Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo

  Ene 24, 2023

Hoy, 24 de enero de 2023, se cumplen 56 años de la muerte de Oliverio Girondo. Allá por 2011 el actual director de la Biblioteca Nacional, también un 24 de enero como hoy, escribía una lúcida crónica sobre el –para muchos– mejor poeta argentino del siglo XX.

Imagen: Oliverio Girondo y Norah Lange en «La Recalada», Tigre, Buenos Aires, década del 40.

Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo

Por Juan Sasturain

Cinco por la negativa: las carencias

Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le hubiera gustado. Enterarse de que es –para muchos– el mejor poeta argentino del siglo XX es un dato que puede despertar al menos la curiosidad, primer paso hacia la posibilidad de tener una aventura; quiero decir: una experiencia que nos cambie la vida. Conocer a Girondo vale la pena precisamente por eso: te deja diferente de cómo te encontró.

Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a Pessoa o a Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un mundo desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando tenía algo más de veinte, en la segunda mitad de los ‘60, y el Centro Editor lo reeditó en una colección barata y popular. Después encontré la edición de Losada de Persuasión de los días, de 1942, en Fray Mocho. Es lo que más me gusta de él. La tengo todavía.

Tres. No leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado para los prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos poéticos que les provocaron desconcierto/rechazo/alergia/fastidio. Girondo se entiende y se disfruta. No necesita exégetas ni mediadores letrados (que los hay, casi en exceso). Jamás un libro suyo se te cae de la mano. Reconcilia con la poesía.

Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la de Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja sistemática y/o la autosatisfacción del acomodado en su molde comprado a plazos. Ni la hipocresía ni la autoconmiseración.

Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus momentos más jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en los momentos de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de admirar el Misterio de lo dado y reconocer el Error, la soberbia pretensión manipuladora de saberes e instituciones (incluso el mismísimo lenguaje). Por eso nunca es patético. Te cura de la soberbia elocuente (regodeo en el sinsentido) y de la ignorante (hacerse el boludo).

Cinco por la positiva: los libros

Seis. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925). Su primer libro, desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de los ‘20, son viñetas, croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a Venecia, de Buenos Aires y Río de Janeiro a Venecia. Ahí está el «Exvoto»: «Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos para transmitirse los estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas del miedo de que el sexo se les caiga en la vereda». Famoso. El segundo salió en España, con dibujos suyos. «Calle de las sierpes», Sevilla, 1923: «Cada doscientos cuarenta y siete hombres / trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres soldados / pasa una mujer».

Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el más perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables, algunas inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos acciones amorosas del texto 12. «Se miran se presienten se desean / se acarician se besan se desnudan / se respiran se acuestan se olfatean». Las maravillosas maldiciones del 21: «Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un momento, de lamerle la cerradura». Qué bárbaro.

Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si cabe; la pura intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria. «Dicotomía incruenta»: «Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano (…) Por eso es muy posible que no acuda a mi entierro / y mientras me riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la tumba / vestido de esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos».

Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la crisis, con la guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a reflexionar sobre la cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el paisaje. Hay varias versiones, hasta el cincuenta, de sus poemas a la (redescubierta) pampa primordial, vaca madre, plana nada elocuente. Es el Girondo menos conocido y manipulable.

Diez. En la masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío experimental, la ruptura de las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta. Es el Girondo que seduce a surrealistas tardíos (Molina) y marca el camino de la puesta en tensión extrema del instrumento que empujará a la larga a algunos de los mejores, como Lamborghini, a sus propios confines. «El puro no»: «El no / el no inóvulo / el no nonato / el noo (…) / el macro no ni polvo / el no más nada todo / el puro no / sin no». Apaga y vámonos.

Cinco por cuestión de salud

Once. Saber reír. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina como un pedo en misa, un chiste verde en un velorio, un codazo en un desfile. Se da y concede permisos. Del humor ingenioso –que comparte con Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo– saltará al humor negro y escatológico. No es un adorno, ni un chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.

Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia («¡Se celebra el adulterio de la Virgen María con la Paloma Sacra!», de «Verona») y la provocación iconoclasta que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y desparpajo tienen una violencia corrosiva inusitada. Espantapájaros, por ejemplo, no es sólo una provocación sino un libro memorable, único para su época y para nuestra cultura.

Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista íntimamente integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres perversas de su tiempo. «Lo que esperamos»: «Yo sé que todavía / los émbolos / la usura / el sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al por mayor / en serie / iniquidad / ayuno / rencor / desesperanza / para que las lombrices con huecos portasenos / las vacas de embajada / los viejos paquidermos de esfínteres crinudos / se sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de caviar / de remedios».

Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el mundo, ya despojado del «miasma» del comercio humano, a contrapelo de una «civilización» descaminada, Girondo descubre –y sabe revelar para nosotros– el soberano estupor ante lo natural visto con mirada adánica. «Inagotable asombro»: «Este perro / este perro / ¡Indescriptible! / ¡Unico! / (…) Cotidiano, inaudito / que demuestra el milagro / que me acerca al Misterio / que dan ganas de hincarse / de romper una silla».

Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en la latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza la radicalidad –sin clichés ni recetas verbales o existenciales– del último Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker, un gesto definitivo e irreductible.

Y cinco porque sí

Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué hace alguien que se llama así. Y de chiquito. Hay que bancársela. Creo que en su caso fue un estímulo: debió estar a la altura, con ese nombre de payaso, equilibrista o político radical al estilo Crisólogo Larralde. Toda su obra es un comentario, una prolongada digresión tragicómica a partir de su nombre.

Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara, remontarla. En eso, como Macedonio (otro que vino con un plus nominativo), ganó cara y equívoca venerabilidad con el tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y con mentón fugitivo: las caricaturas de la época son alevosas. La barba lo disfrazó, pero operando al revés de las caretas: lo puso grave, reservando la gracia y la ironía para los ojos.

Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada estudiantina, su espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por calle Florida, en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa, dibujado por Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con chicas vendiendo el libro.

Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre también se justifica/explica por las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la brillante colorada Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su amiga, su cómplice talentosa. La oradora de banquetes que supo reunir en Estimados congéneres, la memoriosa de Cuadernos de infancia, la novelista de Personas en la sala.

Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un pretexto que hoy, 24 de enero, se cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos da el almanaque para leer a Girondo es que este año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de su nacimiento en 1891. A ver si nos acordamos.


Página|12, 24 de enero 2011

EL GITANO Por Primo Levi

 


Por Primo Levi

En la puerta del barracón habían fijado un aviso y todos pugnaban por leerlo. Estaba redactado en alemán y en polaco y un prisionero francés, apretujado entre la muchedumbre y la pared de madera, se esforzaba en traducirlo y comentarlo. El aviso decía que, de manera excepcional, se consentía a todos los prisioneros el escribir a los parientes, según condiciones minuciosamente especificadas a la manera alemana. Solo se podía escribir en formularios que distribuiría cada jefe de barracón, uno por cada prisionero. La única lengua admitida era el alemán. Los únicos destinatarios admitidos eran los que residían en Alemania o en los territorios ocupados o en países aliados como Italia. No se podía pedir el envío de paquetes con víveres; pero sí se permitía dar las gracias por los paquetes eventualmente recibidos. En este punto el francés exclamó enérgicamente: Les salauds, hein!, y dejó de leer.

