Estreno de 'The Post': periodismo a la Spielberg

Basados en historias de sus personajes, Tom Hanks es el jefe de redacción Ben Bradlee y Meryl Streep la directora Katharine Graham,.Fotos: Niko Tavernise/20th Century Fox.

Basados en historias de sus personajes, Tom Hanks es el jefe de redacción Ben Bradlee y Meryl Streep la directora Katharine Graham,.Fotos: Niko Tavernise/20th Century Fox.


Steven Spielberg regresa cinco décadas atrás para contar cómo The Washington Postse volvió un periódico de prestigio en Estados Unidos.

Por: Natalia Díaz Zeledón 24 enero

Basados en historias de sus personajes, Tom Hanks es el jefe de redacción Ben Bradlee y Meryl Streep la directora Katharine Graham,.Fotos: Niko Tavernise/20th Century Fox.

Hace apenas un año, The Post. Los oscuros secretos del Pentágono era solo un libreto.

Era un buen libreto cuando la productora Amy Pascal lo compró en octubre del 2016, pero se convirtió en un mejor libreto después, cuando la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos se hizo inminente.

“No podía creer las similitudes entre el presente y lo que ocurrió durante la administración de Richard Nixon, contra sus enemigos jurados de The New York Times y The Washington Post. Me di cuenta que el 2017 era el único año para hacer esta película”, afirmó el director Steven Spielberg en entrevista con The Hollywood Reporter.




“La urgencia para hacer la película tiene que ver con el clima de la administración de Trump: están bombardeando a la prensa y llamando falsa a la verdad cuando les conviene”, dijo también a The Guardian.

En Estados Unidos, The Post se estrenó a mediados de diciembre en un museo periodístico de Washington (dos semanas antes de que finalizara la temporada de los Óscar). Este jueves llegará a cines ticos.

El thriller periodístico llega anunciada como una de las mejores películas del 2017 en varias listas distinguidas. Recibió seis nominaciones a los Globo de Oro y dos en los Óscar (mejor película y mejor actriz, para Meryl Streep).

Meryl Streep en su famoso papel. Fotos: Niko Tavernise/20th Century Fox.
Meryl Streep en su famoso papel. Fotos: Niko Tavernise/20th Century Fox.
Más impresionante aún es que la película se produjo en tiempo récord para una producción de este tipo: nueve meses de trabajo.

La misma historia



Steven Spielberg se involucró con el proyecto en marzo del 2017. Ese mismo mes se anunciaron los protagonistas: Meryl Streep encarnaría a la mítica Katharine Graham (1917-2001) y Tom Hanks a Ben Bradlee (1921-2014).

Pese a que las carreras de los tres, quizá el trío más respetado de Hollywood, se dispararon en épocas similares —Spielberg tiene 71 años, Streep 68 y Hanks 61—era la primera vez que Streep trabajaba con ambos.

En su historia, The Post regresa cinco décadas atrás, cuando las noticias se producían en tinta y el escándalo de Watergate no pertenecía al léxico popular (ahora, el sufijo gate describe cualquier escándalo de gran magnitud, político o no).

The Post retrata el trabajo de The Washington Post en 1971, año en el que consiguieron acceso a los “Papeles del Pentágono”, una investigación secreta que el gobierno hizo sobre los verdaderos fines de la Guerra de Vietnam entre los años 1945 y 1967 (limitar el control político de China sobre Asia).

Los documentos fueron primero asunto del New York Times: después de tres artículos de denuncia, una corte federal los obligó a detenerse, argumentando que arriesgaban la seguridad de Estados Unidos.

“Queríamos dejar claro que el Times ganó un Pulitzer por esa historia, esa fue su primicia”, dijo el coguionista Josh Singer a Vanity Fair.



Singer es conocido como el escritor acompañante del drama periodístico Spotlight, con el cual recibió el Óscar al mejor guion original en el 2015 (compartido con Tom McCarthy).

Con esa experiencia, realizó, en marzo del año pasado, un acompañamiento para la joven guionista Liz Hannah, para quien The Post es su primera experiencia cinematográfica.

“Cuando Josh Singer entró, trabajaron en las preguntas que Steven llevó a la mesa. Se preocupó poder definir claramente qué fueron los Papeles del Pentágono para una audiencia que es joven y no lo sabe. Escribieron un nuevo comienzo en Vietnam para mostrar el costo sangriento de esas vidas. Esta no es una historia sobre los papeles, es sobre la gente”, explicó Streep a Entertainment Weekly.

“Liz atinó en que Katharine Graham (antigua editora general del Washington Post) es una gran historia. La historia que queríamos era el origen de la relación entre ella y el jefe de redacción Ben Bradlee”, dijo Singer a Vanity Fair.

"Creo que solo te enfrentas a tu coraje en el momento en el que te piden que lo hagas", Meryl Streep a The Hollywood Reporter.

El drama de The Post es una especie de precuela a la cinta Todos los hombres del presidente (1975), que cuenta cómo el Washington Post consiguió revelar el escándalo de Watergate en 1972. Para ese momento, el periódico ya era un enemigo para el presidente Nixon.

“No importa que en 1971 los reporteros no tuvieran un celular, estaban lidiando con traiciones, con perseguir su propia ética y su sentido de identidad (...). Esto era antes de que el Post fuera el Post. Era un periódico de Washington, no es lo que es ahora”, dijo Hannah a Vanity Fair.
En 1983, Ben Bradlee en su oficina y a la derecha suya, Katherine Graham. Foto: cortesía archivo del Washington Post.
En 1983, Ben Bradlee en su oficina y a la derecha suya, Katherine Graham. Foto: cortesía archivo del Washington Post.
Katharine Kay Graham (1917-2001) fue periodista y editora de The Washington Post hasta el día de su muerte.


