Nostalgia de París Mario Vargas Llosa

 A finales de los años cincuenta vivían todavía Sartre, Mauriac, Camus, Breton... Mi más vivo recuerdo son los discursos de André Malraux, grandísimo escritor y un orador fuera de serie


FERNANDO VICENTE
Cada vez que vengo a París siento una curiosa sensación, hecha de reminiscencias y nostalgia. Los recuerdos, que fluyen como una torrentera, van sustituyendo continuamente la ciudad real y actual por la que fue y solo existe ya en mi memoria, como mi juventud. He vivido en muchos lugares y con ningún otro me ocurre nada parecido. Tal vez porque con ninguna ciudad soñé tanto de niño, atizado por las lecturas de Julio Verne, de Alejandro Dumas y de Victor Hugo, y a ninguna otra quise tanto llegar y echar allí raíces, convencido como estaba, de adolescente, que solo viviendo en París llegaría a ser algún día un escritor.
POR LA RUTA DE MARIO VARGAS LLOSA EN PARIS (1era parte)Ex- HOTEL WETTER. Paris - Francia
Era una gran ingenuidad, por supuesto, y sin embargo, de algún modo, resultó cierto. En una buhardilla del Wetter Hotel, en el Barrio Latino, terminé mi primera novela y en los casi siete años que viví en París publiqué mis primeros tres libros y empecé a sentirme y funcionar en la vida ni más ni menos que como un escribidor. En el París de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta vivían todavía Sartre, Mauriac, Malraux, Camus, y un día descubrí a André Breton, de saco y corbata, comprando pescado en el mercadito de la rue de Buci. Una tarde, en la Biblioteca Nacional de entonces, junto a la Bolsa, tuve de vecina a una Simone de Beauvoir que no apartaba un instante la vista de la montaña de libros en la que estaba medio enterrada. Eran los años del teatro del absurdo, de Beckett, Ionesco y Adamov, y a éste y sus ojos enloquecidos se lo veía todas las tardes escribiendo furiosamente en la terraza del Mabillon.
La ducha en el hotel costaba 100 francos de entonces —uno de ahora—, exactamente lo mismo que un almuerzo en el restaurante universitario y que una entrada a la Comédie-Française en las matinés de los jueves, dedicadas a los escolares. Los debates y mesas redondas de la Mutualité eran gratis y yo no me perdía ninguno. Allí vi una noche la más inteligente, elegante y hechicera confrontación política que he presenciado en mi vida, entre el primer ministro de De Gaulle, Michel Debré, y el líder de la oposición, Pierre Mendès-France. Me parecía imposible que quienes se movían con esa desenvoltura en el mundo de las ideas y de la cultura fueran solo políticos. Ahora las películas de la Nouvelle Vague no parecen tan importantes, pero en esos años teníamos la idea de que François Truffaut, Jean-Luc Godard, Alain Resnais y Louis Malle y su órgano teórico, Cahiers du Cinéma, estaban revolucionando el séptimo arte.

Los debates y mesas redondas de la Mutualité eran gratis y no me perdía ninguno
Pero, tal vez, si tengo que elegir el más vivo y fulgurante de mis recuerdos de esos años, sería el de los de los discursos de André Malraux. Siempre he creído que fue un grandísimo escritor y que La condición humana es una de las obras maestras del siglo veinte (el menosprecio literario de que ha sido víctima se debe exclusivamente a los prejuicios de una izquierda sectaria que nunca le perdonó su gaullismo). Era también un orador fuera de serie, capaz de inventar un país fabuloso en pocas frases, como lo vi hacer respondiendo, en una ceremonia callejera, al Presidente Prado, del Perú, en visita oficial a Francia: habló de un “país donde las princesas incas morían en las nieves de los Andes con sus papagayos bajo el brazo”. Nunca olvidaré la noche en que, en un Barrio Latino a oscuras, iluminado solo por las antorchas de los sobrevivientes de los campos nazis de exterminio, evocó al mítico Jean Moulin, cuyas cenizas se depositaban en el Panthéon. Entre los propios periodistas que me rodeaban había algunos que no podían contener las lágrimas. O su homenaje a Le Corbusier, con motivo de su fallecimiento, en el patio del Louvre, enumerando sus obras principales, de la India a Brasil, como si fueran un poema. Y el discurso con el que abrió la campaña electoral, luego de la renuncia de De Gaulle a la presidencia, con esa frase profética: “Qué extraña época, dirán de la nuestra, los historiadores del futuro, en que la derecha no era la derecha, la izquierda no era la izquierda, y el centro no estaba en el medio”.
En aquel París, un joven letraherido insolvente podía vivir con muy poco dinero, y disfrutar de una solidaridad amistosa y hospitalaria de la gente nativa, algo inconcebible en la Europa crispada, desconfiada y xenófoba de nuestros días. Había una picaresca de la supervivencia que, con la ayuda de la Unión Nacional de Estudiantes de Francia, permitía a millares de jóvenes extranjeros comer por lo menos una vez al día y dormir bajo techo, recogiendo periódicos, descargando costales de verduras en Les Halles, cuidando inválidos, lavando y leyendo a ciegos o —los trabajitos mejor pagados— haciendo de extra en las películas que se rodaban en los estudios de Gennevilliers. En uno de los momentos más difíciles de mi primera época en París yo tuve la suerte de que el locutor que narraba en español Les Actualités Françaises perdiera la voz y me tocara reemplazarlo.