El jaleo y el tumulto fueron en aumento y hubo un confuso intercambio de opiniones en diversas lenguas. Pero, a ver, ¿quién había recibido jamás oficialmente un paquete, o incluso una carta? Además, ¿quién conocía nuestra dirección, suponiendo que «kz Auschwitz» fuera una dirección? Y, ¿a quién habríamos podido escribir, habida cuenta de que todos nuestros parientes se hallaban prisioneros en algún campo de concentración como el nuestro, o muertos, o escondidos en algún rincón de Europa por temor a seguir nuestra suerte? Era evidente que se trataba de una farsa: las cartas de agradecimiento serían mostradas a la delegación de la Cruz Roja, o quién sabe a qué otra autoridad neutral, para probar que a los hebreos de Auschwitz no se les trataba tan mal desde el momento en que recibían paquetes de casa. Un embuste inmundo.

Se formaron tres bandos de opinión: no escribir ni una letra, escribir sin dar las gracias y escribir y dar las gracias. Los partidarios de esta última tesis (pocos, a decir verdad) sostenían que el asunto de la Cruz Roja era verosímil pero no seguro y que existía la probabilidad, por pequeña que fuera, de que las cartas llegaran a su destino, y de que las gracias se interpretaran como una invitación a mandar paquetes. Yo decidí escribir sin dar las gracias, dirigiendo la carta a unos amigos cristianos que de alguna u otra manera habrían dado con mi familia. Conseguí prestado un trozo de lápiz, me dieron un formulario y me puse manos a la obra. Escribí primero un borrador sobre un fragmento de papel de cemento, el mismo que llevaba en el pecho (ilegalmente) para protegerme contra el viento y luego empecé a copiar el texto en el módulo; pero me sentí presa de un gran malestar. Me sentía, por vez primera desde mi captura, en comunicación y comunión (aunque solo putativa) con mi familia y en ese sentido necesitaba estar solo; pero la soledad en el campo de concentración es más preciosa y rara que el pan.

Tenía la enojosa impresión de que alguien me estaba observando. Me volví: era mi nuevo compañero de cama. Estaba mirándome tranquilamente mientras escribía, con la aplicación inocente, pero provocativa, de los niños que no conocen el pudor de la mirada. Había llegado unas semanas antes en un cargamento de húngaros y eslovacos. Era muy joven, esbelto y moreno; yo no sabía nada de él, ni siquiera el nombre, pues trabajaba en una escuadra distinta a la mía y solo le veía cuando venía a dormir a la litera después del toque de queda.

Entre nosotros el sentimiento de la camaderie era algo rarísimo: se limitaba a los compatriotas, e incluso respecto a estos se hallaba debilitado por las precarias condiciones de vida. Pero con relación a los recién llegados era completamente nulo, por no decir negativo. En este sentido, como en tantos otros, nos hallábamos sin duda alguna degradados y endurecidos, tendiendo a ver en el compañero nuevo a un extraño: un bárbaro torpe y molesto que te come el espacio, el tiempo y el pan; que no conoce las reglas tácitas, pero férreas, de la convivencia y de la supervivencia y que, encima, se lamenta sin razón y de manera irritante y ridícula porque tan solo unos días antes se encontraba todavía en su casa o, al menos, fuera de las alambradas. El nuevo tiene una sola virtud: trae noticias frescas de fuera, pues ha leído los periódicos y escuchado la radio, quizás incluso las radios aliadas. Pero si las noticias son malas, por ejemplo, que la guerra no se acabará dentro de dos semanas, no es más que un importuno que conviene evitar, o embromar por su ignorancia, o someter a burlas crueles.

Sin embargo, ese nuevo que estaba a mis espaldas, pese a que me estaba espiando, suscitaba en mí una vaga impresión de piedad. Parecía inerme y desorientado, necesitado de sostén como un niño. Estaba claro que no había captado la importancia de la terrible elección: escribir o no y qué escribir eventualmente, y que no experimentaba ni tensión ni sospecha. Le volví la espalda de manera que no pudiera ver mi folio y seguí con mi tarea, que no era nada fácil. Había que sopesar cada palabra para que transmitiese el máximo de información al improbable destinatario y no pareciera a la vez sospechosa al probable censor. El hecho de tener que escribir en alemán aumentaba la dificultad. Yo había aprendido el alemán en el campo de concentración y, sin que me diera cuenta, reproducía la jerga vulgar y pobre de los cuarteles. Desconocía muchos términos, sobre todo los que se precisaban para expresar los sentimientos. Me sentía inepto, como si hubiera tenido que grabar aquella carta sobre piedra.

Mi vecino esperó pacientemente a que yo terminara y luego me dijo algo en una lengua que no comprendía. Le pregunté en alemán qué quería y él me enseñó su módulo, que estaba en blanco e indicó el mío, que estaba cubierto de escritura. Es decir, que quería que yo le escribiera la carta. Debió entender que yo era italiano y, para aclarar mejor su petición, me soltó un discurso lioso en una lengua sumaria que, en realidad, se parecía mucho más al español que al italiano. No es que no supiera escribir en alemán; simplemente, no sabía escribir. Era gitano; había nacido en España y después había viajado por Alemania, Austria y los Balcanes para caer, por fin, en las redes de los nazis. Se presentó cumplidamente: Grigo, se llamaba Grigo, tenía diecinueve años y me pedía que escribiera a su novia. Me recompensaría. ¿Con qué? Con un regalo, contestó sin precisar. Yo le pedí pan. Media ración me parecía un precio equitativo. Hoy me avergüenzo un poco de aquella petición mía pero debo recordar al lector (y a mí mismo) que las relaciones sociales eran en Auschwitz muy distintas a las nuestras, además de que Grigo, al haber llegado hacía poco, tenía mucha menos hambre que yo.

El hecho es que aceptó. Yo tendí la mano hacia su formulario, pero él lo retiró, ofreciéndome en cambio otro pedazo de papel: se trataba de una carta importante; era mejor hacer un borrador. Empezó dictándome la dirección de la muchacha. Debió de captar un movimiento de curiosidad, o tal vez de envidia por mi parte, pues enseguida sacó del pecho una fotografía y me la enseñó con orgullo: era casi una niña, con ojos risueños y acompañada de un gatito blanco. Mi estima por el gitano aumentó considerablemente. No era fácil entrar en el campo de concentración ocultando una fotografía. Grigo, como si hubiera tenido que justificarse, me precisó que no la había escogido él, sino su padre. Era una novia oficial, no una chavala cogida al tuntún.

La carta que me dictó era una complicada carta de amor y de detalles domésticos. Contenía peticiones cuyo sentido se me hurtaba y noticias sobre el campo de concentración que le aconsejé omitiera por ser demasiado comprometedoras. Grigo insistió en un punto: quería comunicarle que, como pudiera, le mandaría una muñeca. ¿Una bambola? Sí, una bambola, me explicó Grigo lo mejor que pudo. Este asunto me dejó particularmente perplejo por dos motivos: porque no sabía cómo se decía muñeca en alemán y porque no se me alcanzaba por qué motivo y de qué modo quisiera o debiera Grigo comprometerse en esta operación peligrosa e insensata. Me parecía un deber explicarle todo esto: tenía más experiencia que él y, además, mi condición de escribano me obligaba a ello en cierto modo.

Grigo me regaló una sonrisa desarmante, una sonrisa de nuevo, pero no me explicó demasiado, no sé si por incapacidad o por problemas lingüísticos o por decisión propia. Me dijo que era absolutamente preciso mandar la muñeca. Que encontrarla no era ningún problema: la fabricaría allí mismo; y me mostró una navaja de muelle. Sí, decididamente este Grigo era despabilado. Debía de haber hecho maravillas al ingresar en el campo de concentración, cuando le quitan a uno todo lo que lleva encima, inclusive el pañuelo y el pelo. Probablemente él no se percataba, pero una navaja como la suya valía por los menos cinco raciones de pan.

