Susan Sontag: Textos, entrevistas, discursos (Perplejidades Por Juan Gelman)







 Susan Sontag


Diálogo entre una descendiente de Noé y un pájaro
 
Cuéntame un cuento -dijo una de las descendientes de Noé-. Sí, cuéntame un cuento.
-¿De qué clase? Mmmm. Puedo contarte uno con final feliz.
-No seas condescendiente. Puedo tolerarlo. Sólo cuéntame un cuento.
-Entonces te contaré uno con final triste. Pero después de un rato ya no prestarás atención. Estarás inquieta, con la mirada distraída. Y te preguntaré lo que ocurre y me responderás que ya has oído ese cuento antes. Me dirás que no tenía por qué haber terminado tan mal.
-¿Sólo hay dos clases de cuentos? No es cierto.
-Ay, el cielo es amplio. Ay, el océano, profundo. Y todos los cuentos ya han sido contados, ay, ay, ay...
-¡Basta! Sólo quieres atemorizarme. Pero es inútil, no tiene remedio. Debo mantener el ánimo en alto. Sé que eres un pájaro agorero. Te gusta atemorizarme.
-¿Agorero yo? Te equivocas. Me encanta estar vivo. Precipitarme, lanzarme y posarme donde me apetece. Lo que ocurre es que si observo mi entorno no puedo sentir más que desánimo.
-Escucha, se supone que eres el portador de buenas nuevas.
-Sólo puedo relatar lo que veo.
-Pues vuela, entonces. Y no vuelvas hasta que puedas contar algo optimista.
-¿Ves? Te lo dije, no quieres oír malas noticias.
-Vaya, es que no quiero escuchar malas noticias siempre. No me lo reproches.
-Bien, lo intentaré de nuevo. No creas que me gustan las calamidades, claro que no. Así que quieta aquí y déjame echar otro vistazo.
-¡Espera!
-¿Qué?
-No te distraigas por ahí. Quiero decir, no hagas el tonto. Es decir, sólo trae las noticias.
-Primero me riñes por agorero, y ahora me reprochas que lo pase bien. Pero no puedo evitarlo. El éxtasis es lo mío. Soy un artista, ya lo sabes.
-¿El éxtasis, dónde?
-Por doquier.
-Vaya suerte.
-Qué, ¿nunca lo has sentido?
-Claro, pero...
-Sí, ya sé. Pero entonces algo te desanima. Cargas con todas estas posesiones que tanto te importan y tienes que guardar y remplazar, y todos tus ambiciosos proyectos y tu crasa parentela, y...
-No hables de mis parientes, ¿te queda claro? Se esfuerzan mucho.
-Todos os esforzáis. Sobre todo en ignorar las malas noticias hasta que vienen a posarse en tu regazo.
-Y ¿por qué no habríamos de albergar esperanzas? Considera a cuánto hemos logrado sobreponernos. Y aquí estamos, todavía. Perduraremos. Lo sé.
-Eso espero. Ojalá estés en lo cierto. En todo caso, yo me voy.
-Pero, ¿volverás?
-Sin duda.
-¿Me lo prometes?
-Desde luego que volveré.
***
-Vaya, ¡te has retrasado!
-Lo siento. Me lo estaba pasando bien.
-¿Y qué más?
-Estaba buscando buenas noticias.
-¿Y?
-Pues bien, siempre hay alguna buena noticia, si eso es lo que quieres saber. Te ruego que no creas que disfruto con tu preocupación.
-Vamos, preocúpame.
-Nada parece estar marchando muy bien allá. Vi cosas muy perturbadoras.
-Estoy segura de que te desviaste para encontrarlas.
-No hizo falta ir muy lejos.
-Quizás no te parezcan bien a ti. Quizás mi punto de vista es distinto.
-Muy bien, prueba tú. Traigo algunas fotos.
-Vaya, fotos. ¡Qué bien!
-Míralas.
-¡Dios mío, es la luna! Las aguas retrocedieron y recalamos en la luna. Alabado sea el Señor.
-No, es el desierto.
-Ah. Mira, éstas son magníficas.
-Gracias.
-Me parece muy hermoso. Estos dorados, rosados y castaños. Y el cielo. Y la luz. No veo que haya nada malo.
-Bien, no se trata sólo de mirar. Tienes que saber lo que ha estado sucediendo. Hay un cuento que acompaña las fotos. Cuando conoces el cuento, las fotos cobran otro sentido.
-Ya sé, ahora me vas a venir con lo de la maldad humana. Ya me sé la historia. Por eso hubo un diluvio.
-No, no quiero contarte algo tan general. Más bien quiero hablar de la pasividad. Y del poder. Quizás adviertas que no hay gente en las fotos. Pues esto es lo que ha hecho la gente.
-De igual modo, me parece hermoso. ¿No puedes ver el friso sutil de las ruinas a lo lejos, casi del mismo color de la arena?
-A veces, cuando las cosas son destruidas, parecen hermosas.
-¿Más hermosas?
-A veces.
-¿Y cómo lo sabes?
-Debes aprender a interpretar las señales.
