Fredric Jameson: “Tenemos la obligación de inventar algún tipo de futuro, incluso si ni siquiera vemos un presente. Tenemos que provocar la implicación política de la gente”


En una época en la que la crítica literaria, como tantas otras cosas, ha sufrido cierto declive, y en la que tristemente son poquísimas las figuras destacables en esta disciplina, Fredric Jameson (1934) se alza como alguien venido de un pasado cultural de mayor grandeza, un refugiado de la era de grandes ensayistas como Erich Auerbach (1892-1957) o Roland Barthes (1915-1980) que sin embargo sigue siendo absolutamente contemporáneo. Crítico y teórico literario nacido en Cleveland, Ohio (Estados Unidos), durante más de treinta años Jameson ha sido uno de los ideólogos de la literatura más productivos en el mundo anglosajón. Doctorado en Letras en la Universidad de Yale en 1959 con una tesis sobre Jean Paul Sartre (1905-1980), desde la década de los ‘70 se dedicó al análisis literario y cultural estudiando las relaciones entre el desarrollo del capitalismo y la producción de las diferentes áreas de la cultura en lo que habitualmente se conoce como postmodernidad, ese movimiento cultural occidental que se caracteriza por la atención a lo formal y la búsqueda de nuevas formas de expresión, junto con una carencia de ideología y de compromiso social. Para Jameson, las formas estéticas que la definen se corresponden con la fase de mundialización del mercado. Para el autor de “Postmodernism, or The cultural logic of late capitalism” (El postmodernismo, o La lógica cultural del capitalismo avanzado) existe una estrecha relación entre economía y cultura, una conexión causal entre el arte y las circunstancias en las que se produce la creación y la recepción. En el escenario del capitalismo tardío se observa una mutación de las formas de expresión culturales y mediáticas, así como de sus bases tecnológicas; los aspectos estéticos son, en sí, una expresión cosificada, devenida en mercancía y puesta de moda por el mercado. Lo que sigue es la primera parte de una versión resumida y editada de las entrevistas que Jameson concediera a Hugo Romero y Amador Fernández Savater (para la revista mexicana “Archipiélago” nº 63) y a David Sánchez Usanos y Ramón del Castillo (para la revista española “Minerva” nº 16).




Empecemos hablando de la postmodernidad y el postmodernismo. ¿Cree que esa terminología conserva su vigencia? En ocasiones ha afirmado que cuando hablamos de la “sociedad del espectáculo”, de la “sociedad de la imagen” o de la “globalización” básicamente nos estamos refiriendo al mismo fenómeno.

Algunos de los primeros usos del término “postmodernismo” se produjeron en el contexto español; más tarde, justo después de la guerra, también los alemanes hablaron de lo “post”: la posthistoria, la postmodernidad... Pero la palabra empezó a emplearse en su sentido contemporáneo en los años ‘60, en el ámbito de la arquitectura. Hoy mucha gente interpreta el término “postmodernismo” como si se tratase de un concepto esencialmente estilístico. Y ciertamente hay algo parecido a una arquitectura postmoderna que, fundamentalmente, fue una reacción contra la elevada seriedad moderna y sus pretensiones filosóficas y metafísicas, una intervención que aspiraba a ser relajada y entretenida. Creo que hay cierto consenso en que es un estilo agotado, que ya no resulta vigente; desde ese punto de vista, el postmodernismo ha concluido. En cambio, seguimos inmersos en la postmodernidad, entendida como el modo en que el carácter postmoderno afecta a todo un modo de producción, a un momento del capitalismo avanzado. Puedo entender que alguna gente crea que la noción de postmodernismo -cierto estilo inicial de la postmodernidad- ya no es útil, pero me parece insensato proclamar el fin de la postmodernidad como momento del capitalismo. Podemos usar otros sinónimos, claro está: es evidente que la globalización es la otra cara de la postmodernidad y que ambas significan lo mismo, o podemos hablar de capital financiero... Todos estos elementos caracterizan este nuevo momento del modo de producción capitalista, pero resulta conveniente mantener la palabra postmodernidad debido a que, en lugar de restringirnos a lo meramente económico, nos empuja a buscar las implicaciones superestructurales de este cambio en el campo de la cultura.

¿No cree que el postmodernismo, entendido como estilo, era realmente “moderno” o elevado en comparación con la producción cultural actual procedente, por ejemplo, de China?

Sí, no es sólo un término negativo o reactivo... Tengo algunos problemas con la palabra “estilo” pero, en cualquier caso, me parece una apreciación acertada. Lo que ahora llamamos postmoderno -y eso sería aplicable también al arte actual de Rusia o China- no es sólo un estilo sino cierta nueva concepción de la obra de arte y pienso que eso puede describirse en sus propios términos y no simplemente como una secuela de lo moderno.