Me pidió le indicara si había en alguna parte un árbol del que se pudiera cortar una rama, pues era mejor que la muñeca estuviera hecha de madera viva. Traté aún de disuadirlo bajando a su terreno: árboles no había ninguno y, además, mandar a la muchacha una muñeca hecha de madera, ¿no era como llamarla aquí? Pero Grigo levantó las cejas con aire misterioso, se tocó la nariz con el índice y me dijo que, si acaso, era todo lo contrario: la muñeca se lo llevaría a él fuera; la muchacha sabría cómo hacer.

Cuando hube terminado su carta, Grigo sacó una ración de pan y me la alargó junto con la navaja. Era costumbre, por no decir ley no escrita, que en todos los pagos a base de pan una de las partes cortara el pan y la otra escogiera, pues de esa manera el que cortaba estaba obligado a buscar dos mitades lo más iguales posibles. Me sorprendió que Grigo conociera ya la regla, si bien pensé después que esta era probablemente conocida también fuera del campo de concentración, en el mundo, por mí desconocido, del que provenía Grigo. Hice la partición y él me alabó caballerosamente: el que las dos mitades fueran idénticas redundó en daño suyo; de todos modos yo había cortado bien y no había nada que alegar.

Me dio las gracias y no volví a verle jamás. Huelga señalar que ninguna de las cartas que escribimos aquel día llegó a su destino.


(De Cuentos completos, 2005. Traducción: Pilar Gómez Bedate)

La primera vez que vi Paris



Por John Fante

Eran más o menos las ocho de la noche e iba por la Avenue George-V, vadeando un río de calor con la chaqueta sobre los hombros, preguntándome cómo coño se las apañaban aquellos franceses para ir todo el día elegantes como pingüinos, con cuello almidonado y corbata, y las mujeres con aquellos vestidos acampanados de moda, algunas con pieles incluso asfixiadas de calor. Pero casi todas las muchachas con pieles eran americanas, las estolas de visón eran como carnés de identidad internacionales, tan acusadoras como las Barras y Estrellas, y venían a decir: fuimos a Maxim’s y luego a un espectáculo de striptease, con desnudos integrales, Cariño, y cuando volvimos al hotel, Harry era otra vez como un muchacho.

Luego, en aquella esquina, apoyada en la pared de la Cruz Roja, estaba la vieja, anciana como París, el ser humano más vetusto, asqueroso y feo que vi en las nueve semanas que pasé en París, la piel como Notre-Dame, el pelo greñudo y gris, apelmazado a causa del sudor, semejante al nido de una paloma, y un vestido de algodón como el que encontrarías en una chabola desierta al este de Texas, el trapo que usarían para detener el goteo del fregadero…, ¿y sus tobillos?, macizos como postes, hinchados, blancos como el pescado, calzados con unos jirones de piel llamados zapatos, y la tía lloraba con la cara hundida en la sangría del codo, y sollozaba –el río profundos sollozos y mi hijo mi hijo ha muerto, o mi marido, se lo llevaron para siempre y ahora estoy sola– algo que partía tanto el corazón que me detuve a mirarla, y sentí que debía hacer algo, ¿hacer qué? Al menos decir algo: ¿está herida, necesita un médico, quiere dinero, señora?

Pero seguí caminando con los demás, todos ajenos al tormento de otro ser humano, y pasé de largo flotando en el calor de la tarde, pero cuando crucé la calle, pensé: espera, no puedes hacer esto, dejarla así, tienes que volver y ayudarla, aunque ¿por qué debería hacerlo? A nadie le importa un ardite, ¿por qué iba a importarme a mí? Bueno, quizá alguien se le acerque, y esperé, y lo único que me impidió investigar fue un perrito gris sujeto por una larga cadena cromada que se acercó a olisquear aquellos tobillos blancos como el pescado y tuvo que volver a la respetabilidad por culpa del tirón que dio su dueña.

Entonces pasó un caballero con la chaqueta sobre los hombros, como yo, quizá un panadero o un yesero, ligeramente cubierto con el polvo de su buena jornada laboral, y se detuvo y se frotó la barbilla y siguió andando, miró una vez más por encima del hombro y se fue definitivamente. Él y yo, me dije, él y yo.

Dios mío, a nadie le importa nada, qué civilización, Jacques Fath, los pasteles y Judas, te dan el pego en esas casas de comidas con todas las tías, qué país, no me extraña que mordieran el polvo. Dos gendarmes que llegaron, se quedaron a un metro de ella, colgaron los pulgares del cinturón, miraron al cielo y obviamente dijeron joder, nos vendría bien un poco de lluvia.

Yo dije muy bien, tarugos, ¿lo estáis pasando bien?, ¿es eso? Si no, ¿por qué os quedáis ahí mirando?, ¿lo estáis pasando bien? Así que di media vuelta y recorrí otra calle hasta que llegué a mi hotel, cruzando un enjambre de niñatos que esperaban a que saliera El Presley, y entré y pedí mi correo. No había correo. A punto estuve de deshacerme en lágrimas por mi hermosa California, y me dirigí al bar, magnífico con sus paredes de siete metros de paneles de caoba, sencillamente maravilloso, y me senté en un sillón rojo y busqué a un conocido de Fresno que de vez en cuando entra corriendo a tomarse una cerveza, pero no vi a nadie salvo a una princesa hindú, una actriz italiana, una condesa que en realidad no es condesa, cuatro putas de lujo orgullosas de su profesión y que cobran precios astronómicos, y los habituales franceses atildados con sus trajes oscuros y cuellos almidonados que llevan como si fueran camisetas de felpa. Me tomé dos copas mientras las mozas, casi demasiado exquisitas para tocarlas, me entraban flotando por los ojos.

Y de repente allí estaba ella de nuevo, la anciana de la esquina, ¿era posible que aún siguiera allí? No era posible, ¿y qué si lo era? Y me venía a la cabeza una y otra vez, aquella cosa, aquella horrible vuelta de tuerca de la divina idiotez que me aguijonea y me fastidia, siempre queriendo saber cosas de la gente, que no puede dejar en paz a la gente.

Ella seguía allí, la vi desde media calle de distancia, no se había movido con el calor del atardecer, y empezó a irritarme y me dije es una profesional, una mendiga, so tarugo, la gente le da monedas por solidaridad, ¿serás estúpido? Pero nadie le echaba nada salvo miradas de soslayo, y cuando llegué a la esquina y ella estaba al otro lado de la calle, percibí su dolor, descomunal, reptante, mutilado bajo el calor del atardecer, y me hizo daño con intensidad constante, y supe que tenía que ayudar a aquella mujer si no quería que siguiera palpitando dentro de mí, y quizá desgajar y dejar otro pedacito de mi propia muerte en la tierra.

Crucé la calle y me planté delante de ella, y mi potente francés entró en acción, dije: ¿pasa algo, madame?, ¿puedo ayudarla, señora?, no français, lady, parla un poco italiano?, necesita…, le doy, ¿qué le pasa, abuela? Y toqué la piel de la vieja Notre-Dame, mi mano suavemente sobre la gárgola, y de repente me pregunté atemorizado si no sería una santa, porque era posible, ya que los santos pueden ser las personas más extrañas en el peor de los lugares.

Se volvió a mirarme, sus ojos muy pequeños y arrugados, y lágrimas gruesas como gotas de lluvia cayeron en el calor del atardecer. Dije: por favor, madame, no llore más, yo la ayudo, ¿necesita un médico?, ¿necesita comida, vino, cualquier cosa que desee su corazón?, y saqué unos billetes con varios ceros, papel moneda, y dije: quédeselos, pour vous, merci, por favor, gracias, un placer. Negó con la cabeza y pareció decir: oh, ¿será idiota?, y siguió llorando.