-No, puro graznido.
-Graznido humano, te lo aseguro.
-¿Hay mucha gente que conoce esta historia?
-Sí. Mucha. La cuestión no está en saber sino en preocuparse.
-Pero debes aceptar que preocupaciones sobran. No puedes preocuparte por todo.
-Creo que esto debería preocuparte.
-Pero el mundo es un lugar muy amplio, ¿no es así? Quiero decir, hay mucho espacio. ¿Realmente importa lo que sucede en unos cuantos lugares? ¿Si unos lugares se estropean, arruinan o profanan? Siempre hay espacio para continuar. ¿Si se le prende fuego a unas bibliotecas llenas de libros y manuscritos viejos, si se saquean unos cuantos museos? Al mundo le sobran más cosas viejas, si eso es lo que te gusta ver.
-Debes de ser de Estados Unidos.
-¿Cómo?
-No importa.
-Creo que le contaré esta historia a unas cuantas personas. ¿Les puedo mostrar las fotos?
-¿Por qué no?
-No vueles ahora. Quédate en tu percha. ¡Volveré antes de que me eches de menos!
***
-¿Me echaste de menos?
-¿Qué dijeron los demás?
-Dijeron que las fotos eran hermosas.
-¿Es todo?
-Dijeron que también estaban inquietos.
-¿Qué más?
-Dijeron que no había nada que hacer.
-¿Eso dijeron? ¿Todos?
-Bueno, no todos...
-Y...
-Dijeron que el mundo allí fuera es cruel.
-Yo diría que el mundo también es cruel aquí dentro. En tu, ¿cómo le has llamado?, arca.
-Nos las arreglamos.
-Ya veo.
-¡De verdad! Sólo tenemos que, mira, reducir nuestras expectativas.
-A medida que todo empeora.
-Exacto.
-¿Y ahora quién es el pesimista?
-No es pesimismo. Es realismo.
-Sí, claro.
-Y también me advirtieron de que me tomara con un grano de sal lo que decías. Dijeron que eras un artista.
-Yo ya te dije eso.
-Creí que tu labor era traer noticias.
-Los artistas también hacen eso.
-Sí, malas noticias.
-No siempre, te lo aseguro.
-Dijeron que a los artistas les gusta centrarse en los desastres. Que se deleitan en las malas noticias. Y que son moralistas ingenuos que no comprenden las leyes de hierro de la historia. Y (no te rías) del progreso.
-¿Cómo cuáles?
-Bien. El porqué tienen que hacer eso. La gente que todo lo domina. Por qué tienen que destruir el desierto. Y, a veces, las ciudades y los pueblos. Lo que me mostraste en las fotos.
-¿Por qué, entonces? Dímelo tú.
-Porque tenemos enemigos. Enemigos malévolos. Hemos de estar preparados. Tenemos que defendernos. Tenemos que ir allá y detenerlos antes de que sean lo bastante fuertes para hacernos algo.
-¡Loro!
-Oye, no todos somos pájaros aquí.
-¿De verdad te crees lo que acabas de decir?
-Mira, estoy pensando en lo que me comentas. Es una pena, en verdad. Las marismas se convirtieron en desierto. El desierto profanado. Y lo que le sucedió a los animales. Y a la agente y a lo demás. Pero hay muchas otras consideraciones, políticas, económicas, científicas, que no comprenderías. Eres un vagabundo. Eres un artista.
-Es cierto. No tengo ataduras. Como un pájaro.
-Digamos.
-Veo que has conocido a muchos artistas.
-Si te he ofendido, lo lamento.
-¡Dios mío, dame fuerzas! ¡Estos ilusos tan...!
-A mí no me graznes. Yo no fui. Yo no devasté el desierto. No maté a los animales. Ni masacré a los conscriptos. No prendí fuego a la biblioteca ni saqueé el museo de antigüedades.
-¿Sabías que durante la primera guerra del Golfo se mostraban películas pornográficas a los pilotos justo antes de que los enviaran a sus misiones de bombardeo?
-Pilotos de Estados Unidos.
-Así es.
-Oye, ésa ha sido práctica en más guerras coloniales norteamericanas que las que puedo contar. Pero los estadounidenses no inventaron el vínculo entre la testosterona y el placer de dar muerte, sobre todo de dar muerte desde lo alto de los cielos a gente indefensa en tierra, del mismo modo que es el único país que envenena su propio territorio.
-¿Qué quieres decir?
-Que todos hacen lo mismo en cuanto se les presenta la oportunidad. Así pues, ¿por qué te metes con Estados Unidos?
-Supongo que porque soy un artista estadounidense.
-¿Estás poniéndote sarcástico?
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Hasta pronto, yo me largo al desierto de la alegría.
-Sabes, antes de que te marches, debes reconocer que la naturaleza es violencia.