La cuestión del estilo es un tanto paradójica, pues usted ha afirmado en no pocas ocasiones que la postmodernidad significa precisamente el final del estilo que, en cambio, era un asunto crucial para los modernistas.

Entiendo el concepto de “estilo” en el sentido que le daba Roland Barthes. Alude a una forma de expresión, típicamente moderna, de la personalidad de un sujeto. En un mundo postindividual como éste, en el que hemos ido más allá de la personalidad y del sujeto, el término estilo ya no parece de gran utilidad. Lo que quiero decir es que, aunque hoy en día puede haber artistas muy importantes, no inventan su propio estilo de la manera en la que lo hacían los grandes pintores o escritores del período moderno. Hacen algo distinto.

Retomando el tema del modo de producción, ¿por qué hablar de modo de producción? La idea de modo de producción, ¿no implica que hay varios modos? ¿Y no parece como si la globalización fuese algo que está más allá de los modos?

Bueno, uso la idea en su sentido marxista original. A lo largo de la historia se ha dado cierto número de modos de producción: feudalismo, esclavitud, capitalismo... Es un concepto totalizador que trata de capturar la interconexión entre determinado tipo de trabajo, de tecnología, de cultura, de religión... Pero es cierto, no es del todo correcto decir que estamos viviendo un nuevo modo de producción. Es sólo otra etapa del capitalismo. Creo que cada una de esas fases se ha caracterizado por una expansión del sistema. El capitalismo comienza sobre una base local o nacional y se extiende al ámbito europeo, después se expande por el mundo por medio de un proceso imperialista y finalmente entra en una fase de globalización (que ya no cabe calificar de imperialista, pues se trata de algo nuevo). Claro, también están las cínicas objeciones de cierta gente que dice que siempre ha habido globalización, aduciendo que en el Neolítico se podían encontrar en África materiales procedentes de la India, y ejemplos por el estilo. Creo que no es una forma seria de describir los tremendos cambios que ha traído la globalización por medio de las tecnologías de la comunicación e internet, y todo lo que implican tanto para la producción como para las finanzas.

¿Diría que estamos en la misma fase del capital que a comienzos de los años ‘80 -cuando escribió “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado”-, o se ha incrementado el dominio de la economía? Parece como si el mundo estuviera interconectado sobre todo en los aspectos financieros, mientras que lo político y lo cultural se limitaran a seguir la senda que marcan las finanzas.

Yo en este punto no hablaría de causas, sino de elementos más o menos fuertes o más débiles de esta nueva situación. Resulta evidente que hoy en día podemos ver la forma completa de este fenómeno con más claridad que en los años ‘80, pero creo que, en esencia, muchos de estos procesos comenzaron entonces. Las liberalizaciones de Thatcher y Reagan son uno de los hitos que pueden emplearse a la hora de periodizar el comienzo de un nuevo tipo de sistema desde cualquier punto de vista. Si dirigimos la mirada aún más atrás podemos, si se prefiere expresar en estos términos, establecer una genealogía de lo postmoderno, observamos aquí y allá que algo se estaba desarrollando, algo que llegaría a ser central más tarde; pero realmente no podemos ver el modo en su forma completa tal y como lo conocemos hoy en día. Para tratar de esto me parece muy adecuada la terminología de Raymond Williams: él habla de lo dominante y lo subordinado. Cosas que entonces podían parecer subordinadas resultan ahora dominantes, quizá ésta sea la mejor manera de abordar la cuestión. También con respecto a lo económico. Muchas de las prácticas económicas que en aquellos días resultaban pioneras hoy se han convertido en dominantes. Uso todos estos elementos como síntomas. Por ejemplo, creo que algo como el derivado financiero es un síntoma excelente de lo que está sucediendo en otros campos, pero no diría que el derivado financiero es la causa de esto o lo otro. El lenguaje de la causalidad puede ser muy engañoso.

A menudo se le presenta como un entusiasta de la cultura europea, ¿suscribiría esa idea? ¿Considera que todavía podemos seguir hablando de una “cultura europea”, de una unidad europea no sólo cultural sino también política?

