UN MITO KITSCH del siglo XX: La Madre Madre Teresa Calcuta


La Madre Teresa no predicaba con el ejemplo


Un estudio elaborado por académicos canadienses demuestra que sus misiones eran verdaderas "casas de la muerte" y que los millones que recibió su fundación no se corresponden con el coste de sus obras de caridad
"Su manera dudosa de cuidar a los enfermos, sus contactos políticos cuestionables, su sospechosa gestión de las enormes sumas de dinero que recibió y sus puntos de vista excesivamente dogmáticas relativos, en particular, al aborto, la anticoncepción y el divorcio" han levantado recelos sobre una de las santas más aclamadas del siglo XX: la Madre Teresa de Calcuta. Según se desprende de un estudio de la universidades canadienses de Ottawa y Montreal, y del que se hace eco el diario del mismo paísUdemNouvelles, el mito de altruismo que rodea la figura de Agnes Gonxha, como se llamaba realmente, no se correspondería con la vida de una mujer que podría no haber sido tan santa como se ha dicho hasta ahora.
"En la búsqueda de documentación sobre el fenómeno del altruismo para un seminario sobre ética, uno de nosotros tropezamos con la vida y obra de una de las mujeres más célebres de la Iglesia Católica. La descripción era tan extática que despertó nuestra curiosidad y nos empujó a seguir investigando". Así lo explica el profesor Serge Larivée, que junto a Genevieve Chenard, ambos pertenecientes a la Universidad de Montreal, y a Carole Sénéchal, de la Universidad de Ottawa, publicaron a principio de este mes su estudio en la revista Studies in Religion/Sciences religieuses.Como resultado, los tres investigadores recopilaron 502 documentos sobre la vida y obra de la Madre Teresa. Después de eliminar 195 copias, consultaron 287 documentos para llevar a cabo su análisis, que representan el 96% de la literatura sobre la fundadora de la Orden de las Misioneras de la Caridad (OMC).
Aseguró que "el mundo gana con el sufrimiento de los pobres", pero ella fue a un hospital moderno de EEUU
Durante su vida la Madre Teresa abrió 517 misiones de acogida para los pobres y enfermos en más de 100 países. Sin embargo, estas misiones han sido descritas como "casas de la muerte" por los médicos que las visitaron y trabajaron en ellas en la ciudad de Calcuta. Según explica el artículo del diario canadiense, dos tercios de las personas que acudieron esperaban encontrar atención médica, mientras que el otro tercio sólo esperaba encontrar una muerte en mejores condiciones. Lo que se encontraron los doctores fue una gran falta de higiene, unas pésimas condiciones de atención, alimentación inadecuada y una importante falta de analgésicos.
No obstante, le problema no era la falta de dinero, pues la Fundación creada por la propia Agnes Gonxha había recaudado cientos de millones de dólares. Más bien el problema resultó ser su particular concepción cristiana sobre el sufrimiento y la muerte. Ella misma dijo que "hay algo hermoso en ver a los pobres aceptar su suerte, sufren como la Pasión de Cristo. El mundo gana mucho de su sufrimiento", para responder a las críticas, según recogió el ya fallecido periodista Christopher Hitchens. Pero ella no se consideraba pobre, por lo que su sufrimiento no ayudaba a nadie. Cuando requirió cuidados paliativos los recibió en un hospital moderno de Estados Unidos.
Tras recibir millones de dólares del dictador Duvalier sólo envió oraciones a la India. Se desconoce qué fue del dinero Tras las inundaciones en la India y la explosión de una planta de pesticidas en Bhopal, ofreció numerosas oraciones y medallas de la Virgen María, pero en ningún momento envió una ayuda monetaria directa, pese a que su fundación ya contaba con importantes recursos. Además, no mostró ningún tipo de reparo para aceptar la Legión de Honor y una beca de la dictadura de Duvalier en Haití. Con esa operación, le fueron transferidos millones de dólares a cuentas bancarias de la Orden de las Misioneras de la Caridad. A día de hoy el estado de esas cuentas sigue siendo secreto. Ante estos hechos, el profesor Larivée se pregunta: "Teniendo en cuenta la gestión parsimoniosa de las obras de caridad de la Madre Teresa, uno puede cuestionarse dónde se han ido los millones de dólares que iban para los más pobres de los pobres".
Tras esta realidad perturbadora, los académicos también se preguntaron cómo consiguió construir su imagen de santidad y bondad. Y sus investigaciones les llevaron a la reunión que tuvo lugar en Londres en 1968 con el periodista británico de la BBCMalcom Muggeridge, conocido por sus posiciones políticas derechistas y en contra del aborto, algo en lo que coincidían ambos personajes. De esta forma, en 1969 el periodista rodó un elogioso documental que pintaba a Teresa como una verdadera santa bienhechora a los ojos del mundo. En los años siguientes, y gracias a esta imagen construida, ella pudo viajar por todo el mundo y recibir, entre otros premios, el Nobel de la Paz. En la gala de entrega, aseveró que "el mayor destructor de la paz hoy en día es el aborto, porque es una guerra, una matanza, un asesinato de la propia madre".
"El mayor destructor de la paz hoy en día es el aborto" Después de su muerte, en el momento en el que el Vaticano decidió santificarla, le atribuyeron el milagro de haber curado a una mujer, Mónica Besra, quien había estado sufriendo de dolor abdominal intenso. Ella dijo que después de que Gonxha le colocara una medalla se esfumó su dolor. Sin embargo, lo que la Iglesia consideró "milagro" varios médicos aseguraron entonces que fueron medicamentos y drogas los que hicieron desaparecer el dolor del quiste de ovario y la tuberculosis que sufría.