El legado de Katharine Graham en The Post

En 1983, Ben Bradlee en su oficina y a la derecha suya, Katherine Graham. Foto: cortesía archivo del Washington Post.



Su padre, Eugene Meyer, compró The Washington Post en 1933 cuando el periódico se había declarado en bancarrota. En 1946, Meyer fue nombrado el primer presidente del Banco Mundial y cedió la dirección del Post a su yerno, Phil Graham.

Tras el suicidio de su esposo, en 1963, Graham obtuvo el puesto. Era una situación inaudita para una mujer de la época.

“Solo te enfrentas a tu coraje en el momento en el que te piden que lo hagas”, dijo la actriz Meryl Streep, encargada de interpretar al personaje, en entrevista con The Hollywood Reporter.

“Cuando leí el libro de memorias de Graham (Personal History) y supe de la constante inseguridad que tenía, creía que no pertenecía a esa habitación y que su opinión no contaba, eso me pareció fascinante. Este es el ambiente en el que crecemos como mujeres: su autoengaño me sorprendió”, aseguró la actriz.

Parte de la mística que rodea a The Post tiene que ver con el uso de la imprenta, la tinta y el papel. Graham tomó el riesgo de publicar las historias de los Papeles del Pentágono incluso en conocimiento de que el Times había sido obligado federalmente a detenerse.

Sus consejeros, hombres todos ellos, le pidieron que se detuviera. La directora del periódico. tuvo que desafiarlos y probarse a sí misma como una líder indispensable.

“Hacía discursos en esa época, los hacía por otras razones pero los discursos se convirtieron en mi imagen en Wall Street, cuando la empresa abrió sus acciones en 1971. Creían que era esta mujer loca que tomaba todos los riesgos por la empresa. Empecé a hablar de excelencia y ganancia, peo lo hice para mostrarle a Wall Street que me interesaba la ganancia, ya que ellos pensaban que no.

”De verdad lo creí: si inviertes en un producto editorial, si construyes el negocio y su producción, eso va a trabajar. Lo hizo y lo hace”, le contaba Graham a los periodistas de NPR en 1997.

En el ojo de Spielberg
Meryl Streep, Steven Spielberg y Tom Hanks en 'The Post'. Foto: Niko Tavernise/Fox Pictures.
Meryl Streep, Steven Spielberg y Tom Hanks en 'The Post'. Foto: Niko Tavernise/Fox Pictures.

Con la fascinación usual de Spielberg por los héroes con orígenes ordinarios, la narración reconstruye el liderazgo que ejerció Katharine Graham forzada a responder ante una situación inevitable de crisis.

“Tienen que entender la pregunta con la que Katharine Graham presionaba a todos: ¿la publicación de los Papeles del Pentágono podrían causar heridas o muertes para los estadounidenses en la Guerra de Vietnam?”, cuestionó el director con The Hollywood Reporter.

En el corazón de la historia legal y política, Spielberg explora el peso emocional de la lealtad y confianza que se construye entre Graham y su jefe de redacción, Ben Bradlee.

"La urgencia para hacer la película 
tiene que ver con el clima de la 
administración de Trump: están bombardeando a la prensa y 
llamando a la verdad falsa 
cuando les conviene", 
Steven Spielberg a The Guardian

A la usanza de otras narraciones de Spielberg, The Post postula una pérdida de la inocencia de sus personajes, esta vez, sobre la manera en que el gobierno administra sus potestades.

Como se pregunta la famosa locución latina: ¿quién vigila a quienes nos vigilan?

LA CIENCIA COMPRUEBA ALGO QUE PARECÍA IMPOSIBLE: LA MÚSICA COMERCIAL ESTÁ CADA VEZ PEOR

LA IDEA DE LA DECADENCIA DE LA MÚSICA COMERCIAL DE LA ACTUALIDAD NO ES UN JUICIO SUBJETIVO O IDEOLÓGICO SINO QUE EN REALIDAD ESTÁ SUSTENTADA


..
En gustos se rompen géneros y, obviamente, la mejor música es la que más te gusta. Así de simple. Sin embargo, a la hora de tratar de establecer ciertos criterios objetivos para evaluar la calidad o riqueza de un género o artista determinados, se pueden extraer conclusiones fidedignas. 

En relación a lo anterior, recientemente se llevó a cabo un estudio coordinado por Joan Serr del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial (IIIA), perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, con el fin de analizar la "evolución" de la música pop a lo largo del último medio siglo. 

Para navegar analiticamente por las entrañas de este género musical, los investigadores definieron tres aspectos: 

Timbre (el color del sonido la textura o la calidad del tono); pitch (a grandes rasgos corresponde a la armonía contenida en la pieza, incluyendo los acordes, la melodía y los arreglos tonales) y volumen.

Tras estudiar la música actual, en particular del género pop, Serr y su equipo notaron que la variedad timbral ha disminuido significativamente desde 1955. Esto significa que las canciones son cada vez más homogéneas (lo cual nos remite a la frase "todo suena igual", lo que al parecer es una acusación atinada). También se determinó que el pitch ha disminuido, es decir cada vez se incluyen menos acordes y melodías, ante lo cual Scientific American, publicación que difundió la investigación, advierte:

Los músicos actuales son mucho menos arriesgados al momento de moverse de un acorde o nota a otro, y en lugar de ello prefieren seguir los senderos definidos por sus antecesores y contemporáneos. 