-Y la naturaleza humana.
-Sí. Aunque no todos se comportan tan mal como la gente puede llegar a comportarse.
-Como si fuera perenne. Eso está sucediendo ahora mismo.
-Pues yo no soy una de las perpetradoras. La gente que de hecho hace esto ni siquiera hablaría con una criatura como tú. La gente que hace esto sólo alzaría una arma y te borraría de los cielos.
Se escucha un aletear de alas.
-¡Oye! ¡No te vayas! ¡No soy una de los dirigentes del planeta! ¡Soy una pobre criatura como tú! No te... vayas.
*
Aquí estoy de vuelta.
Silencio.
-¿Hola?
-Creí que no ibas a volver.
-Ay, soy un pájaro persistente.
-¡Sin duda alguna! Pero, en serio, te admiro porque no te has dado por vencido.
-Pensé que si seguía cantando, lo comprendería finalmente.
-Pues sí, la tenacidad es una de las virtudes. Y las fotos son inolvidables. He de reconocerlo. Tus paisajes de catástrofe.
-Pero te gustaría olvidar lo que te he mostrado, ¿no es así?
-Claro que sí. ¿Quién quiere sentirse más desamparado?
-Pero no lo olvidarás.
-Aunque me quedara ciega no podría olvidar esas fotos.
-Es curioso que menciones la ceguera. Pues ése era el tema de la homilía que tenía intención de pronunciar. ¿Lista para la homilía?
-Dispara.
-Dios mío.
-Vamos, es una broma.
-No hay bromas.
-Tienes que tener sentido del humor. Para sobrevivir.
Silencio.
-Vale, pues.
Silencio.
-En serio, estoy escuchando.
-Mi homilía. Acaso lo sepas o no, pero hay dos clases de ceguera. La retiniana, que causa deterioro ocular, y la cortical, que resulta de una lesión en el cerebro y deja los ojos intactos.
-Qué interesante.
-El punto es que la gente con ceguera cortical ve, en algún sentido, es decir, recibe impresiones visuales en la conciencia. Pero se considera ciega porque esas impresiones no pasan a la plaza más pequeña de la conciencia. Esto ha sido demostrado en un experimento reciente.
-Me gustan los experimentos.
-Sí, ya lo sé. Bien, en todo caso, imagina una persona con ceguera cortical en un lado, por ejemplo, digamos, el derecho. La sientas a la mesa. Giras su cabeza a la izquierda. Colocas unos objetos, digamos, una taza de café y un candelabro, en la mesa, a la derecha. Si preguntas. ‘‘¿Qué ves en el lado derecho de la mesa?" La respuesta es: ‘‘Nada. Ya sabes que estoy ciego de ese lado". Pero si replicas: ‘‘Sí, es cierto, no puedes ver de ese lado, estás ciego. Pero supongamos que pudieras ver, imagina que puedes ver. ¿Dónde crees que están los objetos en la mesa?" Y entonces, oh milagro, apenas dudándolo, la persona ciega extiende el brazo, abre la mano un poco en busca del candelabro, y la abre más para la taza.
-¡Vaya! ¿En verdad?
-Sí. Pero ésta es una historia. Me pediste un cuento. Esta es una parábola.
-¿Y cuyo sentido es...?
-Que lo mismo sucede con nuestras acciones. De igual modo que sabemos mucho más de lo que nos damos cuenta, podemos hacer mucho más de lo que nos creemos capaces. Formula la pregunta directamente: ¿Qué podemos hacer para evitar la destrucción del planeta y la creciente ola de violencia humana? La respuesta tiene que ser: Nada. ¿Los seres humanos contra los animales, los hombres contra las mujeres, la historia contra la naturaleza? Nada. Pero qué sucede si decimos: De acuerdo, no puede evitarse. Sin embargo, si imaginamos, sólo como hipótesis, aunque desde luego es imposible...
-Ya veo -dijo la descendiente de Noé.
-Sí -respondió el pájaro-. Otro marco para la voluntad. Porque está tan claro como el día y la noche: los bosques están siendo arrasados; las aguas, envenenadas; el aire se está oscureciendo y volviendo tóxico. Y los gobiernos presuntuosos continúan proyectando su poder con éxito: para conmocionar y asombrar, masacrar, explotar y despojar. Es cierto, no se puede salvar al mundo. Pero, ¿si actuamos de todos modos como si pudiera salvarse? Pues entonces...
-Ya veo -repitió la descendiente de Noé.
-Sí -dijo el pájaro agorero, algo más animado-. Casi es posible que se pueda salvar el mundo.
Texto de la escritora y activista estadounidense incluido en el primer número de la revista Granta en español, que se reproduce con autorización de sus editores