Desde luego, hay una especie de unidad europea. Podemos hablar de tradiciones socialdemócratas, de un cierto tipo de Estado de bienestar que se remonta al siglo XIX y de determinada primacía de la cultura en varios países europeos (incluso en los del Este, pues pienso que los polacos y los checos también se conciben a sí mismos como europeos). En los Estados Unidos hay una larga tradición de “eurofilia” y “eurofobia”. Existe una antigua distinción acuñada por Philip Rav -que durante mucho tiempo fue el editor de Partisan Review-, espero que hoy en día no se interprete como racista, pero él hablaba de rostro-pálidos y pieles-rojas. De modo que los eurófilos serían rostro-pálidos y los “verdaderos americanos” pieles-rojas. Según esta clasificación, Henry James sería un rostro-pálido y John Steinbeck un piel-roja. No pienso en estos términos acerca de mí mismo puesto que, además de por Europa, me siento atraído por otros lugares, como China o Rusia. Pero lo que ha tenido mucha importancia para mí ha sido la crítica de la tradición angloamericana del empirismo o la filosofía analítica. Europa me sirvió de contrapeso: era el lugar donde todavía existía la dialéctica, donde aún había una política radical, donde existían ciertos tipos de cultura que no se daban en los Estados Unidos. Pero, por otra parte, también soy lo suficientemente norteamericano como para estar muy influido por la cultura de masas. Creo que Norteamérica es el sitio donde se inventó la cultura de masas, y no estoy seguro de si en Europa -o en otra parte- existe algo así. En cierta ocasión los japoneses intentaron comprar unos grandes estudios de música y cine, el problema fue que aparentemente lo tenían todo (la tecnología, la fuerza productiva, el dinero...), pero no lograron generar cultura de masas y finalmente fue un fracaso. Creo que también debe decirse algo acerca del relativo fracaso de los países socialistas a la hora de crear su propia cultura de masas. Recuerdo que un amigo mío, a la vuelta de sus vacaciones en la entonces Yugoslavia me dijo: “Llevan vaqueros, tocan música pop norteamericana... No han tenido éxito, no han producido su propia cultura popular”. En mi opinión se trata de una cuestión muy seria. Así que en este aspecto no me describiría como un completo antinorteamericano; pero por lo que respecta, con matices, a la literatura, la filosofía o la poesía, la oposición al empirismo y al anti-intelectualismo norteamericano que representa el legado europeo ha sido muy importante para mí. Por supuesto también podríamos añadir que no tenemos una tradición marxista o lo que, en esencia, podríamos denominar una teoría marxista, debido a que no tenemos teoría en absoluto. La teoría constituye fundamentalmente una reacción -una crítica- contra el empirismo y, en este sentido, Europa me ha resultado crucial puesto que era el lugar donde aún existía la teoría. Y supongo que, en cierto modo, mis primeros libros se ocupan de la tradición europea de teoría y crítica cultural marxista precisamente porque estas cuestiones prácticamente no tenían ninguna influencia en la Norteamérica de los ‘50.

Pero, ¿no existe también cierta eurofilia en la academia norteamericana? Autores como Žižek o Derrida adquirieron relevancia internacional cuando triunfaron en Estados Unidos, y podríamos decir que los referentes intelectuales y culturales que gozan de más prestigio en el ámbito universitario norteamericano en buena medida son europeos.

Es cierto, pero un asunto diferente es la relación con el Estado. Allí el Estado no paga casi nada, está completamente orientado a favor de las empresas. De modo que, poco a poco, el arte va quedándose sin apoyos ni subvenciones, no existe la clase de protección que tienen en Europa para distintos aspectos y actividades culturales. Soy consciente de que actualmente el sistema educativo europeo en general atraviesa un período crítico, pero en su mayor parte el nuestro es un sistema privado, y eso hace que se den muchas diferencias en todo tipo de ámbitos. Lo más cerca que estuvimos de tener algo parecido al sistema educativo europeo fue el magnífico sistema estatal que se implantó en California y que ha sido desmantelado. El caso es que, en general, siempre ha habido resistencias. También creo que muchos de los problemas que existen en la Unión Europea son comparables a los que tenemos nosotros con los distintos estados dentro de un sistema federal, pero ésa es otra cuestión. En cualquier caso, creo que tenemos la obligación de inventar algún tipo de futuro, incluso si, en cierto sentido, ni siquiera vemos un presente. Tenemos que provocar la implicación política de la gente. Resulta muy difícil, el sistema es tan poderoso que parece como si no hubiera alternativa. Es una situación general en todo el mundo, no es algo que concierna sólo a Europa o a Norteamérica.

O sea que el lector para el que usted escribe es una especie de “lector global”.

Un lector global... Sí, en cierto modo sí. Escribo para los académicos, para los intelectuales. Digámoslo de este modo: me gustaría tener alguna influencia en la producción de nuevos intelectuales. Creo que una parte de la política ha de provenir de los intelectuales. Lenin decía aquello de que una revolución, para tener éxito, tenía que contar con la clase trabajadora y también con los intelectuales. Podemos intentar producir una nueva clase trabajadora adecuada a las nuevas condiciones históricas. Pero también podemos intentar tener algún tipo de influencia en los intelectuales y en aquello que consideran su misión. Mi papel político, tal y como yo lo entiendo, tiene que ver más con este último aspecto. Y la cuestión es que en los Estados Unidos hay una lucha contra los intelectuales. Como he dicho antes, tenemos una larga tradición de anti-intelectualismo y ello incluye combatir al intelectual como tal. Por cierto, esa es otra de las diferencias básicas entre Estados Unidos y Europa: en mi país los intelectuales no tienen el prestigio del que gozan en Europa. Lo que estoy tratando de sugerir es que tenemos un papel que desempeñar, que no deberíamos avergonzarnos de ser intelectuales, no tenemos por qué convertirnos en otra cosa. Los intelectuales están hoy en día en la academia; bueno, ésa es la evolución de las instituciones y creo que no hay nada indigno en ello. Me gustaría, en definitiva, jugar algún tipo de papel en la vindicación del intelectual.

