París te acompañará vayas donde vayas, todo el resto de tu vida.
En 1959 un periodista colombiano que sería famoso ganando el Premio Nobel de Literatura en 1982 escribió : “Hace veinticuatro horas vi Los 400 golpes y desde entonces no he dejado de pensar en ella un solo minuto.” Pero éramos mucho los que en esos años veíamos películas o leíamos libros que pensábamos en ellos durante meses. No existía el Internet y las películas solo la podíamos ver en los cines.


No basta con decir
Los pequeños segundos de eternidad
donde besaste a mí
Cuando besé una mañana a la luz de invierno
en el parque Montsouris en París en París
"Amo el otoño. Esta triste estación es
apropiada para los recuerdos. Cuando los árboles pierden todas sus hojas, cuando el cielo crepuscular aún conserva ese tinte
rojizo que dora la hierba marchita,
resulta dulce ver cómo se apaga todo aquello que, poco antes, ardía en nuestro interior.
Acabo de regresar de mi paseo por los prados vacíos, junto a los fríos fosos en los que se miran los sauces. El viento hacía silbar sus ramas desnudas; en ocasiones enmudecía y después comenzaba otra vez, de repente. Entonces las hojas que aún se aferran a los zarzales temblaban de nuevo, la hierba tiritaba inclinándose sobre la tierra, todo parecía volverse más pálido, más helado. En el horizonte, el disco del sol se confundía con el blanco del cielo, y su aureola lo impregnaba de un soplo de vida expirante. Yo sentía frío, casi miedo."
Noviembre (Gustave Flaubert)
“GEDEON”: EL NEGOCIO DE INVADIR
Shakespeare según Lampedusa
Hay personas a las que la vida les está esperando sólo al final de la propia vida. Personas de existencias anodinas que, ya cerca de la hora mortal, ven cómo sus mundos empiezan a parecerse a esas novelas en las que no ocurre nada, salvo en las últimas páginas, cuando la acción se precipita vertiginosamente y se encadenan una serie de intensos y gratos sucesos, algunos de los cuales ni siquiera alcanzan ya a vivir los propios interesados, porque les llegan las cosas cuando por desgracia ya han muerto.
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Giuseppe Tomasi di Lampedusa |
Príncipe siciliano de sólida cultura y particular lucidez, Giuseppe Tomasi di Lampedusa -inmenso lector que dejó una única y muy memorable novela, El Gatopardo- fue una de esas personas cuya vida de pronto se acelera e intensifica de forma extraña hacia el final de sus días. Agobiado en los últimos años por sus problemas físicos (bronquitis, dolores reumáticos, enfisema, obesidad), "emanaba literalmente una sensación de muerte" y su tragedia fue la coincidencia de su decadencia física con su breve e intenso periodo de creatividad artística, que coincidió con la escritura de El Gatopardo y con su urgente actividad ensayística, de entre la que destacan, entre muchas otras, las páginas en las que se ocupó de sus admiradísimos Stendhal o Flaubert y las que dedicó a Shakespeare, autor al que parecía conocer de memoria, como si fuera su mejor compañero de taberna inglesa.
Shakespeare
Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Traducción de Romana Baena Bradaschia
Nortesur. Barcelona, 2009
112 páginas. 12 eurosAquellas páginas sobre el enigmático genio de Shakespeare -páginas en las que se disfruta tanto de su gran talento de lector como de su erudito humor- se publican ahora entre nosotros, se publican como desgajadas de los dos volúmenes de Letteratura inglese que editara Mondadori en 1990, treinta años después de la desaparición de Lampedusa. De hecho, toda la obra de este gran autor siciliano fue publicada cuando ya había muerto, de modo que no llegó a saber nada del reconocimiento póstumo que, gracias a la decisiva intervención de Giorgio Bassani, tuvo -sigue teniendo, es un autor que crece fabulosamente con el tiempo- su breve e intensa obra. Pocos días antes de irse de este mundo, aún le comunicaba a Gioacchino, su adorado sobrino -su heredero intelectual y hoy habitante del palacio Butera de Palermo-, la decepción que le había provocado el nuevo rechazo editorial para El Gatopardo: en aquella ocasión una negativa del famoso Elio Vittorini, que, anclado en el arroz amargo del neorrealismo, no supo ver por ningún lado la grandeza de la novela. La burocrática carta de rechazo que Vittorini le envío a Lampedusa incluía un chato análisis del libro. "Al menos la reseña está bien escrita", comentó irónico el moribundo. Murió Lampedusa ignorando el gran cambio de dirección que esperaba a su obra. Murió sin perder su capacidad de ironía, ni la lucidez y desesperación amable que él con tanto detalle conocía porque la había precisamente detectado en Shakespeare cuando, a través de Próspero, dice en La tempestad que su final equivale a desesperación:
-And my ending is despair.