Disidencias. La izquierda y el ‘kitsch político’



Por Alberto Adrianzén M.

A lberto Adrianzén M. (*)

Un dato relevante del año que pasó, además de los ya conocidos, es la incapacidad de la izquierda (o del progresismo) por constituirse, cuando menos, en un actor de mediana importancia en la política peruana. Su dificultad, para no insistir en su incapacidad, es aún más evidente si se toma en cuenta lo que hoy sucede en la región, pero sobre todo en países tan cercanos como Bolivia, Colombia y Ecuador donde uno de los elementos centrales es la construcción de nuevas representaciones políticas del campo popular.

A ello se suman otros hechos de sello nacional: las dificultades del Ejecutivo y del presidente García por legitimarse políticamente pese al buen año económico; las protestas regionales que casi ponen en jaque al régimen; el giro abiertamente derechista del gobierno; la progresiva desnacionalización de nuestra economía; los inicios de la quiebra del estado de derecho que viene provocando el Jurado Nacional de Elecciones al desacatar la sentencia del Tribunal Constitucional respecto al referéndum de los fonavistas. Si bien la lista puede ser más larga, los hechos reseñados son suficientes para mostrar cuán lejos está el progresismo de la política hoy día.

Una de las causas de esta medianía, es la ausencia de una izquierda moderna, reformista, pero popular, capaz de organizar la política en función a la polaridad izquierda y derecha; es decir, de delimitar campos para generar nuevas identidades políticas. Y es que, luego de su crisis, la izquierda peruana se movió entre lo que Martín Plot llama el "kitsch político" y la "política ideológica". (El kitsch político. Edit. Prometeo Libros. Argentina)

El primero, es "aquel tipo de práctica política que tiende a reducir a un mínimo de creatividad implícita a toda política democrática, limitándose a sí misma a la manifestación de posiciones públicas que cumplan con la condición de haber sido suficientemente testeadas acerca de su potencial aceptación pública. El kitsch político implica, en breve, (…) el hecho de que el sentido que la acción asume en el espacio político es determinada por la interpretación de los espectadores".