Finalmente se descubrió que en lo que a volumen se refiere, el promedio en la música actual es cada vez mayor, lo cual también sirve para maquillar la carencia del hilado fino que le caracteriza. De acuerdo con el estudio, la música comercial aumenta en 1 decibel cada 8 años. 

En fin, todo parece indicar que el pop y --aunque en menor medida, también-- la música comercial realmente siguen una tendencia de abaratamiento estructural a favor de anticualidades como la homogeneización, la predictibilidad y la nula innovación. 


Bertrand Russell. La conquista de la felicidad. Texto completo y audiolibro




Es uno de los grandes personajes de la cultura occidental del pasado siglo. Pocos como él supieron aunar tan bien la precisión intelectual con la habilidad divulgativa, el compromiso político con una radical independencia en sus opiniones y criterios. Filósofo, matemático y autor de obras que abarcan los más diversos intereses, desde la lógica a la religión, Bertrand Russell ejerció una notable influencia en el pensamiento de las sucesivas generaciones que crecieron en el conflictivo siglo XX. Con la publicación de La conquista de la felicidad, Russell quiso ofrecer algunas "recetas" que, según explica, "han hecho aumentar mi propia felicidad siempre que he actuado de acuerdo con ellas". No están exentas estas recomendaciones de advertencias con cierto afán polémico, como cuando afirma que "la envidia es la base de la democracia", o también revestidas de un tono jocoso y crítico, como cuando asegura que "con la invención de la agricultura, la vida comenzó a volverse tediosa, excepto para los aristócratas, por supuesto, que seguían estando -y aún siguen- en la fase cazadora". Las reflexiones de Bertrand Russell, que combinan la audacia con el rigor, están concebidas como una invitación a romper con la rutina y arriesgar el tiempo propio en una aventura próxima -pero complicada-, la de intentar ser feliz. 

https://elpais.com/diario/2003/09/19/cultura/1063922408_850215.html

[PDF]Bertrand Russell La conquista de la felicidad Bertrand Russell nació ...

www.mg.org.mx/biblioteca/R/1480.pdf

Bertrand Russell. La conquista de la felicidad. Bertrand Russell nació en Trelleck Gales, Inglaterra, dentro de una familia perteneciente a la nobleza. Perdió a sus padres a la edad de tres años y fue educado por sus abuelos paternos. Su abuelo lord John Russell fue primer ministro de Inglaterra en dos ocasiones. 






La conquista de la felicidad según Bertrand Russell
Este filósofo tuvo una juventud marcada por el tedio, pero aprendió a orientarse a la felicidad.
por Esther Cabezas Gutiérrez



Nacido en Gales en 1872, Bertrand Russell no fue un niño feliz. Él mismo define sus sentimientos en la infancia de la siguiente manera: “harto del mundo y agobiado por el peso de sus pecados”. Con seis años perdió a sus padres y fue criado por sus abuelos paternos, quienes le inculcaron unas ideas morales muy estrictas.

Más tarde, con cinco años, empezó a pensar que si vivía hasta los setenta solo había soportado una catorceava parte de su vida, y los largos años de aburrimiento que tenía por delante se le antojaban insoportables. En la adolescencia su situación no mejoró, y comenta haber estado varias veces al borde del suicidio.

Con este historial podríamos imaginarnos a un adulto depresivo, con síntomas de ansiedad, insomnio, y un buen número de neurolépticos en su mesita de noche. Sin embargo, en su etapa adulta este filósofo dice haber aprendido a disfrutar de la vida.

¿Qué descubrió Russell para conseguir tener una madurez entusiasta y feliz y disfrutar de la vida?

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La concepción de la felicidad según Bertrand Russell

Estas son algunas de las claves que el filósofo destacó para orientarse hacia el estado de felicidad.

Poner el foco de la atención en el exterior
El filósofo británico hizo un interesante descubrimiento. Advirtió que preocupándose menos por sí mismo, dejando de reflexionar continuamente sobre sus fallos, miedos, pecados, defectos y virtudes, conseguía aumentar su entusiasmo por la vida.

Descubrió que poniendo su foco de atención en objetos externos (diversas ramas del conocimiento, otras personas, aficiones, su trabajo…) se acercaba a su ideal de la felicidad y su vida le resultaba mucho más interesante.

En sus escritos viene a decirnos que las actitudes expansivas producen regocijo, energía y motivación, al contrario que estar encerrado en uno mismo desemboca inevitablemente en el aburrimiento y la tristeza.

En palabras de Russell “quien no hace nada para distraer la mente y permite que sus preocupaciones adquieran absoluto dominio sobre él, se porta como un insensato y pierde capacidad para afrontar sus problemas cuando llegue el momento de actuar”.

La idea consiste en aumentar los intereses externos, hacer que sean lo más variados posibles, para así tener más oportunidades de felicidad y estar menos expuesto los caprichos del destino, ya que si una te falla puedes recurrir a otra. Si tus intereses son lo más amplios posibles y tus reacciones ante las cosas y personas que te interesan son amistosas y no hostiles es más probable que te acerques a la felicidad cotidiana.

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¿Cómo podemos fomentar esta actitud expansiva?

Entonces, ¿simplemente con centrarnos en las actividades cotidianas del día a día seremos felices?

Mantenernos centrados en lo exterior nos hará estar más motivados y entusiasmados, pero no es el único ingrediente de la felicidad.