Contemplar Notre Dame me disipa malos humores y me devuelve el amor a las gentes y a los libros
París fue siempre una ciudad de librerías y, aunque las estadísticas digan lo contrario y aseguren que se cierran a la misma velocidad que se cierran los viejos bistrots, la verdad es que sigue siéndolo, por lo menos por los alrededores de la Place Saint Sulpice y el Luxemburgo, el barrio donde vivo y donde ayer, en un paseo de menos de una hora, conté, entre nuevas y viejas, más de una veintena. Claro que ninguna de ellas tiene, para mí, el atractivo sentimental de La Joie de Lire, de François Maspero, de la rue Saint Severin, donde, el mismo día que llegué a París, en el verano del año 58, compré el ejemplar de Madame Bovary que cambiaría mi vida. Esa librería, situada en el corazón del Barrio Latino, era la mejor provista de novedades culturales y políticas, la más actual y también la más militante en cuestiones revolucionarias y tercermundistas, razón por la cual los fascistas de la OAS le pusieron una bomba. Todavía recuerdo aquella vez, años más tarde de los que estoy evocando, en que llegué a París, corrí a la La Joie de Lire y descubrí que la había reemplazado una agencia de viajes. Probablemente fue allí cuando sentí por primera vez que el esplendoroso tiempo de mi juventud había comenzado a desaparecer. La muerte de esta maravillosa librería fue, me dicen, obra de los robos. Maspero había hecho saber que no denunciaría a los ladrones a la policía, a ver si con este argumento moral aquellos disminuían. Parece que más bien se multiplicaron, hasta quebrarla. Indicio claro de que París empezaba a modernizarse.
Algo no ha cambiado, sin embargo; sigue allí, intacta, idéntica a mis recuerdos de hace cincuenta y tantos años: Notre Dame. Yo vivía en París cuando, luego de tempestuosas discusiones, la idea de Malraux, ministro de Cultura, de “limpiar” los viejos monumentos prevaleció. Liberada de la mugre con que los siglos la habían ido recubriendo, apareció entonces, radiante, perfecta, milagrosa, eterna y nuevecita, con sus mil y una maravillas, refulgiendo en el sol, misteriosa entre la niebla, profunda en las noches, fresca y como recién bañada en las aguas del Sena en los amaneceres. Desde que era joven me hacía bien ir a dar un paseo alrededor de Notre Dame cuando tenía un amago de desmoralización, una parálisis en el trabajo, necesidad de una inyección de entusiasmo. Nunca me falló y la receta me sigue funcionando todavía. Contemplar Notre Dame, por dentro y por afuera, por delante, por detrás o por los costados, sigue siendo una experiencia exaltante, que me disipa los malos humores y me devuelve el amor a las gentes y a los libros, las ganas de ponerme a trabajar, y me recuerda que, pese a todo, París es todavía París.




EL ESCRITOR Y SUS MASCARAS (ANDRÉ MALRAUX: APUNTE BIOGRÁFICO)


“Pregunté a la bordadora: ¿Por qué el último animalito no está tan bien bordado como los demás? Me respondió: Siempre hay que dejar uno así, para no irritar a los dioses. La perfección les pertenece.”
                                                               André Malraux,  Antimemorias
El traslado de los restos de Malraux al Panteón de París constituye el último episodio de una existencia presidida por la angustiosa necesidad de encontrar alguna forma de inmortalidad. Desde sus primeros libros, Malraux habla de “matar la muerte” y, de hecho, esa obsesión le acompañará a lo largo de toda su obra. Aunque nunca ocultó su escepticismo ante los dogmas religiosos, el escritor francés no ignoraba que la conciencia apenas tolera la idea de un mundo dominado por el azar y despojado de toda finalidad. Uno de los personajes de Los nogales de Altenburg (1943) sostiene que “las civilizaciones se suceden solamente para arrojar al hombre al tonel sin fondo de la nada”; la existencia del género humano es un mero accidente y la historia no tiene sentido. Sin embargo, el ser humano necesita a los dioses, pues únicamente ellos pueden “ligar al hombre al infinito.” Por eso, “el siglo XXI será religioso o no será”, ya que de “Dios nadie puede escapar”.