El segundo -que es lo inverso al kitsch político- "es ese tipo de práctica que, si bien suele fundamentarse en claros e incluso innovadores principios, sin embargo rechaza de manera categórica las limitaciones que cualquier acción política democrática (…) encuentra en el juicio público del resto de los cociudadanos".

La izquierda (o los izquierdistas) del "kitsch político" sería aquella práctica que hace seguidismo a la opinión pública. Se expresa en esta idea que para hacer política solo se requiere un buen manejo de la opinión pública, olvidándose que la política es una herramienta de transformación; pero también en aquella otra que solo se mueve en el campo del sentido común sin trasgredirlo. Son aquellos que buscan el centro, porque eso muestran las encuestas como deseable; que hablan de incluir, olvidándose que todo acto de inclusión político es al mismo tiempo un acto de delimitación de campos, de fuerzas en conflicto porque existen intereses distintos. Es la izquierda -o, mejor dicho los izquierdistas- que tienen que agradar primero a la derecha (porque ahí se mueven) para poder hablar sobre la izquierda.

Los segundos son los eternos dirigentes. La vieja izquierda (o los viejos izquierdistas) que no entienden la realidad, ni el valor de la reforma y mucho menos de la democracia. Son los autoritarios de siempre, los eternos "dueños" de las organizaciones populares y del pensamiento progresista. Aquellos que creen que "la historia está de su parte", que están "condenados a vencer" y que se consideran los auténticos representantes del pueblo cuando, en realidad, lo que defienden son pequeños intereses de grupos minoritarios.

Por eso, si la izquierda quiere dejar de ser irrelevante en el país tiene que optar: dejar los círculos de la derecha y de los izquierdistas en los que se mueve. Acaso la alternativa, como hoy ocurre en países como Ecuador, Bolivia o Colombia (más allá de la opinión que se tenga de estos procesos) es la de construir una nueva mayoría política de indudable sello popular.

Hoy la legitimidad de una izquierda renovada no está ni en la derecha ni en los pequeños círculos izquierdistas sino donde siempre estuvo: en las demandas y sueños de un pueblo que hace tiempo busca ser mayoría en este país.


(*) www.albertoadrianzen.org

No hay camino al paraíso [Cuento. Texto completo.] Charles Bukowski


Yo estaba sentado en un bar de la avenida Western. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros... Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.

Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no di la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.

-Escocés con agua -contesté.

-Y sírvale al señor un escocés con agua -le dijo al cantinero.

Bueno, esto no era muy normal.

Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.

-Ahora los hacen así -dijo ella-. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000 dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.

Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las pequeñas mujeres.

-¡Tú, perra! -dijo-. No quiero saber nada más de ti.

-¡No, George, no puedes hacerme esto! -gritaba ella llorando-. ¡Yo te amo! ¡Me mataré! ¡Te necesito!

-No me importa -dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con gesto altivo-. Tengo derecho a hacer lo que me dé la gana.

-Si tú no la quieres -dijo el otro hombrecito- yo me quedo con ella, la amo.

-Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.

-Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.

-Lo sé, pero lo amo de todos modos.

Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.

-Creo que se me está formando un triángulo -dijo la señorita que me había invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.

-¿No es triste mirar todo esto? Eh... ¿Cómo te llamas?

-Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.

-Yo soy Hank. ¿Pero no es triste...?

-No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores, una suerte horrible, a decir verdad.

-Todos tenemos una suerte horrible.

-Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo mirándolos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.

-¿Son sexys?

-¡Muy, muy sexys! ¡Dios, me ponen de verdad caliente!

-¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos juntos.

-Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.

-¿Y lo hacen a menudo?

-Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.

Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.

-Escucha -decía Marty-, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna...

-No -decía la pequeña Anna-, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.

George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a calentarse.

-Ruthie está empezando a calentarse -le dije a Dawn.

-Sí que lo está. Está empezando de verdad.