Según Russell, teoría que cuadraría con las ideas de la psicología cognitiva contemporánea, para ser razonablemente feliz hay que aprender a pensar del modo adecuado y en el momento adecuado. Parafraseándole, “El sabio solo piensa en sus problemas cuando tiene sentido hacerlo; el resto del tiempo piensa en otras cosas o, si es de noche, no piensa en nada”.

Cultivar una mente ordenada aumentará sin duda nuestra felicidad y eficiencia, pensar cada cosa en su momento mantendrá nuestra mente despejada y despierta y nos permitirá mantenernos más en el momento presente.

Y, ¿Cómo nos invita él a pensar del modo adecuado?

El filósofo nos anima a hacer frente a los pensamientos que nos asustan o que nos incapacitan. Según él, el mejor procedimiento ante cualquier tipo de miedo consiste en lo siguiente:

“Pensar de manera racional y con calma sobre el tema, poniendo gran concentración para familiarizarnos con él. Al final, esa familiaridad embotará los miedos y nuestros pensamientos se alejarán de él”

También nos anima a confrontar nuestros pensamientos y desechar los que no nos resulten adaptativos o se alejen de lo real.

Esfuerzo y resignación

Según Russell, la felicidad es una conquista, y no un regalo divino, por tanto tenemos que pelearla y esforzarnos por alcanzarla.

Sin embargo, ante ciertas circunstancias inevitables de la vida, lo más recomendable es la resignación (que yo llamaría aceptación). Malgastar tiempo y emociones ante contratiempos inevitables es totalmente inútil y atenta contra la paz mental.

En palabras de Reinhold Niebuhr, “Tener serenidad para aceptar las cosas que no puedas cambiar, valor para cambiar las que si puedas, y sabiduría para poder diferenciarlas”.


https://psicologiaymente.net/psicologia/felicidad-segun-bertrand-russell

ERNESTO SABATO




A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren, y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil. Seria eso, verdaderamente, ¿toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes?

Las casualidades, Milan Kundera

Nuestra vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias. Coincidencia significa que dos acontecimientos inesperados ocurren al mismo tiempo, que se encuentran. La gente no se percata de la inmensa mayoría de estas coincidencias (…) Porque es precisamente así como se componen las vidas humanas.
El hombre, llevado por su sentido de la belleza, convierte un acontecimiento casual (la música de Beethoven…) en un motivo que pasa ya a formar parte de la composición de su vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor el tema de su sonata. Sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza aun en los momentos de más profunda desesperación.
Pero es posible echarle en cara al hombre el estar ciego en su vida cotidiana con respecto a tales casualidades y dejar así que su vida pierda la dimensión de la belleza.

GARCÍA MÁRQUEZ biográfico, bibliográfía, filmografía y numerosos enlaces a páginas web sobre el autor.


 BIOGRAFÍA

Gabriel José García Márquez nació en Aracataca (Colombia) en 1927. Cursó estudios secundarios en San José a partir de 1940 y finalizó su bachillerato en el Colegio Liceo de Zipaquirá, el 12 de diciembre de 1946. Se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cartagena el 25 de febrero de 1947, aunque sin mostrar excesivo interés por los estudios. Su amistad con el médico y escritor Manuel Zapata Olivella le permitió acceder al periodismo. Inmediatamente después del "Bogotazo" (el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, las posteriores manifestaciones y la brutal represión de las mismas), comenzaron sus colaboraciones en el periódico liberal El Universal, que había sido fundado el mes de marzo de ese mismo año por Domingo López Escauriaza.
Había comenzado su carrera profesional trabajando desde joven para periódicos locales; más tarde residiría en Francia, México y España. En Italia fue alumno del Centro experimental de cinematografía. Durante su estancia en Sucre (donde había acudido por motivos de salud), entró en contacto con el grupo de intelectuales de Barranquilla, entre los que se contaba Ramón Vinyes, ex propietario de una librería que habría de tener una notable influencia en la vida intelectual de los años 1910-20, y a quien se le conocía con el apodo de "el Catalán" -el mismo que aparecerá en las últimas páginas de la obra más célebre del escritor, Cien años de soledad (1967). Desde 1953 colabora en el periódico de Barranquilla El nacional: sus columnas revelan una constante preocupación expresiva y una acendrada vocación de estilo que refleja, como él mismo confesará, la influencia de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Su carrera de escritor comenzó con una novela breve, que evidencia la fuerte influencia del escritor norteamericano William Faulkner: La hojarasca (1955). La acción transcurre entre 1903 y 1928 (fecha del nacimiento del autor) en Macondo, mítico y legendario pueblo creado por García Márquez. En 1961 publicó El coronel no tiene quien le escriba, relato en que aparecen ya los temas recurrentes. En 1962 reunió algunos sus cuentos bajo el título de Los funerales de Mamá Grande, y publicó su novela La mala hora. Muchos de los elementos de sus relatos cobran un interés inusitado al ser integrados en Cien años de soledad. En la que Márquez edifica y da vida al pueblo mítico de Macondo (y la legendaria estirpe de los Buendía): un territorio imaginario donde lo inverosímil y mágico no es menos real que lo cotidiano y lógico; este es el postulado básico de lo que después sería conocido como realismo mágico. Se ha dicho muchas veces que, en el fondo, se trata de una gran saga americana. En suma, una síntesis novelada de la historia de las tierras latinoamericanas. En un plano aún más amplio puede verse como una parábola de cualquier civilización, de su nacimiento a su ocaso.
Tras este libro, el autor publicó la que, en sus propias palabras, constituiría su novela preferida: El otoño del patriarca (1975), al que seguiría el libro de cuentos La increíble historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1977), y Crónica de una muerte anunciada (1981).
El amor en los tiempos del cólera, se publicó en 1987.
En 1982 se le otorgó el Premio Nobel de Literatura.
Una vez concluida su anterior novela vuelve al reportaje con Miguel Littin, clandestino en Chile (1986), escribe un texto teatral, Diatriba de amor para un hombre sentado (1987), y recupera el tema del dictador latinoamericano en El general en su laberinto (1989), e incluso agrupa algunos relatos desperdigados bajo el título Doce cuentos peregrinos (1992). Del amor y otros demonios (1994) y Noticia de un secuestro (1997). En 2002, García Márquez publicó el libro de memorias Vivir para contarla, el primero de los tres volúmenes de sus memorias. La novela, Memoria de mis putas tristes, apareció en 2004.
En 2007, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española lanzaron una edición popular conmemorativa Cien años de soledad.
Murió el 17 de abril de 2014.