Esta declaración de lucidez en el epílogo de La tempestad, Lampedusa la habría firmado sin rodeos. Porque el elegante clima amablemente desesperado del siciliano al final de su vida recuerda al disgusto general que tenía Próspero con el mundo y es, además, parecido al disgusto y lucidez terminal del príncipe de Salina, el héroe moral de El Gatopardo. Se ha dicho que fue Lampedusa un poderoso poeta de la muerte que supo evocar la ausencia y el vacío y, por lo tanto, supo entender, al igual que los grandes escritores del siglo XX, la condición del hombre moderno. Pero eso es tan cierto como que esa ausencia y ese vacío posmoderno y el agnosticismo más puro y duro ya estaban en el Shakespeare de la última época. Después de todo, él siempre fue nuestro contemporáneo.
Para Lampedusa no había obra más asombrosamente actual como Medida por medida, donde la atmósfera le recordaba misteriosamente a la Viena de El tercer hombre, la novela de Greene. "Ciudad espectral, hecha de prostíbulos, prisiones y desvanes donde lloran mujeres abandonadas", dice Lampedusa de esa Viena avant la lettre que imaginara Shakespeare en los días de su mayor depresión psicológica. Lo que más le sorprende al príncipe de Lampedusa de esa obra tan extraña y tenebrosa -que él sitúa al mismo nivel de sus otras piezas favoritas: Enrique IV, Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra- es el estilo: ese desfile de personajes, la mayor parte de ellos despreciables, "expresándose todos con la más feliz de las elocuencias que jamás se haya oído de boca humana. Y todos parecen tener razón".
Obra extraña en la que Shakespeare le confía a un desconocido carcelero uno de sus mejores versos: insensible of mortality, and desperately mortal. Obra siniestra en la que el autor está tan desalentado que todo le parece natural. "Ha tocado fondo", concluye Lampedusa, lector de sutiles percepciones y de una sabiduría especial para comunicarlas. Sus eruditas y a veces alegres líneas sobre Shakespeare no cesan de comunicarnos que la lectura puede hacernos sentir dueños del tiempo y que ya sólo por eso la pasión de leer debería ser considerada como la más envidiable actividad que hay a este lado del paraíso.
En Shakespeare hasta creemos por un momento descubrir que la lúcida desesperación final de Próspero parece haber ayudado al propio Lampedusa a construir el escenario anímico de sus horas finales en el mundo. Hablo de esa representación de sereno agnosticismo de sus últimas horas en esta vida y de la construcción, también lúcidamente desesperada, de su gran metáfora artística, El Gatopardo. Porque esta novela parece edificada en las mismas ruinas del mundo moribundo que quiere reflejar, entendiendo por moribundo lo que su autor aplica también a Shakespeare cuando ve que en La tempestad expresa "el estado de ánimo del poeta más grande que jamás haya existido y que el mundo (así se denomina, entre la gente, nuestro temperamento y nuestro genio interior) llenó de amargura".
El mundo que acaba por llenarnos de amargura. Desde Shakespeare, ya siempre es igual. El mundo nunca se porta bien con nosotros y aun así le damos nuestros mejores versos. Para el temperamento moderno y el genio interior de Lampedusa, esa amargura shakesperiana fue escupida con creces en Troilo y en Medida por medida, para poco después ser sublimada en una hechizante pieza teatral última, La tempestad, permitiendo que al final -como le sucediera también al príncipe de Salina al término de sus días- no pueda hablarse ya de amargura, sino más bien de un recuerdo de la amargura y de un agotamiento que hace que ya únicamente quiera el poeta lo que han deseado al final tantos en este ingrato mundo: retirarse y olvidar. O, dicho de otro modo, replegarse sobre ellos mismos y oír las mismas campanadas de la medianoche que oía su querido Falstaff y "terminar de una vez por todas".
Terminar es el verbo. Como si al final lo que importara fuera escribir como un hombre en su último día de vida. A lo largo de su Shakespeare, Lampedusa parece que esté viendo siempre al gran poeta en su escena terminal, recostado en su amable desesperación. Por eso el clima de este libro parece hermano de sangre del "eterno pero no inmóvil sofocante atardecer" que Lampedusa percibió en el Quijote (ver su ensayo sobre Stendhal) y también del clima sofocante en el que se sumergió el propio Lampedusa cuando supo que su final equivalía a desesperación y tener que escribir siempre como si fuera el último día.
