El suicidio: ¿Pasión por la vida? Textos, Vídeos,Música y otras ( II Parte)

El deseo es el motor de la vida, pero su exceso –un ansia ilimitado y perverso– puede ser también motor de la propia muerte.


A lo largo de la historia de la Filosofía y la Literatura, numerosos autores han tratado de buscar y desentrañar el mecanismo por el que los seres humanos podríamos contrarrestar la incansable fuerza por la que nos vemos impelidos a cumplir nuestros anhelos, fueran estos perseguidos inconscientemente o no. Si acudimos a los poemas de Homero, a las funestas tragedias de Shakespeare, a las novelas de Hermann Hesse o Thomas Mann, o al pensamiento de Aristóteles, Kant o Foucault, observaremos cómo la capacidad de desear ha ocupado desde siempre un primer plano en sus reflexiones, ya fuera en forma de adoctrinamiento o como intento de mostrar la complejidad de aquella alma para la que Madame de Staël reclama un necesario reposo. 


A pesar de la dificultad  que presenta el autoconocimiento (denunciada también en toda época por literatos y filósofos), y aunque constituya en innumerables ocasiones la fuente de todo dolor (como no dudaría en afirmar Schopenhauer), quizás hayamos de conceder al deseo el privilegio de ser el auténtico motor que nos permite no desfallecer en el empeño de vivir cuando, por ejemplo, el hastío o la desesperación se adueñan de nosotros. Dicho brevemente: el deseo define la existencia como una sed sin posibilidad de saciarse.  



Pero ¿esconde algún peligro el hecho de observar la vida como un desajuste insalvable entre la aparición de los deseos y su satisfacción o insatisfacción en el orden fáctico? O de otra manera: ¿es la vehemencia de nuestros deseos la que nos precipita contra los obstáculos que encontramos a nuestro paso? ¿Pueden nuestras querencias y esperanzas –aquello que nos invita a perseverar en la existencia– convertirse en el acicate que nos empuje a no querer vivir? ¿Cómo transita aquel deseo de vida hacia un apremiante deseo de muerte?  



Pocos temas han levantado tantas ampollas en la historia del pensamiento como la decisión de poner fin voluntariamente a nuestra vida. Arthur Schopenhauer escribía al final del primer volumen de El mundo como voluntad y representación que el suicidio (en alemán, Selbstmord), lejos de ser la negación de nuestra voluntad, supone por el contrario el fenómeno de su más fuerte afirmación. Si algo desea el suicida por encima de todo es, a su juicio, la propia existencia; la única nota que distingue al suicida de una persona que permanece en este mundo es la de hallarse especialmente descontento con las condiciones en que tal vida se le da, pues “él quiere la vida, quiere una existencia y una afirmación sin trabas del cuerpo”. Así pues, en la persona que decide cometer un suicidio se daría un “exceso” de voluntad de vivir que, por otra parte, se vería inhibida al saberse esclava de un fútil y efímero fenómeno individual (el cuerpo físico). 



Varias pueden ser las causas de este descontento. Baltasar Gracián explicaba sin miramientos en la “Crisis Quinta” de El Criticón que con la llegada a la vida, el hombre parece introducido “en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, vese metido en el lodo de que fue formado: y ya, ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir de él como mejor pudiere? […] Ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo y que poco aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes”. Si retornamos a los escritos de Madame de Staël, quien considera que el suicidio no es justificable aunque este sea un mundo repleto de maldades y problemas innumerables, leemos que “al hombre le está permitido intentar curarse de todos los males: lo que le está prohibido es destruir su ser, el poder que le ha sido concedido para escoger entre el bien y el mal. Existe por este poder, y por él debe renacer. Todo está subordinado a este principio de actuación, en el que se fundamenta por entero el ejercicio de la libertad”. 