Entonces me entró el pánico, perdí el control y cogí por el brazo a aquel caballero que llevaba un paraguas y un chaleco de cuadros y que podría haber sido el embajador francés, y le dije: por el amor de Dios, pregúntele qué le pasa, y él pareció sorprendido, se volvió y habló con ella en voz baja, melodiosa e íntima, con amabilidad, como si fuera su hijo, y ella le respondió en un tono bajo e íntimo, con amabilidad, como si fuera su madre.

El hombre se volvió hacia mí y dijo:

–No desea nada, salvo estar a solas con su dolor. –Me saludó con una inclinación de cabeza, como si fuera el embajador francés, y se alejó.

Suspiré bajo el calor del crepúsculo y volví al hotel, dejé atrás a los niñatos que esperaban a El Presley, y pedí una bebida, y hubo un momento en que se me hizo un nudo en la garganta al pensar en la dignidad humana, y de repente París era una gran ciudad.



(De: Hambre, Anagrama, 2022. Traducción: Antonio-Prometeo Moya Valle)

PROCESO POR VIOLENCIA Por Leonardo Sciascia

 

Por Leonardo Sciascia

En la mañana del 8 de diciembre de 1870, día de fiesta en honor de la Inmaculada Concepción, en Bottanuco, pueblo bergamasco que contaba por entonces con un millar de almas, entre las que una al menos era indudablemente negra, una joven de catorce años que servía en la familia de los campesinos Ravasio, después de solicitar permiso a sus amos y con la promesa de regresar antes de la noche, se encaminó hacia el vecino pueblo de Suisio, donde tenía familiares. Salió de casa junto con su ama, pero ambas se separaron a poco de andar. Eran, poco más o menos, las siete y por ende la luz del día no brillaba por completo. El ama, en razón de la hora, de lo solitario del camino, del tiempo nada bueno, la miró alejarse con una vaga inquietud. Poco después, de camino ya hacia Madone, oyó agudos lamentos, como aullidos de lobo. Y sin más estimó que tales serían, porque había nieve y para los lobos, como es sabido, es duro el tiempo de nieve. El hecho de que los lamentos provinieran del lugar hacia donde se había encaminado la muchacha no le produjo inquietud, de momento. No se recordaba, en la comarca, que los lobos atacaran a los seres humanos. Lo recordaría dos días más tarde, en la noche del 10, porque la muchacha no había vuelto en la noche del día 8 ni al día siguiente y tampoco había llegado al vecino pueblo de Suisio.

La encontraron bajo un cobertizo que hacía las veces de pesebre. «La desdichada jovencita yacía sobre el suelo, totalmente desnuda, con sólo la pierna izquierda cubierta por una media, y su cuerpo presentaba señales de la más feroz de las vejaciones. Deformado por muchas heridas, estaba a lo largo casi partido por la mitad y le faltaban algunas partes, sobre todo varias visceras. Estas fueron encontradas al pie de un árbol. Y, dentro de una cabaña de paja poco distante del lugar, fue hallado un trozo de muslo de la pierna derecha y una imagen del papa Pío IX, perteneciente a la muchacha. Bajo un montón de cañas de maíz, en una finca vecina, fueron halladas las ropas y un pequeño pañuelo de la niña fue encontrado en medio de la nieve, en el camino. Por último, se observó que junto al cadáver estaban extrañamente dispuestas en formación simétrica, diez horquillas que la infeliz solía llevar en su peinado» (por éste y por otros detalles que surgieron luego en los testimonios, se ha revestido a la pobre Giovannina Motta en el momento en que sale de la alquería de la familia Ravasio para marchar hacia la muerte con las circunstancias que rodean los preparativos de la boda de Lucía: «Los negros y juveniles cabellos, partidos sobre la frente, con un blanco y sutil lazo, se envolvían por detrás de la cabeza en múltiples curvas de trenzas, traspasadas por largas horquillas de plata que se dividían en el contorno como si fueran los rayos de una aureola, como aún las llevan las campesinas de Milán. En torno al cuello llevaba una gargantilla de granates…», pero la de Giovannina era de «corales finos»).

Las horquillas estaban dispuestas sobre la tierra en forma de abanico o peinetón: tal vez el asesino había querido repetir la disposición que tenían entre los cabellos de la muchacha o dibujar una custodia. Sobre las ropas no se hallaron rastros de sangre, indicio de que la joven había sido desnudada antes del asesinato. El cubito derecho estaba fracturado, las piernas arañadas, la boca llena de tierra: esto hizo pensar que la niña se había defendido y había gritado.

Las primeras sospechas recayeron sobre un albañil de Suisio, de nombre Abraham Esposito, que fue arrestado. El apellido hace pensar en un meridional. ¿Se sospechaba de él por su origen meridional? Pero no tenía relación con el caso, y la suya era «una coartada inexpugnable», de modo que fue puesto en libertad «muy pronto», a causa de una sentencia del tribunal de Bergamo. Es decir, después de un par de meses de cárcel. Una vez liberado Esposito, ya no se supo cómo proseguir la investigación ni sobre quién podrían recaer las sospechas. No obstante, en el pueblo, permanecía aún viva la impresión suscitada por aquel delito horrendo, la inquietud de que el asesino estuviera libre. Por todo ello, el 27 de agosto de 1871, domingo, día de las Santas Reliquias, bastó una ausencia de dos horas, de las seis a las ocho, de la mujer del campesino Antonio Frigeri, para que el marido se desesperara por buscarla. La halló a poca distancia del lugar al que ella había anunciado que iría: en un campo de maíz, completamente desnuda y no menos torturada que la joven Motta. «Mostraba en el cuello una extensa equimosis, con depresión y laceración de la piel producida por la presión de una cuerda que fue hallada en el mismo lugar, que debió de haberle sido arrojada desde atrás, a, modo de lazo, y que la mujer en vano había tratado de quitarse, como indicaban las heridas que tenía a ambos lados del cuello. Y por cierto que la sofocación, como juzgaron los expertos, había sido la única causa de su muerte. Pero su cadáver no fue respetado después de la muerte. Se observaron profundas heridas en el vientre, en el brazo derecho, en la nuca, en la espalda, todas ocasionadas después de que la víctima hubiera expirado, con un instrumento de punta y buen filo, probablemente una hoz. Por la profunda herida que había abierto en su vientre le salían los intestinos. En la espalda tenía clavadas tres horquillas…» Las horquillas del cabello: dispuestas en perfecto triángulo, con el vértice hacia la nuca.

También esta vez se trató de hacer alguna detención de inmediato. La elección recayó sobre Luigi Comerio, campesino de Suisio, en razón de que «había cortejado a Elisabetta Pagnoncelli e incluso había intentado inducirla a faltar a sus deberes conyugales». Pero ese hombre nunca había cortejado a Giovannina Motta y, además, tenía una coartada perfecta.

Transcurrieron seis meses y la investigación se había interrumpido por entero, los policías y la población en general estaban resignados al misterio, cuando de pronto, por haberse hecho público el conocimiento de hechos que hasta ese momento permanecieran ocultos, comenzó a murmurarse el nombre de Vincenzo Verzeni. «Era, éste, un joven de veintidós años, nacido en Bottanuco, donde vivía, hijo de una acomodada familia de campesinos. Considerado hasta entonces como un joven honesto, devoto de las prácticas religiosas, alejado de todo vicio, jamás se le hubiera creído capaz de tan atroces crímenes, de no haberse conocido una serie de hechos que hasta ese momento habían sido mantenidos en el más absoluto de los silencios.»