Al final sólo una idea: apartarse del burdo mundo, irse. Y morir. Aun así, respiraba humor. Hasta cuando viajaba a Oxford o Liverpool, y veía por todas partes al simpático Enrique VIII, "el más inglés de los reyes", y se lo encontraba por los rincones más insospechados de esas ciudades. Lo veía en el imponente carretero que se cruzaba en su camino y también en el cervecero que sacaba de su negocio a un borracho. Y en todos esos lugares reencontraba la cordial corpulencia, las patillas rojizas, la fría majestad del rey rollizo, después de todo simpático soberano y en realidad sombra de Falstaff, aquel otro gran genio que siempre estuvo muy atento, aun en medio de las más excepcionales algarabías, a las campanadas que podían recordarle con puntualidad la desesperación última:
-Hemos oído los carrillones de la medianoche, Master Shallow.
www.enriquevilamatas.com
https://elpais.com/diario/2009/06/20/babelia/1245454756_850215.html
Noviembre Gustave Flaubert
Una historia obscena.
Él, Gustave Flaubert, tiene 18 años y está de paso en Marsella.
Ella, Eulalie Foucaud, tiene 35 y trabaja en el pequeño hotel que su madre administra en la ciudad.
Cuando él visita el hotel después de asolearse en las playas del Mediterráneo, es arrastrado a la habitación de ella y ambos se besan.
Esa noche ella se desliza en la cama de él y, como contará Flaubert a los hermanos Goncourt, “empieza chupando”.
Es la única vez que ella y él se ven pero ambos intercambian, durante meses, exaltadas cartas.
Uno de esos días él confiesa en su diario: “Escribí una carta de amor, para escribir, no porque ame.”
Años más tarde dirá a Louis Colet: “Me esforcé en amar a Eulalie, para practicar mi estilo.”
Ese propósito, practicar el estilo, parece ser el móvil de Noviembre. Escrita en 1842, cuando Flaubert tenía apenas veinte años, esta novela no parece tener otro objeto que el de ejercitar la escritura, gastadamente romántica, del joven. Su anécdota es mínima y trivial: el encuentro de un adolescente con una prostituta, el sobado malestar de ambos, los repetidos sollozos wertherianos. Su desarrollo dramático es casi nulo: ocurre apenas nada y todo es digresión y cháchara. Si el Flaubert maduro desaparece de sus obras y jamás opina, el joven Flaubert está en todos los rincones de esta novela: juzga, confiesa, gesticula profusamente. Si el autor de Bouvard y Pécuchet (1881) refuta la idiotez burguesa, el escritor de Noviembre (y de Memorias de un loco, obra aún más precoz, 1838) suscribe todos y cada uno de los tópicos de la cacharrería romántica: las “lágrimas sublimes”, el “amor de los ángeles”, el “demonio de la carne”, el “culmen del primer amor”, la dicha de… los “cabellos regalados e intercambiados” entre amantes.
Se acostumbra considerar estos libros (Memorias de un loco, Noviembre y la primera versión de La educación sentimental, todos publicados póstumamente) obras incipientes, no fallidas. Se acostumbra, también, señalar las leves semejanzas entre estos relatos y las novelas ya adultas. Procedamos de modo contrario: digamos que Noviembre es una obra menor, sobradamente malograda, y que es mucha la distancia que la separa de, por ejemplo, Madame Bovary (1857). Para decirlo llanamente, son muchos sus defectos: una accidentada primera parte, una prosa declamatoria y sobreadjetivada, el tono meloso, las demasiadas digresiones, las cascadas convenciones románticas. Lejos están la ironía, la neutralidad del narrador, el estilo libre indirecto y las demás herramientas con que Flaubert escribirá, ya curado de la enfermedad romántica, las desventuras de Emma. De hecho, si estos dos libros –Noviembre y Madame Bovary– no llevaran impresos los mismos nombre y apellido en la portada, uno jamás deduciría que fueron escritos por el mismo autor. (Borges alegaba que, si no lo supiéramos previamente, tampoco podríamos suponer que una misma mano escribió Madame Bovary y Salambó.) Nada grave: la pobreza de una obra devela la plenitud de las otras.