Malraux encontró en la literatura y el arte esa trascendencia sin la cual la vida parece algo pueril y gratuito. Tal vez eso explique su empeño en construir una biografía que le garantizara un lugar en la memoria de los hombres. Hay que reconocer que si ese era su propósito, lo consiguió con creces. Toda su vida transcurrió en la encrucijada entre acción y pensamiento. La fuerza de las ideas y la luz de la experiencia se fundieron en una de las biografías más intensas de nuestro siglo. Su trayectoria vital sólo puede compararse con la azarosa vida de Lawrence de Arabia. De hecho, nos ha dejado un libro inconcluso sobre las peripecias del aventurero inglés. El título de la obra es revelador: El demonio del absoluto. “Parecía que Lawrence -escribe Malraux- estuviese apartado de todo lo que, para la mayor parte de los hombres, constituye la vida misma. Era de esos que ante la vida han preferido una parte de lo absoluto o de lo divino, haciendo de ello su uniforme, la sotana visible o escondida. Lo que turbaba a todos en Lawrence era que estuviese al servicio de un absoluto del que la causa árabe era sólo una faceta, y cuya naturaleza parecía ignorar él mismo.”
La biografía de Malraux está llena de magníficos gestos y de hechos asombrosos. Su pasión por la arqueología y las lenguas orientales le llevaron hasta China en 1925, donde comenzó su aprendizaje de escritor comprometido y hombre de acción. Su implicación en las protestas revolucionarias que años más tarde desembocarían en la guerra civil entre comunistas y partidarios de Chiang Kai-shek, se convertiría con el tiempo en La condición humana, una extraordinaria novela que pertenece al reducido círculo de los libros realmente necesarios.
En 1934, organiza una exploración aérea para encontrar la capital de la Reina de Saba en el sur de Yemen. La expedición casi le cuesta la vida cuando le sorprende en pleno vuelo una tormenta de granizo. Malraux ha relatado el incidente en las Antimemorias. En unas páginas memorables, cuenta que mientras el aparato caía en picado sobre el suelo volcánico y las rocas desnudas de un paisaje lunar, pensó en la línea de la vida de su mano. Su dilatada extensión se contradecía con la perspectiva de un accidente fatal. Cuando el choque parecía inevitable, el piloto logró enderezar el aparato y evitar la catástofre. La muerte había quedado atrás y Malraux escribió en sus memorias: “Cuando me maten de veras, ¿no volveré en una hora semejante, para ver la vida humana surgiendo poco a poco, como el vaho y las gotas en los vasos helados?
El contacto con otras culturas reportará un descubrimiento esencial. El verdadero conocimiento de uno mismo sólo puede conseguirse mediante los otros. Este argumento puede aplicarse perfectamente a la relación de unas culturas con otras. “Sólo podemos sentir por comparación -escribe Malraux-. El genio griego será mejor comprendido por oposición de una estatua griega a una estatua egipcia o asiática que por el conocimiento de cien estatuas griegas.”
En 1935,  Malraux  se desplazó a  la Alemania de Hitler acompañado por André Gide. Ambos abogaron en favor del dirigente comunista Dimitrov, al que los nazis acusaban del incendio del Reichstag. La experiencia le inspiró El tiempo del desprecio, una obra que más adelante repudiaría. La corrección política de la novela malogró la agudeza y penetración que el autor demuestra en otros relatos. El relato, que apenas ocupa sesenta páginas, tiene, no obstante, el mérito de erigirse como una de las primeras denuncias contra Hitler en una Europa que se empeñaba por aquel entonces en cerrar los ojos ante la amenaza del nazismo.
Un año después, Malraux se trasladó a  España para participar en la defensa de la Segunda República. A los tres días escasos de comenzar la guerra,  aterrizó con su mujer en Madrid, donde les recibieron Max Aub y José Bergamín. El escritor ya había visitado la capital unos meses antes. En esa ocasión, había conocido personalmente a Azaña y a otros políticos importantes. Esas entrevistas facilitaron enormemente sus propósitos. Cuando llegaron las Brigadas Internacionales, Malraux ya había organizado una escuadrilla de aviación que se llamó en un principio España y que más tarde tomaría el nombre del escritor. Su participación en la guerra civil española quedó reflejada en La esperanza, publicada en diciembre de 1937. El verdadero protagonista de esta novela no son los personajes que articulan el relato, sino el pueblo español en su lucha contra el fascismo. En uno de sus últimos textos, Malraux advierte que los libros que concentran todo su esfuerzo en la explicación de un acontecimiento histórico, subordinan todos los elementos de la trama -personajes, argumento, estilo- a ese propósito. Desde esta perspectiva, “la biografía del autor no tiene más interés que la de un geómetra o de un violinista”.
La novela renueva la vieja relación entre guerra y literatura. Resulta inquietante comprobar que este vínculo ya se encuentra en los textos fundacionales de la literatura occidental. La Ilíada, los ciclos artúricos o El cantar de Roldán así lo atestiguan. Los hombres matándose entre sí constituye el tema más viejo de nuestra tradición literaria. Al igual que la guerra, el amor se halla en el inicio de la literatura occidental. Esta relación refuerza la sospecha de que el erotismo y la muerte están ligados por un lazo perturbador que arroja una incierta sombra sobre nuestra cultura.
