Texto de Umberto Eco, publicado en Octubre del año 2002. Por: Umberto Eco En un reciente encuentro organizado por el sindicato italiano CGIL con el fin de escuchar la opinión de algunos expertos sobre diferentes problemas de nuestro tiempo, realicé una serie de afirmaciones improvisadas sobre distintos temas. Fui al encuentro temiendo que, como suele suceder a menudo, una entidad política quisiese pedir a algunos intelectuales ideas sobre la forma de hacer caminar a la nación. Pues bien, no hay nada que me irrite más -en el fondo, que me haga sonreír, cuando me lo piden a mí- que ver a los intelectuales utilizados como oráculos. Naturalmente, señalé que hoy por hoy no se puede entender por intelectual a cualquiera que trabaje con la cabeza en vez de hacerlo con las manos. Trabaja con la cabeza también el que controla las reservas de un hotel y, en cambio, lo hace con las manos un escultor. Digamos, pues, que por intelectual se entiende el que desarrolla una función creativa, tanto en el universo de las ciencias como en el de las artes, incluyendo al agricultor que inventa una nueva forma de rotación de cultivos. En definitiva, no es necesariamente un intelectual el que escribe de una forma correcta un buen manual de aritmética para colegiales, pero puede serlo el que escribe adoptando criterios pedagógicos inéditos y más eficaces. Una vez precisado esto, hay que señalar que la Grecia de los tiempos clásicos nos ofrece tres modelos de intelectual. La primera es la de Ulises que, al menos en la Ilíada, desarrolla funciones de intelectual orgánico según la vieja idea de los partidos de izquierda. Agamenón le pregunta cómo puede conquistar Troya y Ulises inventa la idea del caballo y -siendo como es un intelectual orgánico de su grupo- no se preocupa del final que puedan tener los hijos de Príamo. Después, como tantos intelectuales orgánicos que entran en crisis y se transmutan en gurús o se ponen a trabajar para Mediaset (el grupo mediático de Berlusconi), Ulises se dedica a navegar y a sus propios asuntos. La segunda figura es la de Platón, que no sólo tiene una idea propia de la función oracular del intelectual, sino que piensa que los filósofos pueden enseñar a gobernar. El experimento que pone en marcha junto al tirano de Siracusa no le sale bien, lo que quiere decir que hay que tener mucho cuidado con los filósofos que proponen modelos concretos de buen gobierno. Si tuviésemos que vivir en la isla de la Utopía tal y como la concibió Tomás Moro o en uno de los falansterios que concibió Fourier, lo pasaríamos peor que un moscovita en los tiempos de Stalin. La tercera figura es la de Aristóteles que, como es de sobra conocido, fue el preceptor de un hombre de gobierno como Alejandro. Por lo que sabemos, nunca le dio consejos precisos sobre lo que debía hacer en sus campañas y nunca le dijo si tenía que cortar el nudo gordiano o casarse con Rosana. En cambio, le enseñó, en general, qué es la política, qué es la ética, cómo funciona una tragedia o cuántos estómagos tienen los rumiantes. Pero, aun suponiendo que Alejandro hubiese sacado provecho de estas enseñanzas, podría haber conseguido lo mismo sin que Aristóteles hubiese sido su preceptor. Bastaría con que uno de sus amigos le hubiese aconsejado que leyese bien los libros de Aristóteles. Por lo tanto, sólo hay dos maneras en las que la política puede apoyarse en la contribución de los intelectuales. Si son auténticos intelectuales -es decir, creativos-, deben parir y expresar ideas interesantes y, por lo tanto, el político puede limitarse a leerlas. Pero puede suceder también que el político advierta que, sobre algunos asuntos, ni él ni los demás tienen las ideas claras -o no saben lo suficiente- y, entonces, el buen político solicitará profundización y nuevas ideas sobre el tema a los intelectuales. Esto es todo. Lo demás, que el intelectual sea miembro de un partido o trabaje como periodista, no tiene nada que ver con su papel específico. Porque, en el fondo, el intelectual es un ciudadano como los demás que desea poner su competencia profesional al servicio de su grupo. Si fuese albañil, trabajaría gratis en sus horas libres para reparar las grietas de la sede del partido. En un suelto publicado en el Corriere della Sera, Luciano Canfora me reprochó amablemente no haber citado a Sócrates. Tiene razón. Hay una cuarta función del intelectual de la que he hablado a menudo (aquel día no tenía tiempo suficiente). Sócrates desempeña su papel criticando a la ciudad en la que vive y, después, acepta ser condenado a muerte para enseñar a la gente a respetar las leyes. El intelectual en el que pienso tiene también ese deber: no debe hablar contra los enemigos de su grupo, sino contra su grupo. Debe ser la conciencia crítica de su grupo. Romper las convenciones. De hecho, en los casos más radicales, cuando un grupo llega al poder por medio de una revolución, el intelectual incómodo es el primero en ser guillotinado o fusilado. No creo que todos los intelectuales deseen llegar hasta este punto, pero deben aceptar la idea de que el grupo, al que en cierto sentido han decidido pertenecer, no les ame demasiado. Si les ama demasiado y les da palmaditas en la espalda, entonces es que son peores que los intelectuales orgánicos: son intelectuales del régimen.
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