Sin embargo, debemos preguntarnos si puede darse alguna circunstancia en la que se rompa esta “lógica de la vida”, un momento en el que aquella libertad se quiebre de tal forma que no se desee poner límites a un destino que aparece no solo como inexpugnable, sino también como poseedor de una fuerza que arrasa con cualquier atisbo de iniciativa o acción. Es entonces cuando el sinsentido se apodera de nuestra conciencia y nuestro universo emocional se tiñe de negro. Frente a la concepción clásica de un infierno vertical, al que somos llamados en virtud de una condena que nos es impuesta tras juicio sumarísimo y decisión inapelable, Ana Carrasco Conde, profesora de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid, se refiere en una obra de reciente publicación (Infierno horizontal, Plaza y Valdés) a una nueva concepción de infierno, impuesta por una mismidad (o yo) que se vuelve destructiva a fuerza de encerrarse en los límites de su –autocreada– prisión. Ya no es necesario ser enviado a un lugar ignoto, plagado de seres que pagan eternamente su condena: en esta nueva concepción, el infierno se padece en vida.  



El auténtico infierno no es el impuesto desde fuera, sino el que el condenado se impone a sí mismo. El suicida renuncia a ser quien es a base de encerrarse en su mismidad, carece de medios para encumbrarse a un horizonte exterior. Así lo explica Carrasco Conde en la obra mencionada: “Sin afuera. La conciencia extrema desemboca en obsesión: es opresión, aplastamiento contra un muro. Mismidad opaca que atrapa al yo. La conciencia extrema es la conciencia de la imposibilidad de salida […]. Y ese es el infierno: cuando no hay salida ni nada que hacer, cuando lo que hay es yo y solo yo, cuando no hay diferencias ni percepciones nuevas, sino la amargura del siempre lo mismo. Nada puede cambiarse. Nada varía. […] No hay lugar para el olvido porque el condenado vive en el eterno presente del dolor. Nada pasa. Nada cura. Nada puede ser superado. Locura del ahora. Imposibilidad de cicatrización”.  ¿Pero qué ocurre, como decíamos, cuando la lógica de la vida, la que nos empuja a persistir en la existencia con su misteriosa inercia, parece truncarse? ¿Qué nos empuja –siguiendo la expresión de Jean Améry– a “levantar la mano” sobre nosotros mismos? 



¿Se trata, como asegura Schopenhauer, de una batalla en la que somos vencidos por la incapacidad de hacer frente a las circunstancias que nos son dadas, como si la vida fuera querida hasta el punto de cambiarla por la muerte? Frente a esta perspectiva, en la que el suicida no sale bien parado, podemos traer a colación a un filósofo absolutamente olvidado por la cultura española (quizás por la falta de traducciones a nuestro idioma): Philipp Mainländer. Su pensamiento fue tildado desde el principio como pesimismo radical, y en él lleva hasta las últimas consecuencias las tesis defendidas por el propio Schopenhauer: “Dios ha muerto y su muerte es la vida del mundo”. Para Mainländer, el universo no es más que el cadáver resultante del suicidio de Dios; Dios ha muerto, como poco tiempo después anunciaría Nietzsche, pero no porque los hombres lo hayamos matado, sino porque él mismo eligió libremente morir, aniquilarse. ¿Por qué? Al cobrar conciencia de que el ser es insoportable, y que por tanto, el no ser o la nada resultan preferibles. Observamos así la radicalización desaforada de las tesis de Schopenhauer. En uno de sus poemas de juventud, escribía un convencido Mainländer: “En la oscura vida humana/ solo una cosa brilla por la que merezca la pena esforzarse;/ y esa es la tumba; admitámoslo/ sinceramente”. Si alguna vez existió en el mundo una unidad o una armonía simple, para Mainländer ha quedado destruida, está muerta, y el universo entero es presidido por una única ley: la del debilitamiento de la fuerza en general, la ley del dolor en la humanidad en particular. Si Schopenhauer situaba lo metafísico en la voluntad, Mainländer aprovechará tal apelativo para referirse al “exterminio” (al fin de la vida) como aquello que se encuentra fuera o más allá del mundo. 



Desde la visión de Mainländer, y tomando también en consideración las tesis de alguien como Améry, quien vivió en primera persona las atrocidades cometidas por el Tercer Reich alemán de Hitler en los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, el suicida vive intensa y plenamente cuando decide dar el paso voluntario hacia su muerte, es él quien dice la primera palabra y se cree legitimado para no esperar a morir de forma “natural”. Para ellos, la vida no es el bien supremo. El acto de “saltar” hacia la muerte está repleto de sentido para el suicida. Para el que comete suicidio – o muerte voluntaria, como prefería llamarlo Améry–, el indulto solo puede ser concedido por el que lo lleva a cabo, en ello consiste su verdadera libertad: “De este modo la muerte se torna vida, así como la vida desde el nacimiento es ya morir. De pronto, la negación se torna positividad”. 