La esperanza se llevó al cine con muchas dificultades. El desmonoramiento del frente de Aragón motivó que las últimas escenas se rodaran en unos estudios de París. Max Aub, que participó en el rodaje como ayudante de dirección, nos ha dejado un retratro espléndido de las peripecias que impidieron finalizar la película en suelo español. El equipo de rodaje tuvo que huir de Barcelona y más tarde de Figueras ante el avance de las tropas de Franco. “Seguimos hacia la frontera (…) y el 5 o 6 de frebrero logramos pasar, ante ojos asombrados, aquel avión cortado por la mitad que llevamos a los estudios de Joinville.”  Aquel armatoste era imprescindible para la filmación de las últimas secuencias, pero la avalancha humana que huía hacia Francia no estaba al corriente de estas vicisitudes. Sólo veía a un insólito artefacto que se abría paso entre la muchedumbre. Aquel extraño objeto imprimía a la situación una sensación de irrealidad que no contribuía a mitigar el sufrimiento de los refugiados.
La adaptación cinematográfica, que se llamó Sierra de Teruel y que dirigió el propio Malraux, se estrenó en París en los últimos días de julio del año 39. La proyección se realizó en privado y contó con la presencia de Negrín, presidente de la república en el exilio. La película utiliza un lenguaje inspirado en los procedimientos del cine soviético y del expresionismo alemán. En ese aspecto, se anticipa al neorrealismo, pues emplea por vez primera imágenes reales y un ritmo que imita el estilo narrativo de los reportajes y los documentales. Malraux explicó que el propósito de la cinta era recrear la transformación del impulso revolucionario en una estructura organizada capaz de luchar contra la injusticia y el oprobio. “Nuestra modesta función -reflexiona uno de los personajes del relato- es organizar el Apocalipsis”. La disyuntiva es muy sencilla: “transformar el Apocalipsis en ejército o reventar.” 
El fin de la guerrilla marcará el inicio de un ejército. El coraje es muy valioso, pero no hay fuerza colectiva capaz de resistir a los aviones y a las ametralladoras. “A Franco le importa un bledo el fascismo, pues sólo es un aprendiz de dictador venezolano”, pero puede ganar la guerra gracias a la disciplina y organización de sus tropas. El mito del pueblo en armas puede conducir a la derrota, pues las guerras de este siglo son guerras técnicas y la victoria nunca llegará si nos extravíamos “hablando sólo de sentimientos.” La  revolución rusa tampoco debe convertirse en un ejemplo, pues si bien es cierto que, políticamente, constituye “la primera revolución del siglo XX, militarmente es la última del siglo XIX.” La aparición de los tanques y la aviación han cambiado completamente el panorama. La sublevación popular está condenada al fracaso si sólo opone su coraje al mortífero poder de las armas modernas. 
Malraux no oculta su convicción de que los cambios políticos sólo pueden materializarse mediante el empleo eficaz de la violencia. Las tendencias espontáneas de los momentos iniciales de una revolución deben subordinarse a una estrategia organizada. El personaje de Manuel encarna perfectamente este proceso. Al comienzo de la narración, Manuel es un revolucionario sentimental e indisciplinado. Poco a poco, se convertirá en un jefe militar que no se deja arrastrar por sus emociones y que se pliega a los dictados del partido comunista. Su evolución confirma que “hay más nobleza en ser un jefe que en ser un individuo.” Malraux opinaba que lo importante no es el hombre, sino la condición humana. El sentido práctico nos dice que niguna transformación política puede prosperar, sin la subordinación del individuo a los intereses colectivos. Las revoluciones comienzan en forma de motines, pero sin organización y disciplina se ahogan en el fracaso. “No se trata ya de dar ejemplo, sino de vencer.” La fuerza más grande de la revolución no es la esperanza, sino el poder de las armas bajo una disciplina férrea. Estas consideraciones, que nacen de su experiencia personal en varias revoluciones, le permitirán adaptarse con facilidad al pragmatismo inherente al ejercicio de un cargo público. Cuando De Gaulle le llama para formar parte de su gobierno, su pasado como conspirador se pondrá al servicio de su gestión como hombre de estado. No obstante, unos momentos más tarde reconoce: “No he subido un solo peldaño en el sentido de una eficacia más grande, de un mando mejor, que no me haya separado más de los hombres. Cada día soy un poco menos humano.”
Sin embargo, el pragmatismo es peligroso. El terror sistemático empleado por el ejército de Franco obedece al inhumano propósito de ganar la guerra a cualquier precio. El predominio de un punto de vista basado exclusivamente en la eficacia tiene un reverso tenebroso. Manuel reprime sus sentimientos personales para ordenar la ejecución de dos desertores. Uno de ellos -el más joven- se abraza a sus piernas, suplicando clemencia con lágrimas y gritos de terror. Manuel no cede y los desertores son pasados por las armas. “Sabía lo que había que hacer y lo he hecho. Estoy resuelto a servir a mi partido, y no me dejaré detener por reacciones psicológicas. No soy un hombre que tenga remordimientos.”  Malraux no reparó en que puede aplicarse a Manuel lo que él mismo dice de otro de sus personajes, un anarquista que vive la revolución como “una forma de realización de sus deseos éticos. Lo más peligroso de estos semicristianos es el gusto por el sacrificio: están dispuestos a cometer los peores errores con tal de pagarlos con la vida.”