Volviendo a la cuestión de la cultura popular, hay una cita que usted usa a menudo, me refiero a esa predicción del cineasta Ken Russell acerca de que en el siglo XXI las películas no durarían más de quince minutos. ¿Cómo se conjuga eso con la actual pasión que parece existir por las series de televisión? La gente las consume por temporadas enteras, tratando de conseguir todos los episodios. Y desde luego eso es algo que excede los quince minutos. ¿Estamos ante una especie de avatar de la gran novela decimonónica?

Me parece que se trata de un intento de hacer algo en televisión que resulte distintivo desde el punto de vista cultural. Parece que esa posibilidad ha surgido en un momento en el que -al menos en los Estados Unidos- la televisión parecía que estaba cayendo demasiado bajo. No se trata de volver a las películas de arte y ensayo, sino de profundizar en este medio y lograr algo nuevo, una forma nueva. Y sí, ésa era la manera en que publicaba Dickens, la forma serial, así eran las novelas del siglo XIX, o sea que quizá estemos ante un modo de adaptar eso a la televisión. Se trata de un fenómeno muy prometedor.

¿Cómo influyen las formas de consumo cultural en el modo en que se produce la cultura? Por ejemplo, en el caso concreto del libro electrónico, ¿cree que si su uso se extiende afectará de algún modo a la forma de escribir?

Bueno, creo que nos falta perspectiva para juzgarlo, aún es pronto. Algunas de sus ventajas son indudables, yo viajo mucho y desde luego es de gran ayuda poder contar con una biblioteca entera sin tener que cargar todo ese peso. Pero, por otra parte, hay ciertos inconvenientes. Por ejemplo, yo puedo recordar en qué posición de la página (arriba a la derecha o en el tercer párrafo de la página izquierda) estaba una determinada cita, y con los nuevos dispositivos no tengo manera de localizarlo de ese modo, aunque supongo que se estarán produciendo desarrollos en ese sentido. Es muy posible que la tecnología ejerza algún tipo de influencia, aunque no siempre sea la esperada. Nietzsche fue el primer filósofo en usar máquina de escribir, y también tenemos el caso del propio Mark Twain, que perdió una fortuna invirtiendo en determinados modelos de máquinas que finalmente no tuvieron éxito. Pero, como decía, los efectos no son siempre los que cabría suponer. Ahí tenemos lo que sucedió con Henry James, por ejemplo. En cierto momento de su vida debido a una lesión tuvo que dejar de escribir; a partir de entonces se dedicó a dictar sus obras para que otro las transcribiese. Cabría pensar que el hecho de que éstas fuesen compuestas oralmente podría hacer que la estructura de las oraciones fuese más simple. Pues sucede justo al contrario: las obras pertenecientes a ese período son de un estilo y estructura más complejos, y es algo que puede observarse claramente cuando se las compara con su producción anterior.

En otro orden de cosas, su trabajo está teniendo una importante recepción en China.

Sí, de hecho, en China pueden encontrarse mis obras completas en cuatro volúmenes. Visité China por primera vez a mediados de los ‘80, cuando estaba saliendo de la Revolución Cultural y se estaba abriendo a Occidente. Se publicaban y traducían muchas cosas y para mí también supuso una oportunidad de tener algo de influencia en esa zona. Está claro que los chinos mantienen una relación con Europa y las tradiciones europeas, pero, en esencia, podemos decir que de manera análoga a como los norteamericanos obtuvimos nuestra teoría de Europa, ellos la obtienen de Estados Unidos. En lo relativo a la literatura y a la cultura se mostraban realmente ansiosos por saber y aprender todas las cosas nuevas que podían hacerse mediante el análisis teórico de obras de arte, literatura y, en general, de productos culturales.

Así que, en cierto modo, podríamos decir que en China se usa su obra como si se tratase de un mapa, ¿no?

En cierto sentido sí. Diría que mi trabajo sirvió primero en los Estados Unidos como una introducción a la teoría europea (incluido el marxismo) y quizá ahora en China todavía funcione de ese modo. Y en tanto que son introducciones, una vez que has aprendido lo que te ofrecen, caen en el olvido. No pretendo tener esa influencia para siempre, pero está bien desempeñar ese papel en el momento justo.