Para terminar, podemos preguntarnos de la mano de Camus en El mito de Sísifo si las verdades aplastantes no desaparecen cuando son reconocidas. Aunque ¿es suficiente con asumir todo cuanto conlleva la existencia, o se hace necesaria la rebelión frente a un destino que no duda en cargar contra nosotros cuando parecemos más desvalidos e inermes? Y esta forma de rebelión, ¿quién la decide cuando creemos haber llegado a un límite en el que ni siquiera “la lógica de la vida” puede empujarnos a seguir con este negocio que no cubre gastos… hasta la próxima batalla? 
❖ Carlos Javier González Serrano

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Durkheim distinguía cuatro tipos de suicidio:

-El suicidio egoísta, que era típico en sociedades deficientes y en el cual lo más característico era la carencia de integración social. Es decir, este tipo de suicidio se produce en lugares en dónde el individuo se siente aislado o cuando sus vínculos con un determinado grupo social se debilitan o se rompen.

-El suicidio anómico, que se produce por la falta de regulación social o anomia, es decir, la situación en la que las personas se quedan “sin normas” debido a su vida en una sociedad con constantes cambios en la que las normas sociales no son interiorizadas como propias por el individuo.

-El suicidio fatalista, considerado por Durkheim como un suicidio de poca importancia en su época, es aquel que se origina cuando existe un alto grado de regulación social en el individuo. Este se siente inseguro y oprimido y nace en él un sentimiento de impotencia ante el destino o la sociedad que “se lo come por dentro”.

-Por último, el suicidio altruista tiene lugar cuando en un individuo los vínculos sociales son demasiado fuertes y éste valora más a la sociedad que a sí mismo. De esta forma, el suicidio se convierte en un acto que contribuye a alcanzar un “bien superior”. Algunos ejemplos claros de este tipo de suicidio son los kamikazes japoneses o los hombres-bomba islámicos.

Una vez publicado este estudio por Émile Durkheim han sido muchas las críticas y objeciones que ha recibido en la mayoría de los casos relacionadas con el uso que el autor hace de las estadísticas oficiales, de su rechazo a las influencias no sociales que afectan al individuo y su insistencia en clasificar juntos todos los modelos de suicidio. No obstante, el estudio sigue siendo muy leído y analizado en la actualidad y su principal propuesta sigue vigente para muchos de estos lectores: que incluso para un acto que parece tan personal como el suicidio es necesaria una explicación sociológica.

   Suicidio frustrado: Suicidio que no llega a consumarse porque un imprevisto (algo con lo que no contaba el   sujeto) lo interrumpe. 

                          





Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
¿Cuánto influyeron en el suicidio de Pavese las circunstancias que rodearon el suicidio de Maiakovski? ¿Planeaba publicar su diario, en vida o póstumamente? ¿Qué pasó entre la última anotación que hizo en su diario y su muerte, nueve días después? El filólogo Cesare Segre, responsable de la nueva edición sin cortes de El oficio de vivir, realizada en estos días por Einaudi para conmemorar los cincuenta años de la muerte del poeta italiano, arriesga sus hipótesis.