La idea de que las revoluciones hacen mejores a los hombres aparece varias veces a lo largo de la novela, pero Malraux tampoco oculta esa crueldad inevitable que nunca falta en las convulsiones sociales. Ante los gritos de dolor que escucha en la sala de un hospital, Manuel toma conciencia de que “la guerra consiste en hacer lo imposible para que pedazos de hierro entren en la carne viva.” 
Hacia el final de la novela, un militar republicano que se confiesa marxista evoca los horrores de la retaguardia: “He visto todo lo que se puede ver, he visto a un hombre jugarse a la vida a cara o cruz, he esperado con impaciencia la llegada del domingo porque ese día se suspendían los fusilamientos. He visto a hombres jugar al frontón en la pared donde quedaban todavía pedazos de sesos y pelos de los presos.” Sin embargo, la revolución es hermosa, hay “una alegría semejante a la de la multitud en el carnaval.” Tal vez, “las revoluciones sólo son  las vacaciones de la vida”, un efímero periodo de exaltación, pero durante esos momentos “los hombres viven según sus sueños”Es como si “los muertos se pusieran a cantar”. Hay algo insospechado en esos instantes, “una fraternidad que no se encuentra  sino del otro lado de la muerte.”
Malraux no rehuye el tema de la persecución religiosa, pero, sin justificar el asesinato de sacerdotes y la destrucción de conventos y catedrales, apunta que el anticlericalismo no ha surgido de la nada. Durante mucho tiempo, la Iglesia española sólo se ha preocupado de asegurar el orden social, invocando la mansedumbre y la resignación, pero “no se enseña a tender la otra mejilla a gente que desde hace dos mil años no ha recibido sino bofetadas.” Lo cierto, en cualquier caso, es que hay más fraternidad en la calle que en cualquier recinto religioso. La postura de Malraux recuerda las opiniones de Gerald Brenan, el cual señala en El laberinto españolque la intransigencia política y la ausencia de virtudes cristianas convirtió a la Iglesia española en “el símbolo de todo lo que hay de más vil, más estúpido y más hipócrita.”
La esperanza contiene escenas memorables, como el asalto al Cuartel de la Montaña (“Madrid, vestida con todos los disfraces de la revolución, era un inmenso estudio nocturno”) y la recuperación de los objetos empeñados en los montepíos (“toda la miseria de Madrid ha venido ha recuperar sus edredones, sus cadenas de reloj, sus máquinas de coser… Es la noche de los pobres.”). La prosa se inscribe en la mejor tradición de la literatura francesa: lirismo, profundidad, ritmo, equilibrio, simetría. Por ejemplo: “Entraba en una España eterna. Más allá del primer pueblo con los graneros sobres balaustradas, el auto llegó ante una garganta pálida bajo el cielo gris, donde parecía soñar despierta la silueta con los cuernos separados de un toro de lidia. Una hostilidad primitiva subía de la tierra. Por todos lados sólo había campos escalonados, rocas o árboles. Aquella tiera era un suelo sin esperanza.”
A pesar de estos aciertos, la novela exhibe muchas insuficiencias y debilidades. La acción es confusa y prolija. Los capítulos se suceden caóticamente, sin una estructura coherente que articule el relato. Los personajes son esquemáticos y superficiales. No tienen consistencia psicológica y,  en la mayoría de los casos, sólo son meros vehículos de posturas e ideas políticas. Apenas hay personajes femeninos y los partidarios de Franco no superan en ningún momento su condición de caricaturas banales y estereotipadas. La ausencia de humor propicia un tono enfático y sentencioso que no favorece a la novela. La premura en la redacción del texto y su propósito declarado de contribuir a la victoria de la causa republicana explican en cierta medida las deficiencias del texto. Podría pensarse que la literatura y el compromiso político son incompatibles, pero la existencia de obras tan comprometidas como el Réquiem por un campesino español o la serie de novelas de Max Aub agrupadas bajo el título Laberinto mágico, demuestran lo contrario.
Desde otro punto de vista, también puede reprocharse a Malraux su inhibición ante la persecución política desatada por los comunistas en la España republicana. Su recelo hacia las milicias populares contrasta, por ejemplo, con el testimonio de Orwell. EnHomenaje a Cataluña, su descripción sobre los hechos que condujeron a la disolución del POUM y al asesinato de Andrés Nin, impide la más leve complacencia hacia el partido comunista en aquellos días de mayo. Malraux elogia el sentido de la disciplina y la eficacia de los comunistas, pero no menciona los funestos métodos empleados por sus dirigentes para aniquilar a sus enemigos políticos. La hostilidad de éstos hacia el trotskismo llegó hasta el punto de anteponer la represión de las disensiones internas al curso mismo de la guerra. Orwell relata con horror las condiciones en que se encontraban los miembros del POUM encarcelados en prisiones improvisadas. “Estas cárceles -escribe- eran lugares que sólo pueden describirse como mazmorras. En Inglaterra, para encontrar algo comparable, había que retroceder al siglo XVIII.” Y lo más escandaloso era que “todos los que estaban allí pertenecían a los sectores más pobres de la población obrera.”