Fredric Jameson: “Tenemos la obligación de inventar algún tipo de futuro, incluso si ni siquiera vemos un presente. Tenemos que provocar la implicación política de la gente” (2)


Pionero en el estudio de la obra de grandes filósofos, sociólogos y economistas como Georg W.F. Hegel (1770-1831), Karl Marx (1818-1883), György Lukács (1885-1971), Walter Benjamin (1892-1940), Jean Paul Sartre (1905-1980) o Ernst Mandel (1923-1995), mediante penetrantes lecturas de cada uno de ellos, Jameson desarrolló un método crítico que ha tenido una gran influencia, al proporcionar un marco para analizar las conexiones entre el arte y las circunstancias históricas de su realización. En obras como “A singular modernity” (Una modernidad singular), “The ideologies of theory” (Las ideologías de la teoría) y “The geopolitical aesthetic” (La estética geopolítica), plantea la dimensión mercantil del arte que ha llevado la expresión creativa a la banalización, al pastiche, a la frugalidad y la superficialidad. La profundidad de la cultura ha sido sustituida por la multiplicidad de lo superficial, donde el significado se oculta tras los simulacros, el vaciado de la razón y el ser de la historia. Así, en ensayos como “The cultural turn” (El giro cultural), “Theory of culture” (Teoría de la cultura) y “Postmodernism & cultural theories” (Postmodernismo y teorías culturales), define a la postmodernidad como la lógica cultural del capitalismo, como la pantalla mediática y cultural que cubre el tránsito hacia una escena de globalización económica. Los medios de comunicación habilitan la nueva expresión del ‘capitalismo mediático’, al tiempo que la tecnología adquiere el carácter de icono de la postmodernidad y todo objeto se convierte en mercancía. Jameson es autor de una vasta obra que incluye, entre otros títulos, “The Hegel variations. On the ‘Fhenomenology of spirit’” (Las variaciones de Hegel. (Sobre la “Fenomenología del espíritu”), “Marxism and form. 20th-Century dialectical theories of literatura” (Marxismo y forma. Teorías dialécticas en la bibliografía del siglo XX), “Archeologies of the future” (Arqueologías del futuro), “A singular modernity” (Una modernidad singular), “Brecht and Method” (Brecht y el Método), “Seeds of time”(Las semillas del tiempo), “Imaginary and symbolic in Lacan” (Imaginario y simbólico en Lacan), “The geopolitical aesthetic” (La estética geopolítica), “Late marxism. Adorno or the persistence of the dialectic” (Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica), “The ideology of theory” (Las ideologías de la teoría), “The prison house of language” (La cárcel del lenguaje), “Sartre. The origins of a style” (Sartre. Los orígenes de un estilo) y “Narrative as a socially symbolic” (La narrativa como acto socialmente simbólico). A continuación, la segunda parte de la versión editada de las entrevistas publicadas en las revistas “Archipiélago” y “Minerva”.


Tal vez la aportación teórica por la que es más conocido para los lectores en lengua española sea su análisis marxista de la posmodernidad como “lógica cultural del capitalismo tardío”, análisis que ha venido desarrollando en otras obras suyas durante los años ‘80. ¿Considera que, en lo esencial, aquel análisis sigue siendo válido? A grandes rasgos, ¿qué modificaciones ha supuesto la deriva reaccionaria de la cultura postmoderna?

Algunas personas sostienen que el postmodernismo ha tocado a su fin, sin embargo es preciso establecer una diferencia entre el postmodernismo como estilo y la postmodernidad como situación cultural. Existen diversos estilos en el seno del postmodernismo, y algunos de ellos han desaparecido al tiempo que han ido surgiendo otros. Pero la postmodernidad, tal y como la caractericé en aquellas obras, sigue estando vigente e incluso en expansión. Lo que quizás habría que añadir ahora para destacar su relevancia es que finalmente postmodernidad y globalización son una misma cosa. Se trata de las dos caras de un mismo fenómeno. La globalización lo abarca en términos de información, en términos comerciales y económicos. Y la postmodernidad, por su lado, consiste en la manifestación cultural de esta situación. En lo que se refiere a si es o no productiva, desde luego, cualquier situación histórica nueva acaba siendo productiva, o sea, produce toda una nueva cultura. Lo que nos debería interesar en este sentido es cuáles son las posibilidades de una cultura de oposición frente a una cultura postmoderna afirmativa, que en cambio se limita a reproducir el sistema. Ésta es una cuestión difícil de contestar porque no creo que, por ejemplo, se pueda o deba dictar a los artistas qué hacer o anticipar el tipo de cosas que hay que hacer. Creo que los artistas, a título individual, aunque quizás en menor medida en el campo literario, sí que ejercen algún tipo de oposición. La pregunta crucial que yo plantearía aquí, una pregunta para la que no tengo respuesta, la verdad, sería: ¿Pueden erosionar al capitalismo las formas de oposición cultural que surgen en un momento? ¿Precisa este sistema caracterizado por la postmodernidad y globalización el mismo tipo de oposición que la que se generó en la época de lo moderno? En el momento moderno hablábamos de subversión, crítica, oposición, pero me pregunto si todas estas formas de resistencia son realmente válidas en las condiciones presentes. Recuerdo ahora el título de un famoso libro de Sloterdijk, “Crítica de la razón cínica”. Mucha gente usaría esos términos para describir la situación. Sí, creo que nos encontramos inmersos en una cultura de la razón cínica, en la que todo el mundo ya sabe todo de antemano, en la que ya no hay sorpresas, un momento en el que todo el mundo sabe lo que es el sistema y lo que hace, que el sistema no ofrece ilusiones a nadie y que simplemente está basado en el beneficio, en el dinero, etc. Si es así, si todos somos tan conscientes de este hecho, entonces es evidente que la función de la cultura de desenmascarar y revelar ese mismo hecho deja de ser necesaria. Aunque al mismo tiempo, si todos lo sabemos ¿por qué no resistimos? Estos son los nuevos tipos de interrogantes a los que hoy se enfrenta la cultura, y los que tendría que acometer una cultura postmoderna de izquierdas.

