particular, BYD ya es el mayor productor mundial de vehículos eléctricos y aspira a vender diez millones anuales a medio plazo, la mitad fuera de China. Para sostener ese salto ha desplegado fábricas en Brasil, Hungría, Indonesia, Tailandia, Turquía y Uzbekistán. La internacionalización es rentable: pese a los aranceles, la empresa puede vender con más márgenes que en China.

Cada ubicación responde a una combinación estratégica. Indonesia, por ejemplo, se ha convertido en polo de baterías gracias a sus reservas de níquel, el insumo crítico para vehículos eléctricos. Marruecos atrae proyectos de hidrógeno verde y materiales de baterías por sus reservas de fosfatos y cercanía a Europa. Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, por su parte, desarrollan plantas solares y electrolizadores con apoyo chino, aprovechando capital abundante y alta radiación solar.

El círculo completo se ve en África. Las exportaciones de China aumentaron un 25% interanual en 2025, con un crecimiento superior al 100% en automóviles, un 63% en maquinaria de construcción. En el primer semestre firmaron contratos de construcción por 30.500 millones de dólares, cinco veces más que en 2024. El círculo funciona así: China financia infraestructuras —carreteras, puertos, plantas de energía— y exporta los equipos para construirlas. Las máquinas, vehículos y materiales que sobran en el mercado interno encuentran salida en esos proyectos, que refuerzan la dependencia hacia proveedores, tecnología y financiación chinos. Etiopía es el mejor ejemplo: China financió y construyó el corredor ferroviario Adís Abeba-Yibuti, suministró el material rodante y ahora controla el mantenimiento y la operación del sistema.

Europa, en el centro del huracán

Este segundo shock chino golpea en especial a Europa, poniendo en riesgo su modelo productivo. Alemania es el caso más delicado. Sus manufacturas suponen 5,5 millones de empleos y el 20% del PIB. La producción industrial alemana lleva cinco años en crisis, y dependía de su liderazgo en sectores que ahora domina China: paneles solares, coches eléctricos, baterías y turbinas eólicas. El sector automotriz es el mejor ejemplo. En el mercado chino —el mayor del mundo—, las marcas alemanas se desplomaron del 24% al 15% de cuota en cinco años, mientras las chinas saltaron del 39% al 65%. Volkswagen, BMW y Mercedes perdieron el mercado que sostenía su rentabilidad global. En 2024, Volkswagen incluso anunció cierres de plantas en Alemania por primera vez en su historia.

Pese a los aranceles a los coches eléctricos, las marcas chinas siguen creciendo e instalan plantas en Europa. Sin embargo, Pekín apenas deja valor añadido en el terreno: se importan kits completos para ensamblar en Europa, casi sin proveedores locales, empleo cualificado o transferencia de tecnología. Las fábricas son plantas de ensamblaje final que mantienen el valor añadido en China. Las marcas europeas han comenzado a integrar software, arquitectura electrónica y baterías chinas en sus propios vehículos. Europa ya no sólo compite con los fabricantes chinos: depende de su tecnología para seguir siendo competitiva.

Tal es la superioridad del gigante asiático que la historia se ha dado la vuelta. La Unión Europea estudia exigir transferencia de tecnología y contenido local a las inversiones chinas en sectores estratégicos, la receta con la que la propia China se industrializó hace tres décadas. Pero puede ser tarde. La dependencia ya está instalada en el núcleo del sistema productivo europeo. El segundo shock chino no sólo destruye capacidad industrial europea: la convierte en subsidiaria tecnológica de Pekín.

Economía nacional, transición energética, posición global

A su vez, este nuevo motor de crecimiento y segundo shock es la herramienta con la que China pretende dominar la transición energética. La dinámica se ha acelerado en el contexto de la descarbonización mundial. La Administración Trump busca prolongar la era fósil con su política de energy dominance: más pozos, más terminales de gas y más presión a sus aliados para comprar hidrocarburos. China, en cambio, apuesta por construir un mundo dependiente de sus manufacturas verdes: paneles solares, baterías y vehículos eléctricos producidos en masa en su territorio o en fábricas bajo su control en el extranjero. Si Estados Unidos defiende el modelo fósil del siglo XX, China construye el modelo industrial del siglo XXI.

Pero el modelo tiene límites. Las respuestas proteccionistas se multiplican, en Occidente y en economías emergentes como India, Brasil, México, Indonesia o Sudáfrica. Cada ciclo de inversión es mayor en cuantía y el resto del mundo debe absorber una parte creciente. El círculo —sobrecapacidad, exportación, represalias, subsidios, nuevo exceso— genera tensiones externas e internas. Externamente, los mercados se cierran. Internamente, la sobrecapacidad acumulada presiona sobre márgenes empresariales, alimenta la deflación y amenaza la estabilidad del sistema financiero que sostiene la inversión mediante crédito barato.

El Gobierno chino es consciente de ambos frentes. Por eso lleva más de una década señalando que quiere impulsar su consumo interno para equilibrar el modelo y no depender tanto de la inversión y del exterior. Para ello ha buscado aumentar los salarios, expandir el Estado del bienestar fortaleciendo la sanidad, pensiones y transferencias sociales, orientadas a reducir el ahorro y estimular el gasto de los hogares. La iniciativa más reciente que engloba estos objetivos es la “prosperidad común” de 2021. Sin embargo, han sido medidas parciales y subordinadas a sostener el crecimiento con inversión industrial y tecnológica. El próximo plan quinquenal 2026-2030, que se anunciará en marzo, incluirá planes para impulsar el consumo.

Con todo, la razón de la adicción china a la inversión es política, no técnica. Para que el consumo interno aumente, debe subir salarios, reducir desigualdad y crear un Estado de bienestar real. Esto requiere una redistribución profunda. Pero el modelo actual crea ganadores poderosos: Gobiernos locales que financian sus ingresos mediante la venta de suelo urbano, empresas estatales que se alimentan de crédito barato para invertir y élites del partido cuya promoción depende del crecimiento del PIB. Además, la inversión en sectores clave le permite ganar autonomía productiva en un mundo con tensiones crecientes. Cambiar el modelo implicaría debilitar parte de las élites; por eso la resistencia política supera la voluntad de reforma.

China ha logrado sostener su crecimiento apoyándose en la inversión productiva y el liderazgo tecnológico, pero este modelo tiene límites: al débil consumo interno se ha sumado el aumento del proteccionismo externo. Ante estas tensiones, el Gobierno confía en consolidar su posición global antes de verse obligado a reequilibrar su economía. El desenlace dependerá de si consigue impulsar el consumo interno a tiempo para estabilizar el modelo. Si lo logra, habrá transformado un desequilibrio estructural en ventaja geopolítica; si no, el mismo mecanismo que impulsó su ascenso puede convertirse en el freno de su desarrollo.


https://elordenmundial.com/china-economia-inversion-exportaciones-poder-global


Juan Vázquez

A Coruña, 1990. Doctor en Economía con mención internacional por la Universidad Camilo José Cela y estancia de investigación en la University of Utah de Estados Unidos. Profesor e investigador en la UCJC. Sus investigaciones se centran en temas vinculados a la economía política internacional, como la disputa tecnológica entre China y Estados Unidos, la hegemonía del dólar, la eurozona o la economía china.

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