Traducción: Aurelio Major



Perplejidades 

Por Juan Gelman

Susan Sontag es una estadounidense de 68 años y pensamiento libre, capaz de calificar al entonces régimen soviético de "fascismo con rostro humano" y de apoyar con entusiasmo los bombardeos estadounidenses en Kosovo. No es precisamente pacifista y así lo reconoce. Se encontraba en Berlín cuando aconteció el 11 de setiembre y después de estar clavada 48 horas seguidas frente al televisor recibiendo "una sobredosis de CNN" -confiesa-, escribió un texto breve que publicó The New Yorker el 24 de setiembre. 

Criticaba acerbamente allí a los gobernantes y los medios de EE.UU. por la ancha desconexión existente entre la realidad y lo que aquéllos decían sobre la realidad, tratando de convencer al país de que todo estaba bien y deseosos de no perturbar la visión del mundo supuestamente infantil del pueblo norteamericano. Entonces llovió palos sobre la escritora. 

Se la acusó de "odiar a los estadounidenses", de "idiota moral" y "traidora", se propuso confinarla en "el desierto" y hasta se opinó -un tal Todd Gaziano, de la Heritage Foundation, en el programa televisivo de Ted Koppel- que en adelante había que prohibirle "hablar en círculos intelectuales honorables", ya que merecía "ser deshonrada y despreciada por sus absurdos puntos de vista". Un artículo en The New Republic -revista para la que alguna vez escribió- comenzaba así: "¿Qué tienen en común Osama bin Laden, Saddam Hussein y Susan Sontag?". Nada menos que la destrucción de EE.UU. Pero la escritora sólo piensa que "revisitar la guerra del Golfo no es la manera de enfrentar a ese enemigo (el terrorismo)". 
Susan Sontag se refirió en una entrevista reciente al terror desatado por la amenaza del ántrax: "Las autoridades responden al miedo al ántrax -y estoy un 99 por ciento convencida de que se debe a la acción de émulos locales locos que siguen su propia guerra- propagando más miedo aún. Ahí está el vicepresidente Cheney diciendo: ‘Bueno, esta gente (la que remite cartas contaminadas) puede ser parte de la misma red terrorista que produjo el 11 de setiembre’. Bueno, que me disculpen, pero no tenemos razón alguna para pensar eso". No seguramente en el caso de las 170 clínicas del país que llevan a cabo abortos bajo el lema del "derecho a la elección": el 16 de octubre último todas recibieron cartas con aviesos polvos blancos. Las misivas fueron despachadas desde Virginia, sede de una filial del militante grupo antiabortista Ejército de Dios, y anunciaban: "Ya están expuestos al ántrax. Los mataremos a todos". El examen preliminar de uno de los sobres reveló la presencia de ántrax, aunque los resultados definitivos del análisis se conocerán la semana entrante. El hecho pasó inadvertido con tres muertos ya por el bacilo, su aparición en el Senado, la Cámara de Representantes, las oficinas de correo y el departamento militar encargado de clasificar la correspondencia destinada a la Casa Blanca. Pero habla a las claras del terrorismo interno de EE.UU., en el que estos grupos ocupan un lugar destacado. No se limitan a arrojar bombas contra tales clínicas: en 1998 uno de sus militantes, James Charles Kopp, asesinó a tiros al Dr. Barnett Slepian, médico que practicaba el aborto en Buffalo, estado de Nueva York. Kopp logró huir a Europa y hay evidencias de que tanto su fuga como su estadía en el Viejo Continente fueron cobijadas por un movimiento antiabortista que contaría con una red internacional semejante a la de Bin Laden. 

The Wall Street Journal del 18 de octubre afirmaba que "de lejos, el proveedor más verosímil (del bacilo de ántrax que se propaga en EE.UU.) es Saddam Hussein". Lo repiten en Washington miembros de la administración interesados en "terminar la guerra contra Irak". Pero el 23 de octubre Bush hijo señalaba que "no le sorprendería" que Bin Laden estuviera detrás de los ataques con ántrax y Ari Fleischer, vocero de la Casa Blanca, explicaba que ésa era "la sospecha operante". Tampoco sorprende la errancia del discurso oficial del mandatario yanqui, que primero habló de que se trataba de capturar a Bin Laden vivo o muerto y luego de barrer al régimen talibán, que un día afirma que su objetivo es Afganistán y al día siguiente que esta guerra será larga y podrá extenderse a los países que a su juicio alberguen terroristas. Susan Sontag, por su parte, reflexiona que mientras "esos idiotas del FBI dicen que tienen ‘evidencias plausibles’ de la posibilidad de otro ataque este fin de semana... nuestro ridículo presidente nos dice que salgamos de compras, que vayamos al teatro y que llevemos una vida normal. ¿Normal? Pude caminar 50 cuadras de un extremo a otro de Manhattan en minutos porque no había nadie en las calles, nadie en los restaurantes, nadie en automóvil. No se puede aterrorizar a la gente y decirle luego que se comporte con normalidad". 

"El presidente no sabe dónde está parado. Es un hombre confundido, atolondrado y miserablemente perplejo. Quiera Dios que pueda mostrar que en su conciencia no hay algo más deplorable que su perplejidad mental." No lo dijo Susan Sontag: son palabras que Abraham Lincoln dirigió al onceavo presidente de EE.UU., James Knox Polk. Pertenecen al discurso que el entonces diputado por Illinois pronunció en 1848 ante la Cámara de Representantes en apoyo de una resolución presentada por los whighs, su partido, en que se aseveraba que la guerra en curso contra México "fue iniciada por el presidente de los Estados Unidos de manera innecesaria e inconstitucional". Es verdad que Bush hijo inició su guerra de la misma manera, pero quién sabe si la frase de Lincoln le es del todo aplicable. Pareciera que la conciencia del hoy presidente de Estados Unidos más que a perplejidad huele a petróleo.