Poco importa que un jovencito normando, enfermizo y seguidor de Byron, haya cometido una novela ilegible. Importa que ya entonces, 1842, la imaginación romántica era un lastre. Noviembre es un fracaso tan rotundo que desvela algo más que la inexperiencia de su autor: denota la crisis del romanticismo. Qué mejor ejemplo que este: el escritor más impetuoso de su generación, llamado a transformar la narrativa, emplea la sensibilidad romántica y esta no le sirve. En vez de expresar la impaciencia del autor, las locuciones románticas se inflan y flotan abúlicamente. Cuando el joven repite las palabras de sus héroes, no recoge ya la intensidad de estos, sólo el énfasis, los ademanes. Es una fortuna que Flaubert, abandonado el culto a la noche, haya expuesto su alma al sol (las almas secas, afirma Heráclito, son superiores). Es una suerte que los desvergonzados libros del gran Balzac lo hayan convencido de la certeza básica del realismo: hay más grandeza en lo prosaico que en lo sublime.
Si uno lee Noviembre a la par que la correspondencia del francés, uno puede decir: así escribía Flaubert. Así: con la mano suelta, voluptuosamente, pleno de imágenes. Ahora, si uno lee La educación sentimental (1869) o Bouvard y Pécuchet, uno descubre lo contrario: una prosa ascética, rigurosa, cada vez más desprovista de imágenes y adjetivos. Pasa que el mejor Flaubert –el de las novelas maduras y los Tres cuentos (1877)– escribe contra sí mismo: en lugar de soltar la mano, reprime su primer impulso –y el segundo y el tercero– y trabaja casi aritméticamente cada frase. Todo esto se sabe pero da gusto repetirlo: Flaubert es el santo de todos los que nos empeñamos en paliar nuestra falta de genio con esfuerzo, y cada frase suya supone un combate. Hay que leer Madame Bovary, los dos o tres fragmentos de Madame Bovary en que el narrador resbala y protagoniza, para notar el esfuerzo que le supuso a Flaubert contener su propia voz. Hay que leer Noviembre y compararla con, digamos, Salambó (1962) para confirmar que debemos la novela moderna a un hombre que se resistió, no sin pena, a escribir naturalmente.
Se podría referir, para terminar, el episodio biográfico (otro encuentro amoroso, una prostituta) que anima puerilmente a esta novela. Confieso, sin embargo, que me da pereza imaginar a ese Flaubert, adolescente y afiebrado, lo mismo que al joven que transcribe poco después sus experiencias. Prefiero imaginar a otro Flaubert, apenas posterior: no ya quien escribe Noviembre sino el que, unos meses más tarde, relee desencantado su obra. Eso me interesa: la decepción, el momento en que Flaubert descubre que ha tropezado, que deberá trabajar inusitadamente para crear un libro válido. Uno es, sobre todo, un lector de sí mismo y acaso nadie se haya leído con más rigor que Flaubert: cuando repasa sus obras juveniles, advierte su fracaso pero también el cansancio de una sensibilidad y de un dialecto; repara en esos puntos donde su estilo es mera afectación y recorta severamente; donde nota la crisis de una tradición percibe también el despegue de otra. Es como si Flaubert adquiriera en ese instante, ante el mapa de su propia escritura, la aptitud que Bouvard y Pécuchet alcanzan en el octavo capítulo de la novela que habitan: “Entonces una facultad lamentable surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla.”
Escribe James Wood: “Los novelistas deberían agradecer a Flaubert del mismo modo que los poetas agradecen a la primavera: todo comienza otra vez con él.” ~
https://letraslibres.com/libros/noviembre-de-gustave-flaubert/
TODAS LAS LLAVES DE LOS PALACIOS DE ROMA
Y lo hace, justamente, sin prometer nada. La prosa de Juan Claudio de Ramón es culta y erudita, pero lo suficientemente espontánea como para refutarse a sí misma o encontrar belleza incluso en los puntos romos y sucios de una ciudad a la que él saca brillo con el paño de su curiosidad y talento. Por algo lleva las llaves de San Pedro, qué digo, de Sorrentino: para que nada sea ajeno al lector. Para que la Roma que él moldea, lleve impresas sus huellas en el barro fresco del asombro. En estas páginas Juan Claudio de Ramón se comporta como un habitante y un transeúnte. Nos mete en su biografía y la nuestra. Sus paseos con Magda, su mujer, una presencia dulce y cómplice; la debilidad de sus hijos por las heladerías romanas o las excursiones de quienes le visitan.