La vieja guardia, pongamos Adorno, asociaba la oposición cultural con cosas como la música de vanguardia, la literatura modernista, mientras que la nueva crítica que surgió con su generación se centró más en los productos de la cultura de masas, los medios de comunicación, el cine, la TV, el vídeo, etc. ¿Qué otras diferencias hay entre la antigua lucha cultural y la postmoderna?

Creo que la idea de oposición y subversión iba unida a la idea de vanguardia y a la propia diferencia entre alta cultura y cultura de masas. Una de las cosas importantes de la postmodernidad es que esa diferencia se diluye. En realidad, ya sucedía con Thomas Pynchon. No es que Pynchon fuera exactamente cultura de masas, sin embargo sí que estaba absorbiendo o impregnándose de la cultura de masas de un modo que no se había producido anteriormente en la literatura. Pero volviendo a la pregunta, ¿cuál es el nuevo contenido de oposición o resistencia? ¿Se trata de una muestra de pluralismo cultural? Todo el mundo está a favor del pluralismo, pero lo cierto es que éste no va necesariamente unido a un programa político. Tampoco sé, igual que le sucede al resto, cuál sería el programa político adecuado, y mis sugerencias en realidad no son útiles en el plano político. Creo que es preciso distinguir dos niveles y hablar de lo local y lo global no es una tontería en este punto. Desde luego, existen políticas nacionales donde se han producido ciertas conquistas democráticas y donde se han alcanzado algunos logros sociales, que están siendo destruidos por una nueva derecha conservadora muy agresiva. En este contexto no sé si se puede sostener una política radical, dado que uno parece obligado a defender una política de conservación del viejo Estado de Bienestar. Pero existe otro nivel, el de la cultura global, en el que ciertamente suceden y puede que sucedan otro tipo de cosas. Posiblemente esas cosas no se vayan a originar entre nosotros, en el Primer Mundo, en Europa o en Estados Unidos, son cosas que vendrán de otros lugares, quizás de lo que está sucediendo en América Latina, de lugares en los que se está fraguando una resistencia contra los países ricos. Podemos apoyar todo eso desde el interior de los países ricos, pero al mismo tiempo nos es muy difícil originar una política antiglobalización desde el Primer Mundo, desde nuestra posición acomodada. Podemos, desde luego, identificarla y apoyarla y eso es lo que ha representado Seattle, el Foro Social Mundial, el Foro Social Europeo. Son acontecimientos que se producen en un ámbito internacional, mientras que en el seno de los países se da otro nivel de política, y localmente otro. En realidad, en cierto sentido todos ellos están desconectados entre sí, aunque discurren en paralelo, simultáneamente, y una de las cosas que genera confusión política es el hecho de que no podamos identificar de forma inmediata cuáles son las grandes causas políticas de este momento. Esto también tiene que ver con la lentitud con la que está emergiendo un nuevo movimiento obrero internacional. Claro que el comercio internacional está operando, pero sus movimientos son muy contradictorios, y lo que es bueno para los trabajadores chinos resulta que es malo para los latinoamericanos y los españoles. La vieja izquierda moderna, la izquierda comunista, se basaba en una idea internacionalista, pero el espacio para que esa idea se desarrolle más no ha surgido aún.