                           

Los libros, los sueños, la memoria



[Carta a Jorge Luis Borges] 

El tigre está en la biblioteca. 
Por Susan Sontag, 12/06/96

Querido Borges: 

Dado que siempre colocaron a su literatura bajo el signo de la eternidad, no parece demasiado extraño dirigirle una carta. (Borges, son diez años.) Si alguna vez un contemporáneo parecía destinado a la inmortalidad literaria, ese era usted. Usted era en gran medida el producto de su tiempo, de su cultura y, sin embargo, sabía cómo trascender su tiempo, su cultura, de un modo que resulta bastante mágico. Esto tenía algo que ver con la apertura y la generosidad de su atención. Era el menos egocéntrico, el más transparente de los escritores... así como el más artístico. También tenía algo que ver con una pureza natural de espíritu. Aunque vivió entre nosotros durante un tiempo bastante prolongado, perfeccionó las prácticas de fastidio e indiferencia que también lo convirtieron en un experto viajero mental hacia otras eras. Tenía un sentido del tiempo diferente al de los demás. Las ideas comunes de pasado, presente y futuro parecían banales bajo su mirada. A usted le gustaba decir que cada momento del tiempo contiene el pasado y el futuro, citando (según recuerdo) al poeta Browning, que escribió algo así como "el presente es el instante en el cual el futuro se derrumba en el pasado". Eso, por supuesto, formaba parte de su modestia: su gusto por encontrar sus ideas en las ideas de otros escritores.
Esa modestia era parte de la seguridad de su presencia. Usted era un descubridor de nuevas alegrías. Un pesimismo tan profundo, tan sereno como el suyo no necesitaba ser indignante. Más bien, tenía que ser inventivo... y usted era, por sobre todo, inventivo. La serenidad y la trascendencia del ser que usted encontró son, para mí, ejemplares. Usted demostró de qué manera no es necesario ser infeliz, aunque uno pueda ser completamente perspicaz y esclarecido sobre lo terrible que es todo. En alguna parte usted dijo que un escritor -delicadamente agregó: todas las personas- debe pensar que cualquier cosa que le suceda es un recurso. (Estaba hablando de su ceguera.)
Usted fue un gran recurso para otros escritores. En 1982 -es decir, cuatro años antes de morir (Borges, son diez años)- dije en una entrevista: "Hoy no existe ningún otro escritor viviente que importe más a otros escritores que Borges. Muchos dirían que es el más grande escritor viviente... Muy pocos escritores de hoy no aprendieron de él o lo imitaron". Eso sigue siendo así. Todavía seguimos aprendiendo de usted. Todavía lo seguimos imitando. Usted le ofreció a la gente nuevas maneras de imaginar, al mismo tiempo que proclamaba, una y otra vez, nuestra deuda con el pasado, por sobre todo con la literatura. Usted dijo que le debemos a la literatura prácticamente todo lo que somos y lo que fuimos. Si los libros desaparecen, desaparecerá la historia y también los seres humanos. Estoy segura de que tiene razón. Los libros no son sólo la suma arbitraria de nuestros sueños y de nuestra memoria. También nos dan el modelo de la autotrascendencia. Algunos piensan que la lectura es sólo una manera de escapar: un escape del mundo diario "real" a uno imaginario, el mundo de los libros. Los libros son mucho más.
Lamento tener que decirle que la suerte del libro nunca estuvo en igual decadencia. Son cada vez más los que se zambullen en el gran proyecto contemporáneo de destruir las condiciones que hacen la lectura posible, de repudiar el libro y sus efectos. Ya no está uno tirado en la cama o sentado en un rincón tranquilo de una biblioteca, dando vuelta lentamente las páginas bajo la luz de una lámpara. Pronto, nos dicen, llamaremos en "pantallas-libros" cualquier "texto" a pedido, y se podrá cambiar su apariencia, formular preguntas, "interactuar" con ese texto. Cuando los libros se conviertan en "textos" con los que "interactuaremos" según los criterios de utilidad, la palabra escrita se habrá convertido simplemente en otro aspecto de nuestra realidad televisiva regida por la publicidad. Este es el glorioso futuro que se está creando -y que nos prometen- como algo más "democrático". Por supuesto, usted y yo sabemos, eso no significa nada menos que la muerte de la introspección... y del libro.
Por esos tiempos no habrá necesidad de una gran conflagración. Los bárbaros no tienen que quemar los libros. El tigre está en la biblioteca. Querido Borges, por favor entienda que no me da placer quejarme. Pero, ¿a quién podrían estar mejor dirigidas estas quejas sobre el destino de los libros -de la lectura en sí- que a usted? (Borges, son diez años.) Todo lo que quiero decir es que lo extrañamos. Yo lo extraño. Usted sigue marcando una diferencia. Estamos entrando en una era extraña, el siglo XXI. Pondrá a prueba el alma de maneras inéditas. Pero, le prometo, algunos de nosotros no vamos a abandonar la Gran Biblioteca. Y usted seguirá siendo nuestro modelo y nuestro héroe 

Susan Sontag, crítica y narradora estadounidense. Su última novela traducida al español es El amante del volcán. Traducción: Claudia Martínez.


                  


W. G. Sebald: El viajero 
y su lamento


Por Susan Sontag

W. G. Sebald, nacido en un poblado alemán en 1944, es uno de esos raros escritores que han convertido al viaje en motivo de grandeza y encanto. Este ensayo traza su perfil literario y se conmueve ante el lenguaje de sus obras, un fluir maravilloso, delicado y denso.
Susan Sontag interroga a tres de las novelas de Sebald hasta dar con un proyecto que retrocede ante las devastaciones de la modernidad y medita en torno a los secretos de vidas oscuras. Ofrecemos también una muestra del trabajo de Sebald, sin más ambición que el gusto por la buena literatura.