Cuatro años antes, en un día festivo no precisado (las fiestas religiosas y los domingos vuelven una y otra vez, con puntualidad, a aparecer en los delitos atribuidos a Verzeni), a la hora del atardecer, una niña de doce años, Marianna Verzeni, es agredida en su lecho, mientras descansa o duerme. Una almohada sobre la cara, una mano que le atenaza la garganta. La niña logra zafarse de las manos que la ahogan lo suficiente como para gritar; el agresor huye. Una vecina ha visto a Vincenzo Verzeni, primo de la adolescente, que vive en la casa contigua, salir de la suya, entrar en la de sus parientes, con paso furtivo, con precaución, para salir al cabo de unos minutos. Pocos instantes después había oído los gritos de la niña; pocos instantes después de que Verzeni hubiera salido, no había lugar a equívoco. De manera más coherente, una tía de la muchacha dice haber oído los gritos antes de haber visto a Verzeni en la escalera, marchándose. Por su parte, Verzeni declara que él también ha acudido a los gritos, pero que al ver a la niña desnuda se ha marchado, púdicamente.

Tres años antes, casi a la hora del alba, mientras se dirigen desde el campo a la iglesia parroquial para oír misa, dos mujeres habían sido sucesivamente agredidas, en un breve lapso: Barbara Bravi, cogida del cuello por el agresor, gritó y le obligó a huir; más robusta y valiente, Margherita Sala reaccionó agarrándole por la camisa y el labio inferior y, tras larga lucha, consiguió liberarse y escapar. Ni una ni otra reconocieron al hombre, pero los rasgos que conservaran en la memoria —prestancia juvenil, complexión, estatura, chaqueta de grueso paño peludo llamado «pelucc»— podían muy bien convenir con las señas de Verzeni. Sumado a esto, un vecino llamado Pozzi le había visto en esos parajes esa misma mañana, y había advertido un arañazo sobre la mejilla izquierda de Verzeni (no sobre el labio inferior, empero).

Durante el mismo mes de diciembre, la niña Angela Previtali, de doce años de edad, mientras andaba en dirección a la escuela (era día feriado, pero sin duda se festejaba alguna solemnidad religiosa) chocó de manos a boca con Vincenzo Verzeni que, sin violencia y diciendo sólo «vamos, vamos», la había cogido de la mano para conducirla hacia aquel cobertizo bajo el cual había sido más tarde hallada, después de su tortura, Giovannina Motta. En un primer momento la niña se dejó llevar, pero luego gritó y huyó. Verzeni, sereno, la siguió sólo un poco.

Abril de 1871: la campesina Maria Galli encuentra a un desconocido, que reconocerá más tarde en Verzeni, que le arranca de la cabeza el pañuelo y se lo lleva consigo. El 26 de agosto del mismo año, es decir, el día anterior al del asesinato de la joven Pagnoncelli, la hilandera María Previtali, de diecinueve años de edad, es seguida y, hasta cierto punto, asaltada por Verzeni, «bien conocido» por ella, puesto que eran primos. Logró echarla a tierra y alzarle la falda, pero en vista de que ella gritaba, Verzeni, que la había cogido del cuello, la abandonó en determinado momento para ir hasta el camino a cerciorarse de que nadie venía. Cuando regresó, la joven se había puesto de pie y él «le cogió las manos y las retuvo entre las suyas unos instantes; a continuación, oyendo las súplicas de la muchacha, le permitió marcharse del lugar».

A estos hechos, quién sabe por qué tan tardíamente declarados y reunidos, se añadieron dos testimonios no menos tardíos: el de Rosa y Carolina Previtali, que en la mañana del 8 de diciembre de 1870 habían visto en el lugar del delito, bajo el cobertizo del pesebre, a Verzeni, después de haber oído que de ese sitio provenían gritos de auxilio y gemidos (aunque no habían visto a Giovannina, ni muerta ni viva, ni se habían alarmado por aquellos gritos); y el testimonio de Giovanni Bravi, que había visto a Verzeni, el 27 de agosto de 1871, en el lugar en que más tarde fuera hallada la joven Pagnoncelli, hacia la hora misma en que se presumía que la mujer había sido asesinada.

Pero durante el proceso se produjo un golpe de efecto. Carolina Previtali, interrogada acerca de si el joven que había visto bajo el cobertizo se parecía a Verzeni, lo niega con decisión. Se le hace observar que durante la instrucción había declarado reconocerlo. Niega haberlo declarado. Es enfrentada con su padre, que dice haber oído decir a su hija que aquel joven se parecía a Vincenzo Verzeni. Lo niega. «Yo no he dicho nada», repite. El fiscal requiere el arresto y proceso inmediato de la muchacha. La corte se retira, dejando la sala agitada por los comentarios, en tanto que Previtali conmina a su hija a reconocer a Verzeni. Cuando la corte vuelve a hacer su entrada, la joven pide perdón y declara estar convencida de que el hombre visto bajo el cobertizo «se parecía bastante a Verzeni». Y el proceso vuelve a ponerse en marcha.

Verzeni, no obstante, se aferra a su negativa. Contra él no existen más que indicios. Todos los testimonios presentan algún fallo. El más comprometedor, que es el de María Previtali, prima del sospechoso, no basta para certificar de voluntad homicida a lo que la joven en su momento considerara un atentado contra su virtud, que se había esfumado casi piadosamente con aquel gesto de cogerle las manos sin decir una palabra, y que sólo más tarde, cuando ya estaban de por medio dos cadáveres y cuando se señalaba y vituperaba a Verzeni como el asesino, habrá adoptado en la memoria de ella el aspecto de una situación tremenda de la que, por fortuna, había escapado.

Pero el acusado no tenía más coartadas que las misas: había asistido a tres el día en que fuera asesinada Giovannina Motta; tres el día en que fuera asesinada la joven Pagnoncelli. Y en ambas ocasiones había confesado y comulgado. Pero merece la pena transcribir algunos pasajes del interrogatorio.

Presidente: ¿Cuánto tiempo antes de la desgracia vio a Giovannina Motta?

Acusado: En octubre, en el campo, durante la siega.

Presidente: ¿Ha oído algo acerca de ella?

Acusado: Sí, también usted lo sabe… (risas).

Presidente: Sí, pero quiero que usted mismo me lo diga.

Acusado: Estaba deshecha, «pedreada», no se la podía reconocer ni cristiana siquiera, no llevaba ninguna clase de vestidos, estaba desnuda.

Presidente: ¿Desnuda?

Acusado: Sí, desnuda, no tenía nada puesto encima…

Presidente: ¿El cuerpo estaba entero?

Acusado: No… Partido por la mitad, por delante y por detrás…

Presidente: ¿La cabeza?

Acusado: No la pude ver.

Presidente: ¿Cuándo vio a la víctima?

Acusado: Después de la primera misa, el día en que la encontraron. Estaba allí junto con otras personas…

Presidente: ¿Cómo se enteró del hecho?

Acusado: Permanecí allí… ¿Qué cómo me enteré?… Me enteré por lo que decía la gente.

Presidente: ¿Qué decía?

Acusado: Que lo ocurrido era una cosa que no parecía propia de buenos cristianos…

Presidente: ¿No se proclamaba a gritos que la joven había estado en Suisio el día de la festividad de la Virgen? ¿Nadie se preguntaba cuánto tiempo hacía que faltaba de su casa? ¿Y no sabe usted, usted por sí mismo, desde cuándo se había ausentado?

Acusado: No oí nada de eso ni sé nada.

Presidente: ¿No supo usted que se había marchado para pasar el día de fiesta con sus parientes?