El bloqueo de la imaginación es otro problema al que ha prestado mucha atención, en relación, por ejemplo, con ciertos aspectos del antiurbanismo de Koolhaas o con la ciencia-ficción contemporánea. Parece que no se trata de volver a la utopía, sino de…

En lo que se refiere a la utopía, creo que hay dos cuestiones relevantes. Una tiene que ver con una especie de impulso utópico que siempre está presente. Tiene que ver con la colectividad, la felicidad, el cuerpo. Gran parte de lo que pensamos sobre la degradación de la cultura contemporánea se alimenta de ese impulso. Es un sentido de utopía que late en todas partes. Lo que, sin embargo, no siempre está presente son representaciones de la utopía, ya que éstas surgen en oleadas. En Estados Unidos, por ejemplo, el gran momento para las utopías fue la década de 1890, el período del Movimiento Progresista, de la formación de los sindicatos, de los Trabajadores Industriales del Mundo, etc., un período en el que la gente experimentó verdaderos cambios históricos y se sintió interpelada a imaginar otros futuros que, quizás, ahora puede que no parezcan nada atractivos pero que realmente formaron parte del imaginario de esos movimientos. Después nos encontramos con la década de 1960, un período en el que también se asistió a un florecimiento de las utopías, en gran medida gracias a la segunda ola feminista (que también estaba presente en el primer período, en el primer momento de las utopías feministas). En nuestra época también han empezado a emerger algunas nuevas utopías, pero el fenómeno ha adquirido mucha más importancia política que antes, dado que cada vez nos ha resultado y nos resulta más difícil imaginar algo distinto a lo existente. Recordemos, por ejemplo, la célebre expresión de la Sra. Thatcher: “No hay alternativa al capitalismo”. El problema político al que nos enfrentamos desde hace tiempo es que no hay alternativa a la utopía. La utopía, sin embargo, sigue siendo el primer paso en la emergencia del futuro y, por eso, cosas como la ciencia ficción actual están tan relacionadas con el problema del tiempo histórico. Vivimos en un período en el que nuestro sentido del pasado sólo se corresponde con un montón de imágenes y de simulacros y en el que el futuro es cada vez más difícil de imaginar. La ciencia ficción, con todo, parece que siempre había sido la forma en la que era posible imaginar algo y en la que se podía poner a prueba el futuro en un sentido bueno y malo. O, más exactamente, yo diría que el sentido de la ciencia ficción consistía en demostrar lo difícil que resulta imaginar un futuro diferente, algo que no es necesariamente malo, dado que fuerza a la gente a tratar de pensar y a adoptar distintas iniciativas. Lo importante, de hecho, sería intentar darse cuenta de cuál está siendo la tendencia histórica y tratar de ver cómo la gente está pensando en alternativas. Parece que asistimos a una situación límite, a una situación en la que todo el trabajo sobre la faz de la tierra es trabajo asalariado, en la que se produce una destrucción total de la agricultura, una transformación global de cualquier cosa en mercancía. De modo que es desde ahí desde donde estamos tratando de imaginar. No creo que haya razones para el pesimismo en todo esto.

Uno de los grandes problemas a la hora de pensar la globalización es el papel que juega Estados Unidos en ella. Antonio Negri y Michael Hardt creen que, a pesar de su preponderancia, Estados Unidos manifiesta una incapacidad para dirigir el proceso de globalización (igual que le ocurriría a cualquier otro Estado). De hecho, en su obra “Imperio” resulta confuso hablar de imperialismo y sería mejor pensar en una idea de imperio con naturaleza no estatal. Usted, en cambio, en artículos como “Globalización y estrategia política”, parece afirmar lo contrario. ¿Es así? ¿Podría explicarnos su opinión sobre el papel del Estado-nación en el proceso de globalización y de cómo se sitúa realmente Estados Unidos en ese proceso?