BIBLIOGRAFÍA:
Relatos:
Los funerales de la Mamá Grande 1962
La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada 1972
Narrativa completa   1985
Los cuentos de mi abuelo el coronel 1988
Doce cuentos peregrinos 1992
Cuentos:1947-1992 1996
Yo no vengo a decir un discurso     2010
Todos los cuentos     2012
Novela:
La hojarasca 1955
El coronel no tiene quien le escriba 1961
La mala hora 1962
Los funerales de la Mamá Grande 1962
Cien años de soledad 1967
El otoño del patriarca 1975
Crónica de una muerte anunciada 1981
El amor en los tiempos del cólera   1985
El general en su laberinto    1989
Del amor y otros demonios 1994
Memoria de mis putas tristes 2004
Periodismo:
Obra periodística 1: Textos costeños 1981
Obra periodística 2: Entre cachacos 1982
Obra periodística 3: De Europa y América 1983
Obra periodística 4: Por la libre 1984
Obra periodística 5: Notas de prensa 1991
Crónica, artículos, reportaje y ensayo:
Relato de un náufrago 1970
Cuando era feliz e indocumentado 1973
Chile, el golpe y los gringos 1974
Crónicas y reportajes 1976
De viaje por los países socialistas: 90 días en la cortina de hierro 1978
El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza 1982
Viva Sandino 1982
La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile 1986
El cataclismo de Damocles 1986
Primeros reportajes 1990
Como se cuenta un cuento 1995
Noticia de un secuestro 1996
Teatro:
Diatriba de amor contra un hombre sentado 1988
Guion:
El secuestro   1982
Erendira 1983
Autobiografía:
Vivir para contarla 2002

FILMOGRAFÍA
1954 - LANGOSTA AZUL / Colombia / Alvaro Cepeda Samudio.
1964 - EL GALLO DE ORO / México / Roberto Gavaldón.
1964 - EN ESTE PUEBLO NO HAY LADRONES / México - Alberto Isaac.
1965 - TIEMPO DE MORIR / México / Arturo Ripstein.
1965 - LOLA DE MI VIDA / México / Miguel Barbachano.
1966 - JUEGO PELIGROSO / México /Arturo Ripstein.
1968 - PATSY MI AMOR / México / Manuel Michel.
1974 - PRESAGIO / México / Luis Alcoriza.
1978 - EL AÑO DE LA PESTE / México / Felipe Cazals.
1979 - MARIA DE MI CORAZON / México / Jaime Humberto Hermosillo.
1979 - LA VIUDA DE MONTIEL / Cuba-México-Venezuela-Colombia / Miguel Littín. 1980 - EL MAR DEL TIEMPO PERDIDO / Venezuela / Solveig Hoogesteijn.
1980 - ERENDIRA / México / Ruy Guerra.
1985 - TIEMPO DE MORIR / Colombia / Jorge Alí Triana.
1986 - CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA / Italia- Colombia / Francesco Rosi. 1988 - SERIE AMORES DIFICILES / Televisión Española                                          
1988-89 UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES / Cuba- España / Fernando Birri.                                                                                            
1989 - ME ALQUILO PARA SOÑAR / España-Brasil / Ruy Guerra.
1996 - EDIPO ALCALDE / Colombia-España / Jorge Alí Triana.
1999 - El CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA / México-España-Francia / Arturo Ripstein.

PREMIOS
Premio de la Novela ESSO por La mala hora (1961)
Premio Rómulo Gallegos por Cien años de soledad (1972)
Premio Nobel de Literatura (1982)
Premio cuarenta años del Círculo de Periodistas de Bogotá (1985)