Acusado: ¿Qué puedo saber yo de las cosas de los demás?

Presidente: ¿Pasó usted por el lugar del asesinato o por el camino cercano el día de la Inmaculada?

Acusado: No.

Presidente: ¿Qué hizo usted durante la mañana de ese día?

Acusado: Fui a misa de seis, después regresé a mi casa; de allí volví a la iglesia, en donde me confesé antes de tomar la comunión (risas).

Presidente: ¿No fue a ningún otro lugar?

Acusado: No… Estuve presente en la segunda misa y después en la mayor.

Presidente: Es decir, que estuvo todo el tiempo en la iglesia… ¿Y cuando usted vio el cuerpo de la joven Motta bajo el cobertizo, estaba cubierto?

Acusado: Estaba cubierto… Pero ella estaba desnuda…

Presidente: Vayamos al último hecho… ¿Qué hizo usted el día 27 de agosto de 1871, domingo?

Acusado: Me levanté de buena hora por la mañana, para escuchar la primera misa, me confesé con el padre Martina, recibí la comunión de manos del cura párroco (risas), después asistí a la segunda misa del padre Bartolo y después a la tercera, que ofició el padre Carradú. Una vez terminada esta misa regresé y me fui al campo…, otros dicen que a casa…

Esta última frase, si no astucia, demuestra al menos buen sentido: ¿cómo quiere que recuerde lo que hice una mañana de hace tres años atrás? Las misas, la confesión y la comunión sí, que para mí son obligatorias cada domingo, cada fiesta; pero en cuanto a lo demás, dejemos que lo digan los testigos que, para lo que yo haya hecho, parecen tener mejor memoria que yo.

Y todas sus respuestas pueden ser consideradas sensatas y, en la medida en que lo son, nacidas de la indiferencia de quien piensa que el buen sentido es vano ante la absurda máquina que es la justicia. Sólo hay tres puntos débiles en las respuestas de Verzeni al juez. El primero cuando dice «permanecí allí» (¿Dónde? ¿En el lugar del crimen, después de haberlo cometido?); los otros dos en esos momentos que quedan como suspendidos, que parecen un arrebato controlado, en los que se percibe que aún está gozando, irresistiblemente, del recuerdo o de la imagen de la víctima desnuda. Pero ni el fiscal ni los jueces supieron aprovechar esos tres puntos débiles.

Enfrentada con la «anormalidad» de los delitos que se le atribuían, la «normalidad» del imputado, ya fuera física o mental, planteaba a los jueces el problema de su situación de responsables. Preciso es decir que el abogado defensor y el acusado hacían uso de la imagen de «normalidad» con estos argumentos: las inocentes y puntuales asistencias a prácticas de devoción —misas rotativas, confesiones y comuniones— a que se entregaba Verzeni; el hecho de que hasta los veintidós años no hubiera aún tenido relaciones íntimas con mujeres ni se hubiera permitido solitarios escarceos eróticos, su comprobada repugnancia a asistir a la muerte de los pollos (que son sacrificados, como se sabe, retorciéndoles el cogote). «Ahora que la rueda ha girado tanto», hoy no existe aprendiz de abogado que no sepa cuán contraproducentes son esos argumentos. Pero en aquellos días servían para la defensa de cualquiera.

De todas maneras, para afrontar con justa ayuda de la ciencia el problema de la responsabilidad del acusado, la corte se dirigió a aquel que en esos momentos era la luminaria máxima de la criminología: el profesor Cesare Lombroso, fundador de la «escuela positiva del derecho penal».

El profesor Lombroso no puede, como es lógico, pronunciarse así, de inmediato. Pide que se realice primero, y bajo responsabilidades de algunos especialistas «un examen cuidadoso del fondo de los ojos del acusado, porque la retina es casi una ventana a través de la cual se entrevé el cerebro» y que, después, le entreguen al acusado con el pelo cortado al cero, como un conscripto, para que sea posible proceder a las mediciones «craneométricas», indispensables a fin de determinar si se trata o no de un delincuente. Ante esta segunda petición, el fiscal se opone con énfasis: si lo raparan, ¿cómo conseguirían los testigos reconocerle? Objeción aceptada: se le cortará el pelo, pero después de que se hayan llevado a cabo los reconocimientos.

Una vez que el profesor le tiene entre manos, no necesita más de una semana para ejecutar su pericia a fondo. Y no lo hace sólo con el acusado, sino que, de acuerdo con los cánones de su «escuela», examina también a los padres, a los abuelos, los tíos y primos del acusado. El padre tiene señales de pelagra, dos tíos son «cretinoides» (uno en especial: cráneo pequeño y en punta, nada de barba, un testículo atrófico y otro inexistente), un primo padece de hiperemia cerebral y otro es «reincidente en el hurto». La madre, la abuela viva, los abuelos y bisabuelos difuntos «no muestran enfermedades significativas». En resumen: nada más de lo que se advertiría indagando sin tanto aparato en la familia. El término «cretinoide», además, vale como eufemismo de la voz cretino. «Además del cretino —explica el profesor— tenemos al “cretinoide”, que a la vez participa de las características del primero y de las del hombre normal y sano.» Y es sin duda cosa de lamentar que esta palabra no haya salido del campo de las pericias del criminólogo para entrar en el uso corriente: hoy sería tan necesaria que se la adjudicaría a aquellos que participan del cretinismo dando muestras de utilizar los instrumentos de la inteligencia.

De acuerdo con el profesor, Verzeni no podía ni siquiera ser considerado como «cretinoide», exactamente. Sólo estaba afectado por «aquella ligera infición cretinoide y pelagrosa que fluía a partir de sus parientes y que dejaba señales en el lóbulo frontal derecho y rompía el equilibrio entre las facultades afectivas y los apetitos». Pero, en resumen: que estas afecciones unidas a las represiones ejercidas por el ambiente familiar y la evidente «libido del casto» hubieran podido promover un estado de inconsciencia en los delitos y por ende de irresponsabilidad, fue una hipótesis que el profesor excluyó decididamente. A lo sumo, la cosa podía plantearse así: «responsable plenamente al iniciar el acto, menos responsable en el delirio del acto» —y de vuelta a la plena responsabilidad inmediatamente después, al ocultarse y al defenderse.

Leído el peritaje del profesor Lombroso, el fiscal, caballero Quintavalle, inició su arenga. Evocó a las víctimas en vida: «vivaz, inteligente y lozanísima, modelo para sus compañeras por su laboriosidad y pureza de costumbres» era Giovannina Motta; «madre de dos tiernos hijos, uno de ellos lactante aún». Elisabetta Pagnoncelli. Las hizo ver después ya muertas, sin ahorrar los detalles más sórdidos. Y, por último: «no me queda ahora más que abroquelarme en el juicio de los expertos». Allí se abroqueló, de manera inexpugnable.

Para Verzeni, fueron trabajos forzados de por vida.

(De: El mar color de vino, 1973. Traducción: Ana Coldar)




¿Tú dispararías? Más allá de Putin y Biden Por Juan Carlos Monedero

 30/04/2023  

Soldados británicos y alemanes se encuentran en tierra de nadie durante la tregua de Navidad de la Primera Guerra Mundial, en 1914.