POR ALICIA MARTINEZ PARDIES, DESDE TURIN
“Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.” Pocas, muy pocas palabras apuntó en su diario personal Cesare Pavese el 18 de agosto de 1950, nueve días antes de suicidarse en uno de los hoteles más conocidos de Turín, el Roma, frente a la estación del ferrocarril donde, durante la noche del 26 al 27, intentó –en vano– que algunos amigos fueran a verlo, quizá con la idea de que pudieran disuadirlo de su decisión final. Tenía 42 años; pocos meses antes había sido consagrado con el prestigioso Premio Strega, pero la tormentosa relación que lo unía a una actriz de cine norteamericana (Constance Dowling, que inspiró su libro Vendrá la muerte y tendrá tus ojos) lo enfrentó a una variante aun más intensa del vacío existencial que había signado su vida desde la adolescencia. La muerte del poeta recibió una amplia cobertura en la prensa italiana, con hipótesis que iban de lo escandaloso a lo morboso. Dos años después, cuando se publicó en forma de libro el diario íntimo de Pavese, con el título El oficio de vivir, pudo delinearse más nítidamente el proceso interior que lo llevó al suicidio (no sólo la desilusión amorosa sino una crisis ideológica y un bloqueo creativo, entre otros motivos). La edición inicial del manuscrito estuvo al cuidado de Natalia Ginzburg e Italo Calvino, quienes realizaron una treintena de cortes al manuscrito original. En estos días, con motivo del medio siglo de su muerte, el sello Einaudi, donde Pavese trabajó como editor y publicó además toda su obra, presentará al público una nueva edición de El oficio de vivir, con un extenso estudio del filólogo Cesare Segre, uno de los más respetados de Italia. En diálogo con Radar, Segre anticipa los puntos más significativos de su trabajo sobre Pavese. 

¿Esta nueva edición propone una nueva lectura de El oficio de vivir?

–Creo que no sería lícito sacrificar los aspectos psicológicos que el diario mismo denuncia como predominantes y determinantes. Pero, al mismo tiempo, hoy es posible ver la obra en su naturaleza literaria, como si hubiera sido llevada adelante según un proyecto. El mismo Pavese nos autoriza a contemplarla así, ya que, no obstante, y como para reforzar el carácter “literario” de este diario, vale releer otra de las entradas del libro, donde Pavese apunta: “El interés de este diario sería el imprevisto pulular de pensamientos, estados conceptuales que, de por sí, mecánicamente, indican los grandes hilos de tu vida interior. De vez en cuando tratas de entender qué piensas, y sólo aprés-coup vas a toparte con los engranajes con los días pasados. Ésa es la originalidad de estas páginas: dejar que la construcción se haga por sí misma, y ponerte delante, objetivamente, en espíritu. Hay una confianza metafísica en este esperar que la sucesión psicológica de tus pensamientos se configure en construcción”.

¿Pavese deseaba la publicación de su diario?

–Pocos días antes de suicidarse, Pavese incluyó una suerte de carátula en la carpeta verde donde solía conservar el manuscrito, en la que podía leerse El oficio de vivir, 1935-1950, seguido de su nombre. El hecho de escribir una fecha final puede interpretarse como una decisión de anular su propia existencia, en cuyo caso el verbo “vivir” aludía al pasado. Pero hoy se sabe que Pavese previó una forma, quizá parcial, de publicación de este texto (al menos como mensaje a las mujeres amadas). Y no póstuma, tal como se desprende de una de sus notas: “¿Por qué escribir estas cosas, que ella leerá y acaso la decidan a intervenir, a dar un giro?”. Debemos pensar que hasta la última página de este libro debe haber sido escrita bajo la obsesión de que la amada lo leería (“que lo sepa, que lo sepa”, escribió el 27 de mayo de 1950). No puede obviarse la penúltima entrada, del 16 de agosto, que está dirigida a ella: “Querida, acaso tú eres de verdad la mejor, la verdadera. Pero ya no tengo tiempo de decírtelo, de hacértelo saber. Y además, aunque pudiese, queda la prueba, la prueba, el fracaso”. ¿Qué pasó por la mente de Pavese, entre esa última entrada deldiario, ya legendaria, escrita el 18 de agosto, y el suicidio, ocurrido en la noche entre el 26 y el 27 de agosto? Nadie puede decirlo. Cierto, la desesperación se debe haber hecho cada vez más honda, quizá amplificada por cualquier mínimo episodio, llevándolo a cerrar de hecho la parábola, tal como ya había cerrado la redacción de ese diario. Es como si la escritura precediera y condicionara la acción. Si El oficio de vivir fuera solamente una obra literaria, diríamos que se trata de un “gesto violento y seguro que anonada y resume con autoridad toda una vida”, tal como el mismo Pavese había escrito sobre Edgar Lee Masters, en noviembre de 1938, a propósito de la única obra de ese autor, Antología de Spoon River. Hoy sabemos, en cambio, que El oficio de vivir es también la historia íntima de una desesperación y de la lucha contra esta desesperación; sabemos que esta angustia fue de un hombre concreto, y que signó gran parte de su vida. Pero Pavese era, sobre todo, un escritor. No por nada describió así la premisa de narrar: “Uno de los menos observados gustos humanos es el de prepararse eventos a plazos, organizarse un grupo de acontecimientos que tengan una construcción, una lógica, un principio y un fin. El fin es divisado casi siempre como un acné sentimental, una alegre y lisonjera crisis de autoconocimiento. Esto se extiende desde la construcción de un ataque o una defensa hasta la estrategia que rige una vida. ¿Y qué cosa es esto sino la premisa de narrar?”.