Traza un mapa personalísimo de la ciudad. Desde el distrito EUR, que retrata “la ciudad que no fue”, “la oficina de objetos perdidos del fascismo” hasta la cementificación de algunos de sus lugares; desde el Excelsior de Vía Veneto, el hotel de “La Dolce Vita”, o que él quiere creer que es tal hasta los cafés Rosati, Carano o Strega, espectros y evocaciones de una Roma de posguerra que aparece cómoda en las impresiones de quien la describe. Contada por Juan Claudio de Ramón, hasta la fundación de la ciudad se convierte en una fábula. La loba capitolina sacada de su estatuaria. Tiene el buen gusto Juan Claudio de Ramón de no cargar tintas contra gentrificación ni el turismo masivo, porque ahí donde unos ven caos, él encuentra una belleza secreta que se manifiesta en cada adoquín, como si hubiese esperado siglos a que él la encontrara. Hay tantas Roma en este libro como momentos: una historia arquitectónica y plástica, una derivada política y sentimental, una carrera de relevo de estampas bellamente escritas.
De Ramón cuenta con rabia el asesinato de Aldo Moro, lo hace como si algo suyo existiera en esa historia, porque la hay. Describe el Vaticano como continuación de espíritu romano, una construcción que convierte en imperio moral el antiguo imperio material. Comienza con la descripción de una casa renacentista de una familia española y acaba en la Roma de María Zambrano y Ramón Gaya, íntimas y cercanas ambas, como un roce, un dolor o una amistad. Usa las palabras del pintor para hablar del Tíber un río que se extiende “como el brazo cansado de una padre cansada y perezosa”. Y acaba el lector enamorándose de Anita Garibaldi, guerrillera y esposa de Garibaldi, más que del propio rebelde. Sin duda, Juan Claudio de Ramón tiene todas las llaves que abren los palacios de Roma. Y este libro lo demuestra.
ANDREI TARKOVSKY Y SU BÚSQUEDA DE LA VERDAD
22/05/2022
Con la edad de cinco años, el padre de Andrei Tarkovsky abandonó la casa familiar para ir a la guerra, dejando un profundo vacío en la vida del director. En 1939, su madre decide mudarse con sus dos hijos a Moscú, donde trabajaría en una imprenta. El padre de Tarkovsky, volvió del frente de batalla con una pierna amputada, que le tuvo inválido de por vida. Su madre quería que el joven Andrei, se formara en el campo del arte y la música. Por ese motivo, Tarkovsky empezó a tomar clases de piano en una escuela de arte del centro de Moscú. Al poco tiempo, empezó a perder interés en la música, mostrando un mayor interés en la literatura. (Historia del Cine.es). Poco a poco, Tarkovsky trasladó su pasión por la literatura hacia las obras cinematográficas de la época.
Tras graduarse, de 1951 a 1952, estudia estudios árabes los cuales abandona y participa en una expedición de investigación al río Kureikye, en la provincia de Krasnoyarsk. Durante esta estancia, Tarkovski decidió estudiar cine. A su regreso de la expedición, en 1954, Tarkovsky se presentó al Instituto Estatal de Cinematografía (VGIK). Esa época coincide con la muerte de Stalin (1953) y el ascenso de Nikita Khrushchev, quien lidero la desestalinización y llevo a cabo ciertas reformas “liberales”. Antes de 1953, en la URSS, la producción anual de películas era escasa. Después de 1953, se produjeron más películas, muchas de ellas de nuevos directores. El “deshielo” de Khrushchev movio la sociedad soviética y permitió, hasta cierto punto, la literatura, el cine y la música occidentales. Le dio a Tarkovsky la oportunidad de ver películas de los neorrealistas italianos, de la Nueva Ola francesa y de directores como Kurosawa, Buñuel, Bergman, Bresson. Estos directores se convirtieron en una influencia fundamental para Andrei. El propio Tarkovsky, reconoció sentirse muy influenciado por la obra de Luis Buñuel, sobre todo por la manera de estructurar sus películas. Por muy contestarías o provocativas que pudieran parecer, tanto Buñuel como Tarkovsky, basaban sus estructuras narrativas desde una perspectiva poética. Por ejemplo, muchos han intentado a lo largo de los años dar sentido a “Un perro andaluz” (1929), y a lo que Buñuel y Dalí contaban en dicho film, pero no era más que un conjunto de sueños suyos. No querían contar una historia abstracta, sino provocar emociones buenas o malas en el espectador.