Con novedad en el frente

Parece que Zelenski, después de hablar con el presidente chino Xi, está dispuesto a explorar las vías diplomáticas. Supongo que los medios  y los periodistas que han insultado a los que han defendido la vía diplomática insultarán ahora a Zelenski y a Xi Jinping. O se quedarán callados, porque hay un tipo de periodismo que, priorizando la prudencia, solo vale para interpretar los deseos de los poderosos. No hace falta ni que nadie les llame. Cuando las señales son confusas, callan, no vayan a equivocarse. Por eso hacen con frecuencia el ridículo en las redes y en las tertulias, porque su inmediatez les lleva a opinar sin mucho sosiego, de manera que, cuando cambia el viento -que lo hace en sintonía con la frecuencia con la que se mueven las nubes- es complicado acertar. Igualmente, supongo que algunos de los que en Ucrania asesinaron a sus compatriotas que defendieron esa vía, estarán considerando un magnicidio contra el presidente de Ucrania. Espero que la diplomacia europea impida que ocurran esas cosas en el interior de Europa. Esas cosas pueden ocurrir en la jungla del mundo, pero no en en el oasis de la civilización.

No es verdad que la primera respuesta de los seres humanos a una agresión sea atacar. Incluso los chimpancés tienen mecanismos de resolución de conflictos que eviten la confrontación. En una pelea, los dos machos -suelen ser los machos los que solventan las cosas como si no hubiera lenguaje- saldrán heridos, incluido el ganador y será más fácil a cualquier depredador encontrar la cena. La corresponde a una hembra, que tiene esa función en la manada, activar la respuesta, acudiendo al lugar de la disputa -los concernidos gritan para atraer a la pacificadora-. Después de escuchar a las partes y evaluar la situación, zanja quién es el culpable y pone el castigo correspondiente, que siempre pasa porque el sancionado ofrezca una disculpa al ofendido y le ofrezca alguna reparación (a menudo basta hacerle unos cariñitos despiojándole la cabeza). Algunos miembros de nuestras comunidades quizá preferirían morir. Hay humanos que no siempre dan muestras de estar más evolucionados que los monos.

La banalidad del mal también descansa

Cuenta el escritor holandés Rutger Bregman en su libro Dignos de ser humanos (Barcelona, Anagrama, 2021) que el momento de paz compartida que vivieron los soldados en lucha durante la primera Navidad de la Primera Guerra mundial en 1914 no solo fue real, sino que es expresión de un comportamiento profundo de los seres humanos. La BBC realizó un documental, Paz en tierra de nadie, que demostraba que los soldados, aprovechando la Nochebuena, desobedecieron a los generales, desterraron las soflamas de los políticos pendencieros y confraternizaron en mitad de aquella escabechina. "En dos terceras partes del frente británico -escribe Bregman- se interrumpieron las hostilidades durante los días de fiesta. En la mayoría de los casos fueron los alemanes quienes tomaron la iniciativa y les tendieron una mano a los británicos, aunque también hubo muchos casos en los frentes francés y belga. En total, más de cien mil soldados depusieron temporalmente las armas".

La Primera Guerra Mundial fue una guerra interimperialista, es decir, una guerra entre potencias imperiales que quería repartirse, casi a la desesperada, el botín americano, africano y asiático. Alemania se incorporó con entusiasmo a esa carrera imperial porque, como nación tardía (se unifica en 1871) había llegado igualmente tarde al reparto colonial. Además, la nueva nación se sentía fuerte gracias al impulso militarista con que nació la Alemania de Bismarck (victorias contra Dinamarca, contra Francia e, incluso, contra Austria, con la severa derrota a los austríacos en Sadowa que determinó que la buscada gran Alemania no tendría lugar por el enfado de Austria).

La guerra mundial contó, además, con un ánimo social alimentado por la intelectualidad, las universidades, los púlpitos, los medios, la literatura, la radio y cuantos dispositivos ideológicos hubiera en cada país. El mensaje que lanzaron era que el mundo europeo estaba cansado, falto de épica, aburrido en su cómoda mediocridad burguesa. Como si los jóvenes tuvieran que escoger entre el suicidio provocado por el tedio o la guerra purificadora. Ernst Jünger, uno de los autores de ese mensaje, pintó en Tempestades de acero (1920) esa alabanza de la camaradería bélica, esa ruptura de la monotonía que suponía marchar al frente, esa apuesta por la adrenalina que superaba las juergas nocturnas y ebrias de los estudiantes y los aburridos romances que afeminaban el carácter.

La realidad era menos luminosa salvo por las chispas y los incendios. Fue la realidad de las trincheras, del barro, de las bombas, fue la de la guerra química y los gases tóxicos, de los pulmones y los ojos convirtiéndose en fuego, la de avanzar en la niebla sin apenas ver nada ni cuando disparabas ni cuando te disparaban, eran los gritos desgarrados de los moribundos en esa tierra de nadie entre dos frentes, eran los lanzallamas y los gritos de los oficiales para que no hubiera misericordia. Era el miedo a matar y a que te mataran.

Sólo ese discurso encendido y cacofónico acerca del valor y la patria, esa apelación vocinglera a la nación aburrida, ese cuento vano acerca de la excelencia de compartir el barro y el frío, como si de un viaje de aventuras se tratara, explican la insensibilidad durante tanto tiempo de las sociedades europeas a la locura de la guerra química en las trincheras, a los cuerpos despedazados y los campos devastados. Los que impulsan las guerras son, como les llamó Kurt Tucholsky, asesinos o criminales de escritorio (Politische Justiz, 1921). Criminales y asesinos en cualquier caso. Hannah Arendt usó también la expresión criminal de escritorio señalando a Adolf Eichman. No es verdad que Eichman fuera un oscuro oficinista que sólo obedecía órdenes. Era un nazi sin escrúpulos que estaba orgulloso de haber asesinado eficientemente a millones de seres humanos, principalmente judíos: "¡No me arrepiento de nada! (...) Iré a mi tumba con una sonrisa, porque tener en la conciencia la muerte de seis millones de enemigos del Reich es para mí una fuente de enorme satisfacción", dijo en su juicio.

La "banalidad del mal" no debe entenderse como que cualquiera tiene un nazi dentro, porque no es verdad. Un nazi dentro lo tienen los nazis, no todos los seres humanos. Quien piensa lo contrario está comprando los argumentos de los asesinos de escritorio. La banalidad del mal se refiere a lo que diferencia a un psicópata carente de cualquier empatía de un tipo de extrema derecha a quien su ideología le llevará a comportarse, cada vez que le toque, como un monstruo. El amor de Eichman a Hitler estuvo muy por encima del amor a otros seres humanos, como los judíos. Mentalidad de guerra.

La reciente película alemana Sin novedad en el frente (Edward Berger, 2022) ha renovado la discusión sobre la guerra y la paz. Basada en la, en su momento insultada novela pacifista de Erich Maria Remarque (1929), muestra una realidad poco épica sobre la maldad de la guerra. Porque en definitiva,  los soldados, fueran alemanes, franceses, británicos, belgas o rusos, no querían ni matar ni morir, huir era la primera de las opciones, las bayonetas apenas se usaron porque el que mata así también se muere un poco, la mayor mortalidad la causaron las bombas y solo un pequeño porcentaje de los soldados fue responsable de la mayor parte de muertes por bala. No había una maldita gota de gloria en esa locura alimentada por políticos y generales que no iban al frente, que pedían más armas para que otros mataran y murieran y que tenían enormes dificultades para firmar la paz o el armisticio. En la guerra salía, es verdad, la camaradería, y la guerra alimentaba la violencia solo para defender a tus amigos. Pero cuando se daba la ocasión, tus enemigos estaban también más cerca de tu humanidad que de tu inhumanidad

Postales navideñas de paz

La Navidad de 1914, recuerda Bregman, no fue la excepción, porque hay noticia de sucesos similares en la guerra civil española, en la guerra de los bóeres en Sudáfrica, en la guerra de secesión en los Estados Unidos (aunque le moleste a Trump, igual que les molesta la fraternidad que desarrollaron soldados blancos y negros en la guerra civil norteamericana y durante la Segunda Guerra Mundial, donde, pese a estar separados, terminaban espalda con espalda peleando contra un mismo enemigo), pasó en la guerra de Crimea y también en las guerras napoleónicas. Pero la recaída en la humanidad que tuvo lugar en esa tierra de nadie es una señal de que debajo de un soldado reclutado hay un ser humano.