Orwell tuvo que esconderse, pues “el mero hecho de haber servido en la milicia del POUM bastaba para ir a la cárcel.” Todo parecía anunciar que se preparaba “un gigantesco proceso amañado seguido de una matanza de troskistas eminentes.” La muerte de Andrés Nin puso de manifiesto que esos temores no eran infundados. Nin, que no había mostrado mucha preocupación ante los crímenes cometidos en Lérida por miembros del POUM durante los primeros días de la guerra, fue detenido y trasladado a la catedral de Alcalá de Henares, transformada en prisión por los agentes soviéticos enviados por Stalin. Secretario de Trosky en los años veinte y traductor de su obra al castellano y al catalán, Nin había denunciado repetidamente los métodos empleados en la Unión Soviética para estrangular a la oposición política. Su condena de los procesos de  Moscú y su negativa a aceptar un mando único controlado por el partido comunista, le costó la vida. Nin fue torturado, pero demostró una resistencia al dolor físico verdaderamente asombrosa. Se negó a firmar una supuesta confesión en la que admitía su culpabilidad y la de sus camaradas. Probablemente, fue fusilado en un punto indeterminado de El Pardo. Sus verdugos ocultaron el hecho y urdieron la mentira de que un grupo de espías nazis habían simulado su detención para acusar a los comunistas del suceso. De acuerdo con esta hipótesis, Nin era un agente alemán al servicio del fascismo. Negrín ofreció esta explicación a Azaña, que preguntó sorprendido si aquella versión no era un tanto novelesca. Por el contrario, José Bergamín estimó que todo aquello no era más que la pura verdad y escribió que los dirigentes del POUM debían ser juzgados sin derecho a defensa. Malraux, que por aquellas fechas se encontraba en España, no contempló los acontecimientos con desagrado. A fin de cuentas, la milicia del POUM se oponía a cualquier forma de disciplina y sólo había contribuido a mantener el caos reinante en las trincheras republicanas.
Malraux siempre estuvo en el lugar adecuado, nunca se dejó seducir por fantasías totalitarias y no escatimó riesgos para luchar por sus ideas, pero su participación en algunos de los conflictos más dramáticos de este siglo desplazó las consideraciones humanitarias, imponiendo en su conciencia la lógica inhumana de la guerra. Es imposible negar que la ausencia de un mando unificado y la indisciplina de las milicias contribuyó de forma decisiva en la derrota de la Segunda República, pero -incluso desde este punto de vista- se hace difícil aceptar que los objetivos militares justifiquen los juicios sin garantías y las ejecuciones sumarísimas. Tal vez, las cosas se vean de otro modo en el umbral del siglo XXI, pero hoy no resulta sencillo aceptar que un delito como la deserción se haga acreedor de un castigo tan terrible como la muerte. La inexistencia de grandes amenazas y la propagación de los ideales pacifistas entre la juventud europea arrojan acaso una mirada algo ingenua sobre los medios necesarios para contener las oleadas de fanatismo e intransigencia liberadas por las doctrinas totalitarias, pero también conviene recordar que hubo voces que se levantaron contra el imperio de la barbarie sin establecer distinciones ni reparar en  bandos. 
Hablamos, por ejemplo, de Saint-Exupery, que trabajó en España como corresponsal de guerra entre 1936 y 1938. Horrorizado ante los fusilamientos perpetrados en el sector republicano, escribe: “Con cal o con petróleo queman a los muertos como abono para los campos. No hay ningún respeto hacia el hombre. En todos los partidos se han acorralado las conciencias como si fueran una enfermedad.” Para Saint-Exupery, cada existencia humana tiene un valor inapreciable. Cuando muere un hombre no reparamos en que “jamás volverá a formarse un logro individual semejante. Nunca, ni por asomo, volverá a oírse esa risa, ni ese tono de voz, ni los matices de esas réplicas. Cada individuo es un milagro.” Saint-Exupery opina que no existen causas trascendentes que justifiquen el sacrificio individual. Los seres humanos están por encima de las ideas y de los conceptos. “La grandeza del hombre no reposa sólo en el destino de la especie: cada individuo es un imperio.” 
A los pocos meses de finalizar la guerra civil española, comienza la Segunda Guerra Mundial y Malraux se incorpora a la Resistencia, donde alcanza el grado de coronel al mando de la brigada “Alsacia-Lorena”. Capturado por los alemanes, es interrogado y sometido a un atroz simulacro de fusilamiento. Ante la perspectiva de la tortura, advierte a los que le interrogan que la organización de la Resistencia “se basa en el hecho de que ningún ser humano puede saber qué hará si lo torturan. (…) Mis hombres saben que si alguno de nosotros se acerca rascándose la nariz es porque lo siguen los alemanes. Los nuestros le disparan a la cabeza antes de escapar para que no vuelvan a torturarlo.”  Trasladado a las dependencias de la Gestapo, Malraux no ignoraba que existían al menos diez razones para fusilarlo. Seguramente sabían que era coronel de los maquis y presidente del Comité mundial antifascista y de la Liga contra el antisemitismo. Mientras espera en su celda rodeado de otros camaradas que ya han sido interrogados, no puede reprimir cierta angustia. A fin de cuentas, “nadie afronta alegremente la tortura. Pensé que había escrito mucho sobre ella y que eso se convertía en una premonición.” Malraux  concebía el dolor como una experiencia sagrada; muchas veces repetirá que para él es una especie de absoluto. “La muerte no es algo tan serio; el dolor, sí.” En La condición humana afirma con rotundidad que “fuera del sufrimiento físico, no hay nada real“.