¿Es todavía posible la grandeza literaria? Ante la decadencia implacable de la ambición literaria, la convergente ascensión del desgano, la verborrea y la crueldad insensible como asuntos normativos de la ficción, ¿qué sería en la actualidad un proyecto literario centrado en la nobleza? La obra de W. G. Sebald es una de las pocas respuestas disponibles a los lectores del idioma inglés.
Vértigo, la tercera novela de Sebald traducida al inglés, fue el punto de partida. Apareció en alemán en 1990, cuando su autor tenía 46 años; tres años después vino Los emigrantes; dos años más tarde Los anillos de Saturno. Cuando Los emigrantes se tradujo al inglés en 1996, la aclamación lindó con la reverencia. Ahí estaba un escritor magistral, maduro, inclusive otoñal en su persona y en sus temas, que había logrado un libro tan extraño como irrefutable. Su lenguaje era maravilloso: delicado, denso, inmerso en la materia de las cosas; y aunque de esto hubiera amplios antecedentes en lengua inglesa, lo que resultaba ajeno y a la vez más persuasivo era la autoridad extraordinaria de la voz de Sebald: su gravedad, sinuosidad, precisión, su libertad frente a toda cohibición debilitadora o toda ironía gratuita.
En los libros de W. G. Sebald, un narrador que lleva el nombre de W. G. Sebald -según se nos recuerda en forma ocasional- viaja para rendir cuenta de la evidencia de una moral en la naturaleza, retrocede ante las devastaciones de la modernidad, medita en torno a los secretos de vidas oscuras. En alguna jornada de investigación, lanzado por algún recuerdo o noticia de un mundo perdido sin remedio, él recuerda, invoca, alucina, lamenta.
¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía? Nacido en 1944 en un poblado alemán que en sus libros llama "W." (la cubierta lo identifica para nosotros como Wertach im Allgäu), el autor se estableció en Inglaterra durante sus primeros veinte años de edad, y con una carrera académica vigente en la enseñanza de literatura alemana moderna en la Universidad de East Anglia, incluye un puñado de alusiones a estos y algunos otros hechos, y también -con otros documentos autorreferenciales reproducidos en sus libros- un retrato con el grano abierto de él mismo, situado al frente de un enorme cedro de Líbano en Los anillos de Saturno, o la foto de su nuevo pasaporte en Vértigo.
Sin embargo, estos libros reclaman con justicia ser considerados como ficción. Y son ficción, no sólo porque hay buenas razones para creer que mucho ha sido inventado o alterado sino porque, seguramente, algo de lo que Sebald narra sucedió en efecto: nombres, lugares, fechas y demás. La ficción y la objetividad, desde luego, no se oponen. Uno de los reclamos fundadores de la novela inglesa es que la historia sea verdadera. Lo característico de una obra de ficción no es que la historia no sea verdadera -bien puede ser verdadera, en parte o en su integridad-, sino su uso o expansión de una variedad de recursos (aun documentos falsos o fraguados) que producen lo que los críticos literarios llaman "el efecto de lo real". Las ficciones de Sebald -y la ilustración visual que las acompaña- proyectan el efecto de lo real a un extremo fulgurante.
Este narrador "real" es un modelo de construcción literaria: el promeneur solitaire de muchas generaciones de literatura romántica. Un solitario, aun cuando se menciona alguna compañía (como Clara, en el párrafo inicial de Los emigrantes), el narrador está listo para salir de viaje a su antojo, a seguir algún arrebato de curiosidad acerca de una vida extinta (como los cuentos de Paul, un querido maestro de primaria en Los emigrantes, quien por primera vez lleva al narrador de vuelta a la "nueva Alemania", y como los del tío Adelwath, quien lleva al narrador a Estados Unidos). Otro motivo para el viaje se plantea en Vértigo y Los anillos de Saturno, donde resulta más evidente que el narrador es asimismo un escritor, con las inquietudes de un escritor y el gusto por la soledad de un escritor. Es frecuente que el narrador empiece el viaje cuando surge alguna crisis. Y, por lo común, el viaje es una indagación, aun cuando la naturaleza de esa indagación no se manifiesta enseguida. He aquí el principio del segundo de los cuatro relatos que conforman Vértigo:
En octubre de 1980 viajé de Inglaterra, en donde para entonces yo había vivido durante casi 25 años, en un distrito que estaba casi siempre bajo cielos grises, rumbo a Viena, con la esperanza de que un cambio de lugar me ayudaría a superar una etapa de mi vida particularmente difícil. Sin embargo, en Viena descubrí que los días me resultaban demasiado largos, ahora que no estaban ocupados por mi acostumbrada rutina de escribir y hacer trabajos de jardinería, y literalmente no sabía a dónde dirigirme. Salía temprano cada mañana y caminaba sin rumbo ni objetivo por las calles de la ciudad antigua...