¿Nos sirve esa reflexión para pensar la guerra en Ucrania? Rutger Bregman se pregunta: "Cada vez que releo las viejas cartas de los soldados, me viene una pregunta a la cabeza: si hasta ellos fueron capaces de algo así en medio de una infernal guerra que acabaría costando la vida a un millón de soldados, ¿qué nos impide a nosotros, en estos tiempos, salir de nuestras trincheras?". Porque en la Primera Guerra Mundial, cuando en las diferentes trincheras empezaron a cantar las mismas canciones, el dedo en el gatillo se congeló. Comparten funerales, abren botellas de vino que beben los que horas antes querían matarse, entonan El señor es mi pastor, melodía que comparten aunque unos digan The Lord is my Shepherd  y otros Der Herr ist mein Hirt. Los más decididos salen de la trinchera y van a saludar a los de la trinchera de enfrente. Nadie se dispara, comienzan un partido de fútbol, se enseñan fotos que guardan como un talismán de vida.

Malcolm Brown y Shirley Seaton recogen ese rebrote de humanidad en Christmas Truce. The Western Front December 1914, (Pan Books, 2014) contando la historia de esa compañía escocesa que aceptó la invitación alemana para intercambiar tabaco. En mitad de la oscuridad de la guerra salieron a la luz, donde podían dispararles, para echar juntos un cigarro. Y las luces de los cigarros en la noche dejaron de ser un blanco para matar para ser, otra vez, una señal de vida.

Cerca de la Chapelle-d’Armentières pasaron cosas, recuerda Bregman, muy ajenas a lo que los generales esperaban:

"En torno a las siete, tal vez las ocho de la tarde, Albert Moren, del segundo batallón del Queen’s Royal Regiment, se frota los ojos, incrédulo. ¿Qué es aquello que se ve al otro lado? Cada vez se encienden más luces. Farolillos, antorchas y... ¿árboles de Navidad? De pronto, oye claramente el sonido de una melodía. Los alemanes están cantando Stille nacht, heilige nacht. Noche de paz. Nunca le había sonado tan bien un villancico. Nunca lo olvidaré, recordaría Moren más tarde. Fue uno de los puntos álgidos de mi vida (...) Los británicos, naturalmente, no quieren ser menos y entonan The First Noel. Los alemanes aplauden y responden con O Tannenbaum. Así siguen durante un rato, hasta que finalmente cantan todos juntos Adeste fideles. En latín, la lengua que los une. Fue increíble, recordaría años después el soldado Graham Williams, dos naciones cantando el mismo villancico en medio de una guerra".

Senderos de gloria, o de pacifistas y guerreros

La reciente visita de Lula Da Silva a España ha sido un recordatorio de la necesidad de la paz en Ucrania, que ahonda en el mensaje de Xi Jinping, de Gustavo Petro o de Andrés Manuel López Obrador. Contrasta con el ánimo belicista de Putin, de Zelenski, de Biden o de Josep Borrell. Una guerra en un terreno donde, hace muy poco tiempo, rusos y ucranianos fumaban juntos, jugaban al fútbol juntos y hacían familias juntos. Los que defienden con ahínco la guerra, no van ellos a la guerra ni mandan a sus hijos a la guerra.

Ayer, como hoy, vendedores de armas, medios de comunicación y políticos sin ideas proclaman el odio y deshumanizan al adversario para justificar su asesinato. Las redes colaboran, llenan de frustrados que solo se sienten vivos pensando en odiar, en matar, en ser sólo porque tienen la capacidad de lograr que otros seres humanos no sean.

En cuestiones de guerra y paz, es cierto que "aquellos que nunca han visto de cerca la guerra son los más intransigentes" (suele pasar algo similar con los inmigrantes). Es curioso ver a analistas de izquierdas entregados a un ánimo belicista inversamente proporcional a su voluntad de coger un fusil. Los políticos, los comerciantes de armas y los generales tiene intereses geopolíticos y empresariales que no es verdad que coincidan con las necesidades de los pueblos. ¿No es posible la reconciliación en Ucrania, en Yemen, en Siria, en Palestina?

Durante la etapa del neoliberalismo se ahondó en la idea de que la sociedad o no existía o si existía no era sino una lucha de todos contra todos. El bombardeo en esa dirección fue apabullante. Ahí hay que entender el best seller El gen egoísta de Richar Dawkins -él mismo se disculparía después por la errónea conclusión que se sacó de su libro y que él contribuyó a propagar-, la conversión en un sentido común del derecho del pez grande a comerse al chico, de la supuesta tragedia de los comunes (una de las operaciones ideológicas más nauseabundas en las que ha colaborado la academia) donde la cooperación no existe. Si el ser humano es malo por naturaleza y estamos abocados a la guerra, si vis pace, para bellum.

En la guerra, la primera víctima no es la verdad, sino la humanidad y, en paralelo, la inteligencia. En España, gente cobarde y también gente que considero sensata viene señalando a todos los que se oponen al envío de armas, a los que alertan del peligro de la escalada bélica y apuestan por la negociación y la presión diplomática internacional. Nadie decente quiere que Putin se salga con la suya ni nadie decente puede ignorar que en todos los países donde ha entrado la OTAN el escenario que ha dejado ha sido de muerte y destrucción. Ucrania se lleva equivocando desde 2014 jugando a los intereses bélicos de la OTAN, y Putin, un autócrata de extrema derecha, está llevando a Rusia al desastre. La jauría cobarde -y también otros que parecían sensatos- ha decidido señalar a la periodista rusa y colaboradora de Canal Red, Inna Afinogenova, señalándola como una suerte de agente encubierta del Kremlin, en una acusación más propia de una película de la guerra fría que de la realidad de una persona que ha dejado su país, su trabajo y su familia porque no está de acuerdo con la invasión de Rusia a Ucrania y ha preferido el dolor del exilio a la vergüenza de apoyar una guerra que le resulta inconcebible. Por supuesto, los que han señalado a Afinogenova no destacan por la denuncia del encarcelamiento de su colega español Pablo González, detenido desde hace más de un año en Polonia, por la defensa de periodistas censurados como Jesús Cintora o por denunciar la imputación de dueños de medios de comunicación como José Creuheras, de Antena 3/Planeta. Los periodistas y, en especial los tertulianos y presentadores, saben que determinadas cosas no deben decirlas si quieren continuar en los platós.

Viendo las imágenes de Ucrania, la humanidad, ese sentimiento que nos ha traído al homo sapiens hasta aquí, está con Lula y no con Putin ni Biden, está con Petro, con López Obrador, con Ione Belarra, con el Papa Francisco y no con los que quieren más aviones, más misiles, más tanques y más bombas. Nadie decente, no lo olvidemos, quiere que Putin se salga con la suya, ni nadie decente puede ignorar que EEUU ha jugado a acorralar a los rusos, a aislar a Alemania y a preparar su confrontación contra China en suelo europeo. La guerra vino en la evolución de los seres humanos con nuestra condición sedentaria porque los ejércitos eran los que permitían las desigualdades. Acabar con las guerras y las desigualdades sigue siendo el programa principal de la humanidad. Porque solo así, además, dejaremos de devastar la tierra.



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