Entre los textos inéditos que usted analiza en su prólogo, hay un mensaje que Pavese escribió, la noche de su muerte, en la primera página de su libro Diálogos con Leucó...
–Se trata de un mensaje de saludo y de perdón, que dice: “Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No murmuren demasiados chismes”. Curiosamente el mensaje es muy parecido al que dejó otro poeta suicida, Maiakovski, quien dejó una carta que decía: “No se culpe a nadie. Y por favor, nada de chismes”. De alguna manera, Pavese eligió a Maiakovski como “fuente de inspiración” de su propio suicidio, acaso porque veía en la vida del poeta ruso singulares similitudes con la suya: Maiakovski se suicida al final del primer cuarto de siglo, Pavese al término del segundo cuarto. Maiakovski había sido encarcelado por el gobierno zarista, Pavese fue confinado por el régimen fascista. Los dos autores trabajaron para el cine. El último amor de Maiakovski fue una actriz, Veronika Polonskaia, tal como el de Pavese fue la norteamericana Constance Dowling. La noche de su muerte, Maiakovski le ruega en vano a la Polonskaia que suba a su habitación; horas antes de matarse, Pavese llama por teléfono a varias amigas, pidiéndoles, también en vano, que fueran a verlo al hotel. Pueden ser todas coincidencias, pero la similitud del mensaje final hace pensar que Pavese consideraba a Maiakovski como una especie de modelo.
¿Cuál es su análisis de la entrada final de El oficio de vivir?
–Pavese escribió esa última página no ya para sí mismo sino para su mujer, y para nosotros. Es una página literaria, de frases breves, aisladas, que ocultan la incapacidad o el rechazo de ordenar y enunciar racionalmente sus pensamientos turbados, la lucha entre el instinto vital y el de la muerte. Mientras invocaba piedad, no se sabe si a Dios o a su mujer (“Oh, Tú, ten piedad”), mientras tenía ya preparados quizá los somníferos que lo liberarían finalmente de la angustia (“Parecía fácil, al pensarlo. Y, sin embargo, lo han hecho mujercitas. Se necesita humildad, no orgullo”), Pavese escribe esos tres sintagmas postreros, los dos primeros nominales (“Basta de palabras. Un gesto”) y un tercero de tremenda elocuencia verbal (“No escribiré más”), donde ejerce por última vez el acto de escribir. Pavese muere allí, como escritor. Es un escritor que no escribirá más. Nada más sabremos de él.


http://www.pagina12.com.ar/2000/suple/radar/00-08/00-08-27/nota4.htm

                               

Testimonio inédito sobre el suicidio de Maiakovski

AFP MOSCÚ 18 JUN 1985
      
Ha sido hecha pública en la URSS una larga carta de la actriz Vera Polonskaia, que fue amante del poeta VIadimir Maiakovski y la última persona en verle vivo antes de su suicidio, ocurrido en 1930. Esta carta aparece en un voluminoso libro dedicado al poeta, recién publicado en Moscú.
En este testimonio inédito, Vera Polonskaia cuenta cómo el día 14 de abril de 1930, VIadimir Maiakovski se quitó la vida después de tener con ella una fuerte discusión. La actriz, que vive en Moscú apartada de su profesión, afirma que se disponía a salir del apartamento donde vivían el poeta y ella, situado en el barrio de Lubianka, no lejos del edificio del KGB (Comité de Seguridad del Estado), cuando oyó el ruido de un disparo. Volvió apresuradamente sobre sus pasos y abrió la puerta del dormitorio, donde el poeta se encontraba. "En la habitación", escribe, "todavía flotaba el humo del disparo".
El volumen donde ha sido incluido este testimonio se titula Maiakovski, crónica de una vida y una actividad, y su autor es el crítico e historiador Vasili Katanian, que terminó la obra en 1980, poco antes de morir.
El libro describe meticulosamente la vida del poeta, día tras día y a veces incluso hora tras hora. El volumen tiene más de 700 páginas. Katanian conoció a Maiakovski en 1923, y a lo largo de su vida recopiló infinidad de documentos sobre el poeta.