ENLACES


Dos prólogos de Gabriel García Márquez


septiembre 18, 2013
Retrato de Gabriel García Márquez por Pablo Corral Vega




El mismo cuento distinto

Uno de los cuentos que más me impresionaron en mi breve juventud fue para mí un enigma sin solución hasta hace seis meses. No sabía cuál era el título, ni quién lo había escrito, ni en qué idioma, ni en qué antología lo había leído. Necesité cuarenta y cuatro años de averiguaciones para saberlo todo. Pero ése no fue el final: ahora que he podido leerlo de nuevo me ha parecido tan impresionante como lo recordaba, en efecto, pero por motivos distintos. 
La primera vez que lo leí, en 1949, había hecho una pausa en mis primeras armas de periodistas, y andaba vendiendo enciclopedias y libros técnicos a plazos por los pueblos de la Guajira colombiana. En realidad era un pretexto para reconocer la región donde había nacido mi madre, y sobre todo donde la habían mandado sus padres para contrariar sus amores con el telegrafista de Aracataca. Quería en primer término compararla con lo que había oído decir desde niño, porque había presentido que allí estaban mis raíces de escritor. 
Tanto tiempo me sobraba para leer, que cuando se me acababan mis libros pasaba largas horas en las pobres fondas del camino leyendo los de mi muestrario de vendedor: técnica quirúrgica, tratados de derecho, ingeniería de puentes, y en casos extremos, los diez tomos de la enciclopedia ilustrada. Pero siempre encontraba amigos que me prestaran otros. No recuerdo cuál de ellos me regaló una antología de cuentos policíacos, que leí con el alma en un hilo en el hotel que tenía Víctor Cohen en la plaza mayor de Valledupar. Allí estaba el cuento. 
El argumento, como lo recordé siempre, era el de un sospechoso que dos detectives seguían sin piedad por las calles de París durante días y noches, con la tarde o temprano se viera forzado a volver a su casa, donde estaban las únicas pruebas para acusarlo. Como me ha ocurrido siempre con los cuentos policiales y con la vida misma, no se me quedó metido en el alma el encarnizamiento de los perseguidores sino la angustia del perseguido.  
El negocio de los libros a plazos terminó mal, y tuve que dejarle a Víctor Cohen un vale firmado por unos dos meses de hotel. Le dejé además mis muestrarios de libros a plazos, que ya no me hacían falta, y dos o tres de literatura y leídos. Entre ellos, estoy seguro, la antología de cuentos policíacos. 
Seis años después, ya con una carrera de reportero y publicada mi primera novela, me encontré varado en París. Era un otoño lánguido y la ciudad era la de sus novelistas: el cielo bajo y ceniciento, el humo de las castañas asadas en los braseros de la calle, los cerdos enteros adornados con claveles de papel en el alar de las carnicerías, los últimos acordeones del verano que se fue. En mitad del puente de Saint-Michel, una ráfaga de viento glacial me obligó a refugiarme en el café más cercano. 
Era un lugar tibio y bien iluminado, como los de Hemingway, con parejas de novios cuyos largos besos se repetían muchas veces en los espejos de las paredes, y jubilados de guerra enardecidos por las noticias de Argelia. Me senté cerca de la vitrina de la calle, fingiendo leer el periódico, pero en realidad pendiente de las barcazas de remolque que navegaban despacio por el Sena como cabañas a la deriva, con pañales de recién nacidos colgados a secar y perros escuálidos que les ladraban desde la borda a las gárgolas de Notre-Dame. De pronto tuve la sensación nítida de que alguien me miraba. Lo busqué por encima del hombro, y allí estaba. 
Era un hombre duro, con una barba de tres días y ropas de malandrín, que me miraba sin piedad desde un rincón apartado. Bajé la vista al periódico y fingí leer. Cuando volví a mirar, el hombre seguía allí, mirándome impávido. Fue una falsa alarma. Pero en ese instante, más que la tarde en que leí el cuento, volví a vivir el pavor del perseguido. Sólo entonces caí en la cuenta de que ni siquiera recordaba el final, y me hice el propósito de encontrarlo para releerlo con más atención.
Recordaba que el libro en que lo leí tenía no menos de cuatrocientas páginas, pero había olvidado quién me lo prestó y si de veras estaba entre los que dejé en el hotel de Víctor Cohen. Debía ser impreso en Buenos Aires, como la mayoría de nuestras lecturas de la época, y tal vez por Santiago Rueda, pues era de formato grande y letras cómodas para leer, como solían ser los libros de esa editorial. Por el género, por el país y por la época, tenía que ser una de las tantas antologías de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Lo demás que logré recordar era algo tan incierto como que en el mismo libro había un cuento de Apollinaire cuyo protagonista era un marinero con un loro en el hombro. No encontré a nadie que me diera una pista. 
Lo raro era entonces que había leído varios libros de Georges Simenon, y no lo había referido nunca al cuento tan buscado. Era ya un autor legendario, aunque no tanto por sus libros como por el modo de escribirlos, y por su fecundidad casi irracional. Se decía que terminaba uno cada sábado, que había escrito varios dentro de la vitrina de su editorial para que los peatones pudierna dar fe de la rapidez de su maestría, o que estaba dándole la vuelta al mundo en un yate par aumentar su rendimiento a uno por día. 
No fue en el París de la guerra de Argelia, sino en el México florido de 1965, cuando leí un cuento al azar, y encontré un nombre que me hizo saltar de la silla: Maigret. Entonces, como en una revelación sobrenatural con doce años de retraso, recordé que así se llamaba el inspector que perseguía al sospechoso de mi cuento inolvidable. De modo que el autor, sin ninguna duda, era Geroges Simenon. 
Era apenas un paso, por supuesto, porque encontrar un cuento suelto de Simenon sin conocer el título era como buscarlo en el fondo del océano. Consulté a expertos en su obra, entre ellos Álvaro Mutis, que alguna vez me había propuesto firmar una carta junto con otros dos mil escritores del mundo para exigir que le aumentaran el sueldo al inspector Maigret. Nadie reconoció el argumento que yo contaba ya como un disco rayado. Aburrido de tanto oírlo, Álvaro Cepeda Samudio me dijo:
"De todos modos escríbalo usted, porque es un cuento del carajo que necesita existir".
A veces revisaba catálogos  de Simenon en bibliotecas y librerías, con la esperanza de encontrarlo en sentido contrario: el argumento por el título. Fue inútil. Tres amigos que me oyeron contar el cuento por separado estaban seguros de tenerlo, y me mandaron copias  de diferentes cuentos de Simenon que les parecían iguales al que yo contaba. En realidad, ninguno era igual. Por primera vez me hice entonces la pregunta tremenda: "¿Y si no fuera de Simenon?".
En una primavera de los años setenta, mientras hacía tiempo para una cita en un café de Ginebra, vi sentarse en una mesa cercana a un hombre de unos setenta años, de gabardina clara y sombrero blando, y con un paraguas colgado del brazo. El mesero que me servía me susurró una confidencia irresistible:


