La felicidad eterna de Aldous Huxley

19 FEBRERO, 2012 
Por Egberto Almenas


Tal como lo había previsto, cuando no pudo desoír más al llamado fiero de la muerte, el pensador inglés Aldous Huxley (1894-1963) se hizo suministrar 200 microgramos de LSD para escapar en trance el desgarramiento de la zarpada. Sabía de los olimpos laicos que se agazapan en las profundidades más recónditas del cerebro, y la puerta para fugarse hacia la inexistencia absoluta se le figuraba ahora en esa venturosa infusión de laboratorio. “Por su propia naturaleza, cada espíritu encarnado está condenado a sufrir y a disfrutar en la soledad”, anotó en uno de sus libros más influyentes y demarcadores de una era,Las puertas de la percepción (1954). Hemos de hallar el placer, insistía, a expensas de nuestros propios frutos. ¿Por qué no atenuar la terrible hora impostergable con aquella “gracia gratuita” que también le preludiara al visionario la serenidad ya sin fin de su conciencia?
Escuchémoslo:
“Vivimos juntos, actuamos y reaccionamos el uno hacia el otro; mas siempre y en toda circunstancia, estamos con nosotros mismos. Los mártires van de la mano hacia el estadio —se les crucifican solos. Abrazados, los amantes intentan desesperadamente de fundir el éxtasis en una misma trascendencia —en vano. Las sensaciones, los sentimientos, las previsiones, las fantasías, todos ellos son privados y, salvo a través de los símbolos y de segundas, incomunicables. Podemos extraer información de estas experiencias, pero nunca las experiencias como tales. Desde la familia a la nación, cada grupo humano es una sociedad de universos islas.”
Le había tocado enfrentarse de tal suerte a la utopía irónica de Un mundo feliz (1932), la más famosa entre sus novelas de ideas y cuyos atisbos de una sociedad dominada por la tecnología, tan rayana a la nuestra, todavía aguzan las percepciones en que sobreviene la plenitud. Claro, procurar semejante hazaña suena más que nunca a arrebato de locura, pero he aquí, concluye después de un dopaje clínico con mezcalina una mañana, donde radica el verdadero viaje libertador. La imagen para este “profeta sonriente”, gurú en chalina de la sicodelia californiana, nunca será más deslumbrante que la real. Despéjense primero “las puertas de la percepción”, se cerciora de William Blake, y lo sublime entonces luciría tal como es —infinito.
Su pesimismo edificante originó de su primer viaje a Estados Unidos, donde luego le negaron la ciudadanía por negarse él a las agresiones que la gran nación cinosura acomete tras su “generosa extravagancia”. ¡Cómo espanta allí la renuencia al diálogo verdadero! “Tal vez en ningún lugar hay tan poca conversación… Todo es movimiento y ruido, como el agua del baño que se drena en borbollones hacia el escombro”.
Pero su pacifismo en nada atañe a santurronería alguna. Ningún acto contemplativo elude los valores éticos, y para los religiosos de iglesia la mayor parte de la moralidad, arguye, “es negativa, consiste las más de las veces en prevenir el mal”.Toda alma sin milicia constructora, como compensación, se acoge al boato inútil de los rituales y las supresiones. Un paseo atento por las veredas propias de una montaña moraliza mucho más. El templo no del todo intuitivo de la “percepción directa” allega la “realidad total”, y acopia iluminaciones que clarean como ninguna el país del Yo, hoy “crónicamente necesitado por falta de esa luz”.
Además, ver el mundo interior, dice, ha sido más importante para la humanidad. La frecuentación de lo inamovible engendra desdén. Nada más contrario ni deletéreo a la madre natura que la inercia. Sobrevivir equivale a imponerse al hastío de la razón angélica. Por ello, dice, los cristianos son los más rezagados para el cambio. Hechos a la creencia de la Gran Caída, todavía los ata la vetusta exégesis lallemantiana: nada por estos pagos nuestros ha de maravillarlos hasta que advenga la Encarnación de Cristo. En esa espera, tan poco han hecho para asegurar la igualdad entre los seres humanos, que Hitler en tanto sí se maravilló ante la iglesia católica, “la araña negra” de la cual adoptaba sus arterías de ahogo y dominio a la vez que eximía de sus matanzas a las sectas protestantes, o las “religiones positivas” —decía él—, según la proclividad bruna a la mansedumbre de cada cual.
¿Y qué ha resuelto la ciencia transfundida en Proteo de la que se hablaba antes? “El progreso tecnológico”, nos asegura el veedor de pupila aquejada, quietista inquieto, “apenas nos suple con mejores medios para retroceder.” Empeora la salud íntegra. El coeficiente intelectual decae desde el 1916. El mito de la sobrepoblación sigue siendo una estafa ejecutiva. La pobreza aumenta. Recrudece la iniquidad, el daño ambiental, el desaliento. Cree en cambio que si la mayor tajada de los males nace de nuestros propios desatinos, entonces nos es dable mejorarnos por medio del “sueño pragmático”, el mismo que concibe la postrimería como una inmersión en la hondura ya perfectamente feliz de la nada. Hasta entonces, aconseja, “la ternura ha de ser el mejor homenaje a la ternura”.
Al final, expectante y solo frente al último misterio, se esfumó así en un vuelo encantado sobre lagunas de espumosas fosforescencias. Después de una larga vida de reflexiones, y cuarenta y ocho tomos publicados, tuvo por la más sabia y conclusiva sólo una de todas ellas, y que a su vez, abatido casi por el sonrojo, quiso que fuera su epitafio y el más alto legado de su obra. Escuchémoslo otra vez: “sé amable con los demás”.
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