Serguei Esenin: el último poeta de la aldea

Serguei Esenin (1895-1925) fue un famoso poeta ruso que tan solo vivió 30 años.
Esenin1925 
Una tarde antes de la Navidad de 1925 Serguei Esenin, sombrío, se aloja en el hotel Angleterre de Leningrado. Durante tres días no sale del cuarto, donde se dice que permanecía ebrio. En un impulso de locura se ahorca en la habitación.
Y antes de pasar a la otra vida, Esenin dejó un poema como su último canto hacia la humanidad, él cual estaba escrito con la sangre de sus brazos:

Hasta pronto, amigo mío, sin gestos ni palabras,
no te entristezcas ni frunzas el ceño.
En esta vida el morir no es nuevo
y el vivir, por supuesto, no lo es.


El penoso fin de Esenin -igual que cualquier otro final parecido- fue el resultado de toda una serie de circunstancias: inadaptación, varios fracasos sentimentales, alcoholismo... En medio de éstas se destaca la indefensión del poeta en medio de las dificultades personales que atormentaron su vida.
http://soyunsuicida.blogspot.com/2014/07/sergei-esenin-el-ultimo-poeta-de-la.html

Esenin con Isadora Duncan, 1922

“Hasta pronto amigo mío…”

Hasta pronto, amigo mío, hasta pronto,
querido mío, te llevo en el corazón.
La separación predestinada
promete un nuevo encuentro.
Hasta pronto, amigo mío, sin gestos ni palabras,
no te entristezcas ni frunzas el ceño.
En esta vida el morir no es nuevo
y el vivir, por supuesto, no lo es.
Sergey Esenin
Este poema se encontró manuscrito con sangre que se encontró en la habitación donde Esenin se suicidó.
“El canto de la perra”
Al alba, en el granero del centeno,
en un montón de áureas arpilleras,
parió la perra siete cachorrillos,
siete cachorros de color canela.
Estuvo todo el día acariciándolos,
les alisaba el pelo con la lengua,
y chorreaba nieve derretida
bajo su vientre de tibieza.
Y al caer la noche, cuando las gallinas
estercolan su pértiga,
apareció con mala cara el amo
y a los siete metió en una talega.
A la carrera por los ventisqueros,
sin perderlo de vista lo seguía.
La tersa faz del agua sin helar
un estremecimiento recorría.
Y cuando se arrastraba de regreso,
lamiéndose el sudor de las costillas,
creyó ver en la luna sobre el chozo
a una de sus crías.
Al cielo azul oscuro la mirada
levantaba, llamando y aullando,
pero la luna huía, adelgazada,
y se ocultó en un cerro por los campos.
Y mudamente, como cuando alguno
por ganas de jugar le tiraba una piedra,
lágrimas en la nieve como estrellas de oro
cayeron de los ojos de la perra.
Sergey Esenin




 Dalida, una artista autodidacta que murió el 3 de mayo de 1987, a los 54 años, por una sobredosis de barbitúricos. La cantante dejó una nota en la que pedía "perdón" porque "la vida se me ha hecho insoportable"







Usted estuvo con Violeta quince días antes que se pegara el tiro. ¿Cómo la vio?

Llevamos nuestras amistades a la carpa. Había muy poca gente. Hace rato que no estaba entrando nadie por la lejanía del lugar. Nos convidó a tomarnos el último trago, como decía ella. Estaba metida en la cama con zapatos y tapada con esas colchas lindas que hacía ella. Estaba triste, pero la hicimos reír. Pero ella aparentaba, cantaba, hasta bailó una cueca. Se forzaba, pero la cosa estaba demasiado mal para ella. Lamentablemente, nadie captó eso y terminó matándose.(MÓNICA ECHEVERRÍA)


Hunter S. Thompson, 1937-2005 

        















Periodista y escritor estadounidense, creador e icono del periodismo gonzo, un modelo de periodismo que plantea eliminar la división entre sujeto y objeto, ficción y no-ficción, y objetividad y subjetividad.