El maestro y mentor de Tarkovsky fue Mikhail Romm, que enseñó a muchos estudiantes de cine que luego se convertirían en influyentes directores de cine, como Shukshin y Konchalovsky. En 1956, Tarkovsky dirigió su primer cortometraje de estudiante, Los asesinos, a partir de un cuento de Ernest Hemingway. Una importante influencia para Tarkovski fue el director de cine Grigori Chukhrai, que daba clases en la VGIK. Impresionado por el talento de su alumno, Chukhrai le ofreció a Tarkovsky un puesto de ayudante de dirección para su película Clear Skies. Tarkovsky mostró inicialmente su interés, pero luego decidió concentrarse en sus estudios y en sus propios proyectos. En 1957, Andrei Tarkovsky se casó con Irma Rausch, que había estudiado con él. Su matrimonio duró hasta 1970. Tarkovsky escribió el libro: “Esculpir en el tiempo”. En él expone su visión del arte y del cine en términos tanto personales como teóricos, haciendo un recorrido por todas sus películas y deteniéndose también en el uso de los elementos del lenguaje cinematográfico, por ejemplo, el sonido o el uso de la cámara. Hace reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine. Es una obra literaria de obligada lectura para todos aquellos que quieran aproximarse al mundo del arte. Un libro, donde el director ruso reflexiona sobre su propia concepción del arte y como desde esa base, ha ido moldeando su filmografía. Partiendo desde la idea más primigenia, de que entendemos por arte, hasta sus fuentes de inspiración en cada uno de sus largometrajes.
Para Tarkovsky, el arte debía de servir como reflejo de la existencia humana o dicho de otra manera, como muestra tácita de una verdad existencial que diera sentido a nuestras vidas. Esta búsqueda de la verdad es una de las piedras angulares del director a la hora de confeccionar sus obras. Andrei Tarkovsky, no pretendía hacer películas de entretenimiento, sino quería despertar algo muy recóndito dentro del alma humana. Decía el: “Para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte que no quiera ser consumido como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir, explicarle al hombre cual es el objetivo y motivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan solo enfrentarlo a este interrogante (…). El arte existe, porque hay alguien que necesita decir algo, alzar la voz por así decirlo. El arte surge y se desarrolla allí donde hay esa ansia eterna, incansable, de lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al arte”.
Andrei Tarkovsky concebía su cine, como un mero espectador de la realidad que se escondía detrás de lo mundano. Dicho de otra manera, como alguien que sellara un momento en el tiempo, haciendo de ello algo inmortal e imperecedero. Sus películas cuentan con planos largos, en las que no hace muchos cortes de edición. El plano según el director ruso se debe de sostener en el propio ritmo y fuerza de la imagen, sin necesidad de forzarlo mediante “trucos cinematográficos”. El escenario, el actor o la música, entre otros factores, deben conseguir que el plano obtenga una fluidez lo más cercana a la realidad. Según el, “La pureza del cine y su fuerza intransferible se muestran no en la agudeza simbólica de las imágenes, por muy audaces que estás sean, sino en el hecho de que las imágenes expresan la concreción e irrepetibilidad de un hecho real”.
Tarkovsky quería parar el tiempo usándolo a su favor, de forma que crease estructuras fílmicas en donde la historia no dependiera de factores fijos o limitantes, sino que se abriese ilimitadamente ante el espectador. Decía: “El colocar al hombre en un espacio ilimitado, el hacer que se funda con una masa inmensamente grande, directamente junto a él, y con hombres que pasan, alejados de sí, el ponerle en relación con todo el mundo: ¡ése es precisamente el sentido que tiene el cine!”. Tarkovsky tomaba muy en serio el arte que procesaba y mostró en reiteradas ocasiones, el rumbo que había tomado el cine ya por la década de los ochenta. No entendía que se viera al cine como un producto a consumir, como si de ropa se tratara y luchó contra la imposición comercial de las productoras, haciendo en todo momento las películas que quería hacer. Tanto en su etapa en su país natal, como su segunda etapa en Italia, Tarkovsky tuvo claro que un artista siempre tiene que ser fiel a sus ideas, y no sucumbir a la mercadotécnica del espectáculo cinematográfico.