BELGIUM - CIRCA 1994: un sello impreso en la muestra Bélgica Georges Simenon, escritor, alrededor de 1994 Foto de archivo - 12877346


"Es el escritor Simenon".
Miré por encima del periódico, y lo vi leyendo el suyo mientras mordía una pipa apagada. No hubiera podido reconocerlo por las fotos, pues tenía la misma cara de belga desconocido que él le había puesto a Maigret. Poco antes había anunciado su retiro de las letras, pero no parecía cansado por la edad ni por el éxito implacable sostenido gota a gota durante casi treinta años. Pensé un largo rato que no había estado nunca tan cerca de la solución de mi enigma, pero no fui capaz de acercármele, aun sabiendo que teníamos varios amigos comunes. Después me pregunté si él tendría tiempo y memoria para acordarse de sus propios cuentos extraviados. 
En abril de 1983 entré en una casa de amigos, durante el festival de música de Valledupar, y encontré a todos los invitados alrededor de un anciano que bailaba como un artista con una reina de la belleza. Era impecable, todo de lino blanco, con un sombrero de paja muy fino, lentes sin moldura, y zapatos de caribe puro: blancos, con punteras y contrafuertes negros. Era Víctor Cohen, con los noventa y tres años mejor bailados que he visto en mi vida. Al final de la pieza se me acercó con su educación patriarcal y su buen humor, y me entregó un papelito como una tarjeta de visita.
"Te tengo este regalo", me dijo.
Era el vale por novecientos pesos colombianos que nunca le pagué. Aquel fue el acontecimiento de la fiesta, del cual se habla todavía con los visitantes de Valledupar. Sin embargo, aun antes de agradecerle su grandeza, le pregunté a Víctor Cohen si al cabo de treinta y cuatro años no le quedaría por casualidad alguno de los libros que le dejé. En su biblioteca, pequeña pero muy bien ordenada, había tres. Ninguno era el que buscaba. 
Fue Julio Cortázar, en medio de una tempestad bíblica en la noche de Managua, quien me puso al borde del abismo. Habíamos hablado durante varias horas sobre cuentos de perseguidos, que era una más de sus tantas especialidades, y de pronto me acordé de Simenon. Fue increíble: antes de que acabara de contar el argumento, Cortázar me dijo con su hermosa voz baritonal y sus erres arrastradas:
"Ese cuento se llama L'homme dans la rue, y forma parte de una colección titulada Maigret et les petits cochons san queue".
Me pareció que sería tan fácil encontrarlo, que no le pedí más detalles. Grave error, pues poco después compré en cualquier mercado de saldos una edición vagabunda en español, y no incluía el cuento que buscaba. En vez de insistir con una edición más confiable y en francés, lo tomé como una equivocación de Cortázar, que había muerto poco antes, y archivé el problema. Ahora, frente a la edición original, me doy cuenta de que son nueve cuentos, mientras que en la edición pirata en español sólo publicaron seis. 
Hacía ya diez años que había renunciado a la búsqueda, en la primavera de sustos electorales de 1993, cuando Beatriz de Moura me contó en Barcelona su proyecto astronómico  de publicar por primera vez en español la obra completa de Simenon en doscientos catorce volúmenes, empezando este año y terminando en el tercer milenio. La oí con tanto entusiasmo que me sugirió escribirle una nota de presentación. Ahora sé que me lo dijo en broma y con la seguridad de que le diría que no. Pero mi respuesta fue en serio. 
"Te lo escribo", le dije, "si me encuentras un cuento de Simenon que se llama L'homme dans la rue".
Eran las once de la noche, y acabábamos de cenar en La Balsa, el restaurante de Toni López en los altos de Bonanova. A las nueve de la mañana del día siguiente recibí la copia. El enigma que parecía sin fin estaba resuelto: era, como Cortázar lo había dicho, uno de los nueve cuentos de Maigret et les petits cochons san queue.
Lo leí en el acto, de pie, en el mismo lugar de la casa en que lo recibí. En la tercera página, muy al modo de Simenon, estaba el resumen de todo el drama en una frase de un solo aliento: "Así empezó una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco noches, por entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar, de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan exhaustos como su perseguido".
Ahí tenía, por fin, el cuento perdido. Sin embargo, el enigma de tantos años llevaba dentro otro enigma mayor, pues el relato era el mismo, en efecto, pero no era igual a como lo recordaba. Primero porque no estaba contado desde el punto de vista del perseguido, como yo creía, sino desde el punto de vista de Maigret, el perseguidor, y esto alteraba el orden de la compasión. Segundo, porque la intriga policial no estaba resuelta con la simplicidad con que la recordaba, sino como las grandes páginas de la literatura: con un sacrificio de amor. Una evidencia más de cómo puede la vida cambiar la esencia de un cuento, y cambiarnos a nosotros el modo de amar, sólo para delatar y corregir las frivolidades compasivas de la memoria. Aunque sólo hubiera sido por eso, valía la pena haber perdido un cuento por casi medio siglo. 