"En una sociedad cerrada donde todo el mundo es culpable, el único crimen es ser atrapado. En un mundo de ladrones, el único pecado definitivo es la estupidez."

"Un hombre que ha quemado todas sus opciones no se puede permitir el lujo de cambiar su camino. Él tiene que sacar provecho de todo lo que se ha ido, y no puede permitirse el lujo de admitir que cada día de su vida lo lleva cada vez más a un callejón sin salida..."

Hunter Stockton Thompson, el creador del periodismo "gonzo" 


"De actualidad estos días por la edición española de su primera novela "El diario del ron" (Anagrama), Hunter Stockton Thompson es a la prensa lo que Bukowski a la novela. Licor y estupefacientes fueron su "combustibles" reconocidos para un vertiginoso viaje por la locura que encierran algunas formas del sueño norteamericano. Sin embargo, cuando se le pregunta a este respecto, suele contestar: "Lejos de mí la idea de recomendar al lector drogas, alcohol, violencia y demencia. Pero debo confesar que, sin todo esto, yo no sería nada".

Creador del llamado periodismo "gonzo" -aquel en el que cronista se convierte en protagonista de su crónica, promoviendo su acción y sufriendo sus consecuencias-, él siempre ha hablado de aquello como de un hallazgo casual. Enviado por una revista a realizar un reportaje sobre una importante carrera de caballos, Thompson y su fotógrafo estaban dando cuenta de un canuto cuando la ceniza de éste se les cayó sobre el traje de un importante político. Mientras la ropas de aquél comenzaron a quemarse, los dos periodistas decidieron poner tierra de por medio. "Pasada una semana vino el editor, a quien le habíamos prometido el artículo, a recogerlo. Yo no lo tenía escrito: cuando más consultaba mi bloc de notas, mi mente se quedaba más en blanco. Total, que tuve miedo de que nos quedáramos sin cobrar y le di mis apuntes. Cuando salieron publicados, empecé a hacer las maletas para cambiarme de ciudad, pero todo el mundo empezó a llamarme para decirme que aquello era maravilloso". En cuanto a "gonzo", la palabra en cuestión, Thompson explica: "La utilizaba un amigo mío de Oakland, siempre pasadísimo, para referirse a esas personas que tienen la mente peor que los locos"
http://www.elmundo.es/elmundolibro/2002/04/20/anticuario/1019230429.html
 
 

Se suicidó con un disparo en la cabeza. 

                

Mark Rothko (1903 - 1970) 

Pintor ruso. 

suicidio

Ha sido asociado con el movimiento contemporáneo del expresionismo abstracto, a pesar de que en varias ocasiones expresó su rechazo a la categoría de pintor abstracto. Se cortó las venas y tomó una sobredosis de medicamentos contra la depresión en su estudio de Manhattan. Es ampliamente considerado como uno de los más grandes artistas del siglo 20. 
                                              
                                                       Untitled - Mark Rothko-1948
                                                              

                       


ALDOUS HUXLEY: autor de Un mundo feliz y declarado defensor de las drogas sicodélicas, fue congruente hasta el final. Aquejado por el cáncer desde tres años atrás, el 22 de noviembre de 1963 (mismo día del asesinato de Kennedy) se hallaba en cama e incapaz de hablar. Escribió una nota a su esposa pidiéndole que le inyectara LSD de forma intramuscular, para acabar con su vida. En un genuino acto de amor, Laura Archer Huxley le aplicó la droga y después le dio una segunda dosis. Luego lo acompañó a lo largo de varias horas hasta que el escritor se apagó “como una pieza de música que se vuelve inaudible”, según ella misma narra en un video (abajo, el link al mismo). Si bien Huxley no dejó nota póstuma, en Un mundo feliz habla del soma, fármaco que ofrece “todas las ventajas del cristianismo y el alcohol, pero ninguno de sus defectos”. De algún modo, él decidió el día y la hora de entrar en su paraíso particular.

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