Yo también me estaba excitando. Abracé a Dawn y la besé.

-Mira -dijo ella-, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y que lo hagan allí.

-Pero entonces no podré verlo.

-Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.

-De acuerdo -dije- vámonos.

Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones... Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.

-Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es grande? -me preguntó.

-Sí que lo es -contesté.

Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía de dos copas.

-Perdona -dijo- pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?

-Soy escritor.

-¿Y vas a escribir algo acerca de esto?

-Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.

-Mira -dijo Dawn- George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un poco de hielo?

-Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tipo va bien derecho.

-No sé -dijo Dawn-, pero de verdad que me excita mirarlos. Quizás es porque son tan pequeños. Realmente me calientan.

-Entiendo lo que quieres decir.

-Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.

-Sí, allá van.

-¡Míralos!

-¡Dios o la puta!

Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.

El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.

-Mira -decía Marty-, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!

-¿Oíste eso? -le pregunté a Dawn-. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?

-Espero que sea verdad -dijo Dawn.

La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo largo del cuello.

-Te amo -dije.

-¿De verdad? ¿De verdad?

-Sí, de alguna manera, sí...

-De acuerdo -dijo la pequeña Anna al pequeño Marty- podemos hacerlo nosotros también, pero que quede claro que yo no te quiero.

Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada...

Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.

-Estuvo tan bien -dijo.

-Fue un placer -contesté.

Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.

-¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? -me preguntó.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.

-No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.

Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.

Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.

-¡Oh, Dios mío!

-Qué ha pasado?

-Anna se lo hizo.

-¿Qué le hizo?

-¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!

-¡Uau!

-¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!

-Ese hijo de puta -decía la pequeña Anna desde la mesita de café- si yo no puedo tener a George, nadie lo tendrá.

-¡Ahora las dos me pertenecen! -dijo Marty.

-Ah no, tienes que elegir una de nosotras -dijo Anna.

-¿A cuál prefieres? -preguntó Ruthie.

-Yo las amo a las dos -dijo Marty.

-Ha parado de sangrar -dijo Dawn -se está quedando frío.

Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.

-Quiero decir -dijo Dawn- que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir por más tiempo.

-Creo que te amo, Dawn -dije.

-Mira -dijo ella-. ¡Marty está abrazando a Ruthie!

-¿Crees que van a hacerlo?

-No sé. Parecen excitados.

Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.

-¡Déjenme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Déjenme salir! -gritaba.

George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía dónde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.

-¡Mataré a todo el mundo! -gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de alambre a las tres de la madrugada.


FIN

El inmortal (El Aleph (1949) Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges
(1899–1986)





      Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
                  Francis Bacon, Essays, lviii


         En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Iliada halló este manuscrito.
         El original esta redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.
I
          Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
          Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenia el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mi, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
          Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
         Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
          La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
          No sé cuántos días y noches rodaron sobre mi. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
          La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idólatras en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
          He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
          En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mi. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
          Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fabrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fabrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con mas horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras; la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, esta subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiandose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
          No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.
III
         Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podía seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperandome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
          La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea. Y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún mas extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
          Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venia a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche: bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lagrimas. Argos, le grité, Argos.
          Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
          Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabia de la Odisea. La practica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
          Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
IV
         Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hacía que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fabrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
          Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
          Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabia que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Herálito. El pensamiento mas fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
          El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la mas honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer mas complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamas he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
          Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
          La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.
V
         Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1038 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Iliada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí e1 origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
          ...He revisado, al cabo de un año, estas paginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón mas íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
          La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catalogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capitulo las incluye; ahí esta escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son mas curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece las aventuras de Simbad, de otro Ulises. y descubra a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
          Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

         Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el mas curioso, ya que no el mas urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien paginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capitulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
         A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

A Cecilia Ingenieros

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.


[2] Ernesto Sábato sugiere que el “Giambattista” que discutió la formación de la llíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.