Sobre su estilo y características, el director ruso sostenía que la imagen cinematográfica no debía concebirse bajo un carácter sintético, sino que dependía del ritmo de la toma en cuestión. El ritmo afecta al flujo del tiempo de la toma, por lo cual es indispensable usar de manera eficaz los elementos vinculados con este matiz que señala. Los elementos que marcaran el ritmo de la toma pueden ir, desde las interpretaciones de los actores hasta la composición musical; aunque señalaba que muchas veces, tan solo era necesario tener en cuenta la composición del plano y los movimientos de cámara. El montaje no entraba en esta ecuación. Tarkovsky no recurría a un montaje picado, sino que dejaba que la escena fluyera por si sola. Llegó a decir que los directores que dependían mucho de la edición, era porque necesitaban camuflar su mala labor como directores. Por tanto, para Tarkovsky, el montaje debía servir únicamente para no perturbar la relación orgánica de los planos entre sí. A la hora de montar una película, lo que te va marcar el montaje final de la cinta es lo que el denominaba como el “estado interior” del material fílmico (Historia del Cine.es). La unión de las secuencias dependía del “estado interior” del material fílmico. Y si ese estado interior se había introducido en el material al rodar, si realmente había llegado allí y no nos habíamos engañado, entonces necesariamente se podría montar la película y constituir una unidad. El tema del montaje es importante por la idea que defendían varios directores de que el ritmo de una película se construía a partir del montaje. Tarkovski entendía que el ritmo surgía del tiempo transcurrido dentro del plano. Una manera muy distinta de entender el montaje fílmico, si lo comparamos con otros directores rusos como Eisenstein o Kuleshov con su conocido efecto Kuleshov. Esta idea del montaje cinematográfico, donde se construía los significados, le parecía a Tarkovsky un medio estilístico, más que un medio para constituir una unidad fílmica. El flujo del tiempo dentro de la toma tiene que transcurrir a pesar de los cortes de edición que se lleguen a realizar. Un elemento fundamental al que Tarkovsky hacia especial énfasis, era el de la sensibilidad hacia la unidad de planos. Él decía: “la sensibilidad en un plano surge si tras un acontecimiento visible se hace patente una verdad determinada e importante de el mismo”. Lo que quiere decir, es que hay una parte no visible por así decirlo dentro del plano, que no se llega a exponer directamente pero que se insinúa. Algo que transciende dentro del plano, que se extiende de forma ilimitada dentro de la obra. Es cuando un simple plano, consigue pasar de su proceso artificial digamos, para convertirse en algo más que una toma; es cuando el director por fin consigue capturar el tiempo, de forma ilimitada. Tarkovsky tenía un estilo magistral para fusionar realidad y sueño, con profundidad espacial, haciendo foco en la alternancia del color con el blanco y el negro o los sepias para mostrar diferentes niveles de la realidad.
Para Tarkovsky a la hora de realizar un guion para su próxima película, tenía siempre en mente mantener esa idea “infantil” o “primitiva” del primer esbozo. Es cuando uno empieza a racionalizar esa idea, cuando pierde el rumbo original de la misma. Cuando se tiene claro la historia que se quiere contar hay que contagiarla al resto de participantes de la película. El director ruso entendía que hacer una película, era un compromiso de todos los participantes en ella desde el diseñador de vestuario hasta el director de fotografía, todos deben tener clara la misma idea. No es solo responsabilidad del director o de los actores saber qué película se está haciendo. No puede caer, según el director ruso, en una labor automatizada donde el arte quede en segundo plano. Ese es, según Tarkovsky, el reto más difícil de un director; el reto de llevar esa idea primigenia a buen puerto y que sobreviva al final de la producción. Con esto no quiere decir, que deba aferrarse como si de un dogma se tratase, sino de mantener vivo el espíritu inicial del largometraje. Es algo inevitable según Tarkovsky, que un director o realizador tenga que darse un golpe de realidad con lo que está trabajando. Puede que haya cosas que vayan surgiendo a medida que se va rodando la cinta, pero es algo natural en todo arte, ya que hay que estar abierto a todas las posibilidades que se pueden presentar. Tarkovsky tenía una clara idea de la historia que quería contar, pero muchas veces entendía que la película debía hablar por si sola y tomar rumbos, que él a priori no había contemplado.
En cuanto a actuación, para Tarkovsky el actor tiene que ser el trasmisor de todas esas verdades que el director pretende expresar, dentro de la película. Por lo general, Tarkovsky buscaba actores con una gran expresividad facial. Actores que no tuvieran que depender de un diálogo, para trasmitir algo delante de la cámara; por poner un par de ejemplos, Margarita Terekhova en El espejo (1975) o Aleksandr Kaydanovskiy en Stalker (1979). No buscaba interpretaciones exaltadas o efusivas, sino interpretaciones que llegaran al corazón del espectador. Que sean el espejo, valga la redundancia, del alma de los personajes que han sido ideados por el director y guionista del film. Tarkovski trabajaba muy detenidamente con cada uno de ellos, siempre por separado. Lo importante para el, era que el actor conviviera con su personaje, antes y durante la producción. Que el personaje llegara a conectar con la verdad inherente del personaje, era el factor imprescindible, que Tarkovsky buscaba en un actor. Un ejemplo claro de esto es la última escena de El espejo (1975), una escena, donde el personaje de Margarita Terekhova no pronuncia una palabra, pero esta conmovida viendo delante de sus ojos, el paso del tiempo. (Historia del Cine.es). Tarkovsky no fue prolifico en películas. De su casi decena de películas que dirigió, siete se pueden calificar de obras maestras. La infancia de Iván (1962) lanza su carrera como director en la antigua Unión Sovietica. La infancia de Iván está inspirada en un relato publicado en 1957 del escritor soviético Vladímir Bogomólov. Es una película que narra la odisea de un pequeño joven llamado Iván, que está decidido a participar en la guerra contra los nazis, pese a su corta edad. La infancia de Iván destaca por ser una película bélica en la que no se ve ningún tiro o confrontación armada, sino más bien explora el mundo interior de sus personajes. Una de las grandes obras del maestro ruso.