Este largo pasaje, titulado "All ´estero" ("En el extranjero"), que lleva al narrador desde Viena a varios lugares del norte de Italia, sigue al capítulo inicial -un brillante ejercicio de escritura concentrada que refiere la biografía del muy viajero Stendhal- y le sigue un tercer capítulo que relata con brevedad la jornada italiana de otro escritor, "Dr. K.", en algunos sitios visitados por Sebald durante sus viajes a Italia. El cuarto y último capítulo, tan largo como el segundo y complementario de éste, se titula "Il ritorno in patria" ("Regreso a casa"). Las cuatro narraciones de Vértigo bosquejan todos los temas principales de Sebald: los viajes; las vidas de escritores que son también viajeros; el sentirse obsesionado y el estar libre de lastres. Siempre hay visiones de la destrucción. En el primer relato, mientras se recupera de una enfermedad, Stendhal sueña en el gran incendio de Moscú; el último relato finaliza cuando Sebald se duerme sobre el diario de Samuel Pepys y sueña con Londres destruido por el Gran Incendio.
Los emigrantes emplea la misma estructura musical de cuatro movimientos donde la cuarta narración es la más extensa y poderosa. Los viajes de una u otra especie habitan el corazón de toda la narrativa de Sebald: en las peregrinaciones del propio narrador y las vidas, todas de algún modo desplazadas, que el narrador evoca.
Comparemos con la primera oración de Los anillos de Saturno:
En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo.
Los anillos de Saturno es en su integridad el recuento de este viaje a pie realizado con el propósito de disipar el vacío. Pero si el viaje tradicional nos acercaba a la naturaleza, aquí mide los grados de la devastación; el principio del libro nos dice que el narrador estuvo tan abatido al descubrir "las huellas de la destrucción" que un año después de comenzar su viaje debió ingresar a un hospital de Norwich "en un estado de inmovilidad casi total".
Los viajes bajo el signo de Saturno, divisa de la melancolía, son el tema de los tres libros escritos por Sebald en la primera mitad de los noventa. Su punto primordial es la destrucción: de la naturaleza (el lamento por los árboles que destruyó un mal holandés que atacó a los olmos, y por los que destruyó el huracán de 1987 en la penúltima sección de Los anillos de Saturno); la destrucción de las ciudades; de los estilos de vida. Los emigrantes relata un viaje a Deauville en 1991, en busca tal vez de "algún residuo del pasado" para confirmar que este "lugar de veraneo alguna vez legendario, como cualquier otro lugar que uno visita ahora en cualquier país o continente, estaba agotado, arruinado sin remedio por el tráfico, las tiendas y boutiques, el instinto insaciable de la destrucción". Y el cuarto relato de Vértigo, con el regreso a casa en W. -que el narrador dice no haber revisitado desde su infancia- es una extensa recherche du temps perdu.
El clímax de Los emigrantes, cuatro relatos acerca de personas que abandonaron su tierra natal, es la evocación desoladora -supuestamente, una memoria en manuscrito- de una idílica infancia germano-judía. El narrador describe su decisión de visitar Kissingen, el pueblo donde el autor pasó su infancia, para observar las huellas que han perdurado de ésta. Dado que Sebald se estableció en lengua inglesa con Los emigrantes, y como el personaje de su último relato es un famoso pintor llamado Max Ferber, judío alemán enviado durante su niñez, fuera de la Alemania nazi, a la seguridad de Inglaterra -su madre, que murió con su padre en los campos de concentración, es la autora de la memoria-, el libro fue etiquetado rutinariamente por la mayoría de los reseñistas -sobre todo, aunque no sólo en Estados Unidos- como un ejemplo de "literatura del holocausto". Al terminar un libro de lamentación con el tema extremo de lamento, Los emigrantes pudo preparar el desencanto de muchos admiradores de Sebald por la obra que le siguió en traducción, Los anillos de Saturno. Este libro no se divide en narraciones distintas, sino que consiste en una cadena o progresión de historias: una conduce a la otra. En Los anillos de Saturno, una mente bien armada especula si acaso Sir Thomas Browne, al visitar Holanda, asistió a la lección de anatomía pintada por Rembrandt; recuerda un interludio romántico en la vida de Chateaubriand durante su exilio en Inglaterra, evoca los nobles esfuerzos de Roger Casement por divulgar las infamias del régimen de Leopoldo en el Congo, cuenta otra vez la infancia en el exilio y las primeras aventuras en el mar de Joseph Conrad: estas y muchas otras historias. En su procesión de anécdotas raras y eruditas, en sus encuentros afectuosos con gente libresca (dos conferencistas de literatura francesa, entre ellos un académico especializado en Flaubert; el traductor y poeta Michael Hamburger), Los anillos de Saturno pudo parecer -luego de la agudeza extrema de Los emigrantes- simplemente "literario".
Sería una pena que las expectativas creadas por Los emigrantes sobre la obra de Sebald influyeran también en la recepción de Vértigo, que esclarece aún más la naturaleza y la urgencia moral de sus relatos de viajes -atentos a lo histórico por sus obsesiones, pero con alcances que son de la ficción-. El viaje libera la mente para el juego de las asociaciones, para los sufrimientos (y erosiones) de la memoria, para degustar la soledad. La conciencia del narrador solitario es el verdadero protagonista de los libros de Sebald, inclusive cuando hace una de las cosas que mejor sabe hacer: contar y resumir las vidas de otros.