Al igual que en otras ocasiones, Malraux se libra de la tortura. Esta vez será gracias a que los alemanes no encuentran su expediente. Después de un confuso interrogatorio verbal, le devuelven a su celda. A la mañana siguiente, comienza a circular el rumor de que París ha sido liberado. Unas horas más tarde, los aliados comienzan a bombardear las inmediaciones de la prisión. Los alemanes abandonan la posición y emprenden la retirada. Los prisioneros salen de la cárcel cantando La Marsellesa.
La impecable trayectoria de Malraux durante la contienda -su brigada participó en la defensa de Estrasburgo y conquistó Stuttgart al final de la guerra- le convierte en un héroe nacional. De Gaulle le nombra ministro de información en el gobierno provisional de 1945-46. Malraux acepta el puesto con la idea de que sería imperdonable desperdiciar la oportunidad  de intervenir en el destino de Francia. Hasta entonces, Malraux había comulgado con la ideología comunista en su versión más ortodoxa. No obstante, jamás había militado en ningún partido político y en sus libros nunca había ocultado su simpatía por las ideas anarquistas. Cuando el gobierno pierde las elecciones, abandona la política y sólo volverá a ella en 1967 para ocupar la cartera de cultura bajo un nuevo mandato del general De Gaulle. Al frente del ministerio, impulsará la creación de casas de cultura y la restauración de los monumentos más significativos de París. Su pasión por Oriente le conducirá de nuevo a China y la India, donde  mantendrá contactos con Mao y el Pandit Nehru. Este último, le recordará en uno de su encuentros que “la libertad debe buscarse entre los muros de las prisiones”.
Ante las acusaciones de haber vuelto la espalda a sus convicciones políticas, Malraux responderá que su pensamiento simplemente ha experimentado una evolución donde no pueden apreciarse rupturas ni grandes contradicciones. “Cuando tenía veinte años -explicará en 1969 en una entrevista- abracé la causa del proletariado, algo tanto más natural cuanto que en aquel tiempo el internacionalismo era todavía algo muy poderoso. Con bastante rapidez resultó evidente que el proletariado desaparecería en Rusia y que lo que había sido la gran idea del siglo XIX ya no iba a ser en el XX. Este siglo ha sido el de las guerras nacionales, y así pues a través de la Resistencia abracé la idea de Francia… Tenía un lazo con una colectividad concreta, el proletariado, y después lo he tenido con otra colectividad llamada Francia, y para mí no hay ninguna especie de diferencia ni de ruptura. Cuando digo ruptura quiero ir más lejos pues, sobre todo, no hay diferencia de comportamiento. El lazo profundo es el mismo.”
Malraux murió en 1976. Rodeado de gatos y obras de arte, pasó los últimos años de su vida en el solitario castillo de Verrières-le-Buisson. Antes de morir, todavía tuvo tiempo de profetizar el resurgir de los nacionalismos y del fundamentalismo religioso.
La extraordinaria vida de Malraux ha despertado el deseo de emulación en buena parte de los escritores en ciernes. “Era la vida que hubiera querido tener”, ha escrito Vargas Llosa. Sin embargo, la biografía de Malraux no está exenta de sombras ni de episodios luctuosos. La tragedia marcó la historia de su familia. Su abuelo se quitó la vida y su padre siguió el mismo camino. Su primera mujer murió en un accidente y dos de sus tres hijos fallecieron en circunstancias parecidas. El suicidio de su abuelo le inspiró unas páginas tan estremecedoras como hermosas: “Los hombres del hospital acababan de llevarse el cuerpo y la electricidad seguía encendida. (…) La muerte estaba allí con la inquietante luz de las lámparas eléctricas cuando se adivina la luz del día tras las cortinas y la huella imperceptible que dejan quienes se han llevado los cadáveres. (…) La cama conservaba el hueco donde se había acomodado el cuerpo de mi abuelo y parecía que nadie se hubiera atrevido a expulsar a la muerte de aquella habitación.”