Creo que es preciso recordar que ambos, Michael Hardt y Toni Negri, son italianos, y que de algún modo para ellos imperio significa imperio romano, no el imperio del imperialismo. El imperialismo se corresponde más bien con un orden anterior al capitalismo y por eso seguir utilizando la misma palabra genera cierta confusión. Cuando ellos hablan de imperio, lo interpreto en ese sentido, en el del imperio romano: nos hallamos ante un imperio del que forman parte Estados equiparables y existe determinado modo de ciudadanía global; los europeos y los norteamericanos, digámoslo así, detentamos cierta ciudadanía global de la que, en cambio, carecen otros países, o sea, los bárbaros de la periferia del imperio romano. Sin embargo, en grandes momentos de crisis, de repente se produce un estado de excepción en el que una única potencia dirige todo. Esto es lo que creo que vienen a decir ellos. No se trata de que Estados Unidos como nación sea ahora de algún modo la única nación. Existen muchas corporaciones multinacionales que no son estadounidenses, que son europeas o japonesas o de muchos otros sitios, lo cual no quita que, en el estado de excepción bajo el que vivimos, los estadounidenses se erijan como dirección de todo el imperio. Estados Unidos está en el centro de todo el asunto, pero no se trata de Estados Unidos en sí mismo, sino, poniéndolo en otros términos, del capitalismo. Al mismo tiempo, creo que Estados Unidos no es exactamente una nación como el resto de las naciones y es así por distintos motivos. Para empezar, nuestra política es algo diferente. Una de las cosas importantes que trajo consigo el colapso del socialismo fue el colapso del federalismo. Existe, sin duda, una crisis del federalismo en la Rusia, en España, en Canadá, en Irlanda, en Inglaterra. Pero algo parecido también pasaría, creo, en Estados Unidos. En la década de 1960 ya surgieron algunas voces (algunas utopías surgieron de ahí) que hablaban de las siete naciones de Estados Unidos. Luego se llegó a hablar de nueve, las nueve naciones de Norteamérica. Sólo acudiendo a la geografía podemos pensar, en efecto, en el Sur, los Apalaches, Quebec, la costa Noroccidental, California, Arizona, etc. La cuestión es: ¿por qué no se escinde, por qué no se desune Estados Unidos? Mi respuesta es que no lo hace porque el universo de la cultura de masas en Estados Unidos es un factor clave de nivelación. No es un factor político en un sentido inmediato, pero sí en un sentido más amplio gracias al cual se produce ese proceso de igualación. En el Sur, donde vivo yo, la gente tiene distintos acentos y sus propios movimientos locales; y hay gente que ondea la bandera confederada, algo que, evidentemente, también implica un asunto racial. En cualquier caso, si el impulso separatista no crece es por la cultura de masas. En esto, el capitalismo norteamericano sí que fue pionero. No teníamos una aristocracia que tuviera que ser desplazada, una cultura de clases anterior, una casta cultural, y esto hizo de Estados Unidos un lugar muy diferente. Con todo, quizás estos asuntos ya no son los más importantes para el análisis del papel general que desempeña Estados Unidos en la situación actual. Creo, también, que sería posible formar alianzas entre naciones con una jerga económica distinta. Samir Amin acuñó una palabra maravillosa: desligarse. Resulta muy difícil imaginar cómo podría desligarse un país. Cuba, por ejemplo, ¿cómo va a desligarse del resto? Sin embargo, una agrupación entre, pongamos, Brasil, Argentina, etc., hasta cierto punto podría llegar a desligarse del FMI. Si contáramos con un grupo de Estados europeos que adoptara una posición antineoconservadora, esto también podría constituir una suerte de contrapeso. Hasta el momento, Europa ha intentado algo, Japón, en cambio, se muestra increíblemente débil y poco dispuesto, pero China está demostrando que posee un espíritu innovador sorprendente, y en cierto modo se ha mantenido desligada, aunque en estos momentos no podemos contar con que China lleve a cabo una política realmente radical, igual que tampoco podía esperarse en tiempos de Mao.

¿Cuáles son, en su opinión, las características básicas del nuevo sujeto político revolucionario global? ¿Cuáles son sus prioridades estratégicas? ¿Cómo ve la relación entre el llamado “movimiento antiglobalización” y el movimiento contra la guerra?

Si nos fijamos en los años ‘60, en Estados Unidos, por ejemplo, vemos que el movimiento en contra de la guerra de Vietnam deja de tener efectos políticos justamente después de la guerra. Frente a ejemplos como ése, el movimiento antiglobalización parece haber sido mucho más prometedor y por eso sería bueno que siguiera en movimiento y que se desarrollase más, pase lo que pase en el frente de la guerra. Podría ser que se produjera un fortalecimiento del movimiento antiglobalización a causa de la guerra, pero es más importante que exista un movimiento anticapitalista, no simplemente pacifista, sea cual sea la posición que sostengamos al respecto. En lo que concierne al problema de la organización, es cierto. El concepto político básico sobre el que aún tenemos que pensar es el de organización, en un sentido general, y en el de partido, en un sentido particular. Uno no puede limitarse a organizar una concentración o una manifestación; estas cosas tienen que ir dirigidas hacia una meta, y para eso es preciso desarrollar reflexiones nuevas, nuevas ideas sobre la organización o, más exactamente, nuevas ideas internacionales sobre la organización. Parece claro que la globalización tiene muchos efectos positivos, siendo uno de ellos el hecho de que ahora la izquierda puede establecer estas conexiones, al igual que las puede establecer la banca o el comercio. Pero eso es justamente lo que no se ha logrado aún. Lo productivo del movimiento antiglobalización fue que, de nuevo y por primera vez, se logró identificar a un enemigo. Eso es lo que hicieron tantos movimientos: los Sin Tierra en Brasil, los trabajadores en otras regiones, los nacionalistas en distintos países dirigidos por Estados Unidos o por compañías globalizadas, todos pudieron unirse a través de la identificación de ese foco común. Quizás esto constituya un punto de partida para pensar cómo se puede producir una política de alianzas que sea verdaderamente una política antiglobalización. A pesar de todo, no creo que ninguno de nosotros tenga la solución. Lenin es para muchos de nosotros un magnífico ejemplo de cómo pensar políticamente, es verdad; pero eso no significa que podamos volver atrás y fundar un partido bolchevique ni nada por el estilo. Es un ejemplo de inteligencia política, que es justamente lo que hoy necesitamos.

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