Cartagena de Indias, 1993

[Tomado de El mismo cuento distinto. El hombre en la calle, España, Tusquets Editores, 1994] 


Mi Hemingway personal

Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar Saint-Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de la Sorbona que era imposible imaginarse que el faltaban apenas cuatro años para morir. 
Por una fracción de segundo -como me ha ocurrido siempre- me encontré dividido entre mis dos oficios  rivales. No sabía si hacerle una entrevista de prensa o sólo atravesar la avenida para expresarle mi admiración sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el miso inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante, sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva, y grité de una acera a la otra: "Maeeeestro". Ernest Hemingway comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: "Adioooós, amigo". Fue la única vez que lo vi. 
Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarias, sino todo lo contrario: como dos formas distintas y casi excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien sólo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo junto a dos perritos blancos, en el retrato célebre que le hizo Cartier Bresson. el otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera, y me había dejado la impresión de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para siempre. 
No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque éste no parecía tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que sería imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista, por el lado de afuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más ha tenido que ver con mi oficio. 
No sólo por sus libros, sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review enseñó para siempre -contra el concepto romántico de la creación- que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de ordenar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. "Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer -dijo-, sólo la muerte puede ponerle fin". Con todo, su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día sólo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco. 
Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que le sobran demasiadas cosas. en cambio, lo mejor que tienen sus cuentos  es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de nos rebasarlos. 
Un solo disparo de Francis Macomber contra el león ensaña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. en algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió "como un gato doblando una esquina". Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que sólo son posibles a los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria -como el iceberg- sólo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen. 
Esa conciencia técnica será sin duda la causa de que Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas, sino por sus cuentos más estrictos. Hablando de Por quién doblan las campanas, él mismo dijo que no tenía un plan preconcebido para componer el libro, sino que lo inventaba cada día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se nota. En cambio, sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. Como aquellos tres que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión en Madrid, cuando una nevada obligó a cancelar la corrida de toros de la feria de San Isidro. Esos cuentos -según él mismo le contó a George Pilmpton- fueron "Los asesinos", "Diez indios" y "Hoy es viernes", y los tres son magistrales. 
Dentro de esa línea, para mi gusto, el cuento donde mejor se condensan sus virtudes es uno de los más cortos: "Gato bajo la lluvia". Sin embargo, aunque parezca una burla de su destino, me parece que su obra más hermosa y humana es la menos lograda:  Al otro lado del río y entre los árboles. Es, como él mismo reveló, algo que comenzó por ser un cuento y se extravió por los manglares de la novela. Es difícil entender tantas grietas estructurales y tantos errores de mecánica literaria en un técnico tan sabio, y unos diálogos tan artificiales y aun tan artificiosos en uno de los más brillantes orfebres de diálogos de la historia de las letras. Cuando el libro se publicó, en 1950, la crítica fue feroz. Porque no fuer certera. Hemingway se sintió herido donde más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que no pareció digno de un autor de su tamaño. No sólo era su mejor novela, sino también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición nostálgica de  los pocos años que le quedaban por vivir. En ninguno de sus libros dejó tanto de sí mismo ni consiguió plasmar con tanta belleza y tanta ternura el sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la victoria. La muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural, era la prefiguración cifrada de su propio suicidio. 
Fidel Castro y Ernest Hemingway, 1960

Cuando se convive por tanto tiempo con la obra de un escritor entrañable, uno termina sin remedio por revolver su ficción con su realidad. He pasado muchas horas de muchos días leyendo en aquel café de la place de Saint-Michel que él consideraba bueno para escribir, porque le parecía simpático, caliente, lindo, amable, y siempre he esperado encontrar otra vez a la muchacha que él vio entrar una tarde de vientos helados, que era muy bella y diáfana, con el pelo cortado en diagonal, como un ala de cuervo. "Eres mí y París es mío", escribió para ella, con ese inexorable poder de apropiación que tuvo su literatura. Todo lo que describió, todo instante que fue suyo, le sigue perteneciendo para siempre. No puedo pasar por el número 12 de la calle Odeón, en París, sin verlo a él conversando con Sylvia Beach en una librería que ya no es la misma, ganando tiempo hasta que fueran las seis de la tarde por si acaso llegaba James Joyce. En las paredes de Kenia, con sólo mirarlas una vez, se hizo dueño de sus búfalos y sus leones, y de los secretos más intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño de toreros y boxeadores, de artistas y pistoleros que sólo existieron por un instante, mientras fueron suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno de los sitios de los cuales se apropió con sólo mencionarlos. En Cojímar, un pueblecito cerca de La Habana donde vivía el pescador solitario de El viejo y el mar, hay un templete conmemorativo  de su hazaña con un busto de Hemingway pintado con barniz de oro. En finca Vigía, su refugio cubano donde vivió hasta muy poco antes de morir, la casa está intacta entre los árboles sombríos , con sus libros disímiles, sus trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de muerto, las incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron suyas hasta su muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les infundió por la sola magia de su dominio. Hace unos años entré en el automóvil de Fidel Castro -que es un empecinado lector de literatura- y vi en el asiento un pequeño libro empastado en cuero rojo. "Es el maestro Hemingway", me dijo. En realidad, Hemingway sigue estando donde uno menos se lo imagina -veinte años después de muerto-, tan persistente y a la vez tan efímero como aquella mañana, desde la acera opuesta del bulevar de Saint-Michel. 

Gabriel García Márquez

[Tomado de Cuentos, España, DEBOLS!LLO, 2010]