Junto a estos dramáticos hechos, podemos encontrar en la vida de Malraux algunos acontecimientos que exhuman esa parte oscura que se agazapa en el interior de cada hombre. A los veinte años, fue encarcelado en Indochina bajo la acusación de robar piezas de arte y estatuas en viejos templos abandonados. Salió de la cárcel gracias a un indulto que le proporcionó su incipiente prestigio como escritor. También actuó de forma irresponsable al organizar la escuadrillaEspaña. Malraux no era piloto ni sabía gran cosa sobre aviones. Su primera mujer, Clara, le reprochó su atrevimiento y, tras una serie de descalabros, el gobierno de la República le pidió amablemente que dejara la escuadrilla en otras manos. El escritor podía servir mejor a la causa republicana por otros medios. La participación de Malraux en la guerra civil española no modificará su identificación con la ideología comunista. Uno de sus biógrafos reconoce que “cerraba los ojos sobre los crímenes cometidos, no solamente en la URSS, sino también en la pobre república española de Largo Caballero.” Por esas fechas, Malraux opinaba que “Stalin había devuelto la dignidad a la humanidad y que, del mismo modo que la Inquisición no alcanzó al cristianismo en su dignidad fundamental, tampoco los procesos de Moscú han disminuido la dignidad fundamental del comunismo.”
El itinerario vital de Malraux alberga otros puntos oscuros. Desde muy joven, comenzó a editar pornografía de forma clandestina. Más adelante, empezó a especular en la Bolsa con el dinero de su mujer. Se hizo rico en unos meses, pero no tardó en perder todas sus ganancias por culpa de su imprudencia y temeridad. Durante sus últimos años, su afición por el Pernod le puso al borde del alcoholismo.
El pensamiento de Malraux se basa en la necesidad de combatir la injusticia y restablecer la dignidad de los hombres ahogados por la pobreza y la marginación. Uno de los personajes de Los conquistadores (1928) exclama “no hay más que dos razas: los miserables y los otros.” Lo más lacerante de la miseria es que se pierde el respeto por uno mismo. “Un pobre -dice el mismo personaje- no puede estimarse.” La pérdida de la autoestima conduce al resentimiento y, en ocasiones, a la violencia. El terrorismo es una repuesta a la humillación. Kyo, el joven comunista de La condición humana (1933), entiende la revolución como el proceso que devuelve al hombre la dignidad. Sin embargo, Malraux no se engaña y expresa su desengaño ante la naturaleza humana por medio de otro personaje, Garin, un luchador antifascista que se resiste a entrar en el partido comunista porque no ignora que los pobres se volverán abyectos en cuanto accedan al poder. La bondad del pueblo no procede de la virtud, sino del sentimiento de derrota.



Malraux contemplaba el individualismo como una lacra de nuestra cultura. La transformación de la sociedad resultará inviable mientras no se supere ese obstáculo. “El hecho capital de Occidente -apunta Malraux- es la necesidad en que se encuentra casi toda la juventud europea de romper con el esfuerzo de un siglo. Toda la pasión del siglo XIX, fijo en el hombre, se expande en la afirmación vehemente de la excelencia del yo. Pues bien, ese hombre y el yo, construidos sobre tantas ruinas, y que todavía nos dominan, lo queramos o no,no nos interesan.”  A pesar de estas afirmaciones, Malraux no puede ocultar, por mucho que le pese, que en realidad pertenece a esa estirpe de intelectuales que miran al siglo XIX con nostalgia. Su simpatía por las masas y por la idea de una humanidad subordinada a los intereses colectivos choca frontalmente con su fascinación por la figura del héroe romántico. La intervención de Malraux en contiendas extranjeras recuerda la participación de Byron en la guerra de independencia helena y sigue el ejemplo de T.E. Lawrence, que organizó la sublevación de las tribus árabes contra el imperio otomano. El anacronismo de estas ideas despertó la hostilidad de Sartre, que no ocultó su desprecio por los escritores involucrados en los conflictos de países ajenos. A la figura del héroe, opone la imagen del militante. “La sociedad que los militantes quieren edificar -explica Sartre- excluye rigurosamente a los desesperados y sus magníficas generosidades.”
Malraux advirtió la soledad del hombre contemporáneo ante la ausencia de Dios. La crisis de las religiones había provocado un gran vacío que sólo podría ocupar la idea de revolución. Esta coyuntura empuja al ser humano a comprometerse con la acción, pues ésta es la única que puede devolverle el sentido a su existencia. El hombre comprometido con una idea consigue resolver la dicotomía existente entre la acción y el pensamiento y logra imprimir un significado a su peripecia vital. El ser humano, por tanto, no es “lo que sueña”, ni tampoco “un mísero montón de secretos. (…) “El hombre es lo que hace” y lo más primordial, lo que constituye la esencia de su intimidad, sólo sale a la luz con su muerte. André Maurois señala que para Malraux el reto de la muerte era una forma de erotismo.
Esta concepción de la muerte nos conduce al dominio de la creación artística. Al igual que Heidegger, Malraux creía que la esencia de las cosas sólo se revela a través del arte. La obra de arte expresa la intimidad más honda de cada hombre e innegablemente constituye un “antidestino”, pues sólo ella logra “arrancar algo a la muerte.” La muerte al fin venció a Malraux, pero su yo, hiperbólico, excesivo y grandilocuente hasta rozar la pantomima, aún mantiene la atención de los focos, que le siguen por el escenario reservado a los grandes seductores. 
                             RAFAEL NARBONA
http://rafaelnarbona.es/

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