Andrei Rublev (1966), basada en la vida y obra del pintor ruso, es una película biográfica en la que Tarkovsky la adapta libremente siguiendo un poco el espíritu del personaje tan misterioso de Rublev. Una película que pese a durar más de tres horas, vale la pena ver por el misticismo de la que se ve impregnada. Con Solaris (1972), se adentró en la ciencia-ficción espacial, a su manera. Basada en la novela de ciencia ficción del escritor polaco Stanislaw Lem, Solaris es una historia espacial que indaga cuestiones trascendentales de los propios tripulantes. Si 2001 Odisea en el espacio (1968) cambió el género de la ciencia ficción por completo, Solaris (1972) introdujo un nuevo subgénero, en donde lo importante no era lo que estaba pasando afuera de la nave, sino dentro de ella. Una obra maestra de la ciencia ficción que demuestra la versatilidad que tenía Tarkovsky a la hora de realizar sus largometrajes. El espejo (1979) es la película más personal del director, donde alcanza su mayor cumbre como creador audiovisual. Una obra tremendamente poética, donde se explora la infancia del joven director y la relación con sus padres. Margarita Terekhova hace de la madre de Tarkovsky, en una de las mejores interpretaciones jamás vistas en la historia del séptimo arte. Una película que no se construye a base de una historia, sino de recuerdos que el propio director tenía de cuando era joven y vivía en una región rural de la antigua Unión Soviética. La película se deshace de todo lo que pueda ser un argumento, mezclando pasado y presente, color y monocromo, noticiero y ficción en un caleidoscopio de reflexiones del director sobre la infancia, la memoria y un siglo de su Madre Rusia. Las reflexiones personales e históricas de El Espejo no están pensadas para encajar de forma convencional, sino que se entremezclan con un capricho onírico. En esta película se destaca el impresionante ojo de Tarkovsky para la belleza simple y deslumbrante.
Nostalgia (1983) es la primera película de Tarkovsky que no fue rodada en su país natal sino en condición de exilado en Italia. La secuencia final del protagonista y su perro frente a su casa mientras la cámara se aleja para revelar su ubicación dentro de las ruinas de una iglesia italiana es una de las imágenes más inolvidables y fascinantes del cine. Su última película, Sacrificio (1986), la produjo en Suecia, en la tierra de su admirado Ingmar Bergman. Una historia que comienza con el cumpleaños del protagonista Alexander, y acaba en una paranoia colectiva debido a que han anunciado el inicio de la tercera guerra mundial. El miedo de un fin que puede estar muy próximo, añadido a las reflexiones de los protagonistas acerca de la sociedad en la que viven, hacen de esta cinta una obra maestra.
Antes de morir, en 1986, Andrei Tarkovski pidió que no fuera enterrado en Rusia. La idea de no volver a jamás a su país, ni vivo ni muerto, había empezado con el exilio en Europa, dos años antes. Era el inevitable desenlace de una relación conflictiva entre un artista, que defendía por encima de todo la libertad en la creación, y el estado comunista soviético (la nomenklatura), siempre enemigo de la expresión de la individualidad. En su diario, que llevó desde 1970 hasta 1986, Tarkovski se queja de las innumerables dificultades que su cine, espiritualista y dubitativo, lento y onírico, suscitaba en la censura estatal: reclamos plagados de la gris estética del realismo socialista, reducción de presupuestos para sus proyectos cinematográficos, marginación mezquina de sus películas y trabas frecuentes para los viajes al exterior. Producto de esta vigilancia y de la insensatez de los guardianes del arte, el más original de los directores rusos se vio obligado a permanecer inactivo durante años. Tarkovski pidió que lo enterraran en el cementerio ortodoxo ruso de Santa Genoveva de los Bosques a las afueras de Paris.
“Tarkovsky es para mí el más grande [director], el que inventó un nuevo lenguaje, fiel a la naturaleza del cine, ya que capta la vida como un reflejo, la vida como un sueño”; Ingmar Bergman.
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