Vértigo es el libro donde la vida del narrador en Inglaterra es menos visible. Y todavía más que los dos libros que le siguieron, este es el autorretrato de una mente: una mente sin sosiego, insatisfecha de manera crónica; una mente atormentada; una mente proclive a las alucinaciones. Al caminar por Viena, cree reconocer al poeta Dante, desterrado de su ciudad bajo condena de ser quemado en la hoguera. En la banca posterior de un vaporetto en Venecia, ve a Ludwig II de Bavaria; al viajar en un autobús por la costa del Lago Garda hacia Riva, ve a un adolescente cuyo aspecto corresponde al de Kafka con exactitud. Este narrador, que se define a sí mismo como un extranjero -al escuchar el parloteo de algunos turistas alemanes en un hotel, él quisiera no haberlos entendido, "o sea, haber sido ciudadano de un mejor país, o de ningún país en absoluto"- es, además, una mente luctuosa. En cierto momento, el narrador afirma no saber si todavía está en la tierra de los vivos, o si ya está en algún otro lugar.
De hecho, él está en ambos: con los vivos y -si la guía es su imaginación- con los póstumos también. Un viaje es con frecuencia una nueva visita. Es el retorno a un lugar, a consecuencia de algún asunto inconcluso, para buscar el origen de un recuerdo, para repetir (o completar) una experiencia; para entregarse uno mismo -como en la cuarta narración de Los emigrantes- a las revelaciones más concluyentes y devastadoras. Estos actos heroicos del recuerdo y la búsqueda de sus orígenes traen consigo su precio. Parte del poderío de Vértigo es que atiende más el costo de este esfuerzo. (Vértigo, la palabra empleada para traducir el título alemán Schwindel. Gefühle -a grandes rasgos: Mal de altura. Sentimiento- apenas sugiere todas las clases de pánico, apatía y desorientación que narra el libro).
Vértigo cuenta la forma como el narrador, luego de llegar a Viena, camina tanto que al regresar al hotel descubre que sus zapatos caen en pedazos. En Los anillos de Saturno, y sobre todo en Los emigrantes, la mente se concentra menos en sí misma; el narrador es más elusivo. Más que en los libros posteriores, Vértigo aborda la conciencia doliente del propio narrador. Pero en la angustia mental invocada de forma lacónica que aguijonea la tranquilidad del narrador, la conciencia inteligente nunca es solipsista, como sucede en la literatura de menor alcance.
El sostén de la conciencia fluctuante del narrador reside en el espacio y la vivacidad de los detalles. Como el viaje es el principio generador de la actividad mental en los libros de Sebald, desplazarse en el espacio brinda un estímulo kinético a sus descripciones maravillosas, en especial sus paisajes. He aquí un narrador en propulsión.
¿Dónde hemos escuchado en lengua inglesa una voz de tal exactitud y confianza, tan directa al expresar el sentimiento y sin embargo tan respetuosamente devota del registro de "lo real"? Podemos citar a D. H. Lawrence y al Naipaul de El enigma de la llegada, aunque poco hay en ellos de la desolación apasionada de la voz de Sebald. Para esto, uno debe considerar una genealogía alemana. Jean Paul, Franz Grillparzer, Adalbert Stifter, Robert Walser, el Hofmannsthal de La carta de Lord Chandos y Thomas Bernhard son algunas afinidades de este maestro contemporáneo de la literatura de lamentación y ansiedad mental. El consenso acerca de la mayor parte de la literatura inglesa del siglo pasado ha decretado que las perturbaciones líricas y elegiacas son inadecuadas para la ficción: sobrecargada, pretenciosa. (Incluso una gran novela, tan excepcional como Las olas, de Virginia Woolf, no se ha librado de estos rigores.) La literatura alemana de la posguerra, preocupada por la manera en que la grandeza del arte y la literatura del pasado -particularmente del romanticismo alemán- demostró su afinidad con la conformación de mitos del totalitarismo, sospechaba de cualquier cosa que se pareciera a la evocación romántica o nostálgica del pasado. De ahí tal vez que sólo un escritor alemán radicado en el extranjero de modo permanente, en las inmediaciones de una literatura con una predilección moderna por lo anti-sublime, pudo lograr un tono de semejante convicción y nobleza.
Además del fervor moral y los dones compasivos del narrador (aquí se aparta de Bernhard), lo que mantiene su escritura siempre fresca, y nunca meramente retórica, es el desbordamiento que nombra y visualiza en palabras; esto, más el recurso siempre sorpresivo de las ilustraciones. Imágenes de boletos de tren, la hoja desgarrada de un diario de bolsillo, dibujos, una tarjeta de visita, recortes de periódico, el detalle de un cuadro y desde luego fotografías, con el encanto y en muchos casos la imperfección de las reliquias. Así, en un momento de Vértigo, el narrador pierde su pasaporte; o, más bien, se lo pierden en el hotel. Y ahí está el documento creado por la policía de Riva, en el cual -un toque de misterio- la tinta en la G de W. G. Sebald está incompleta; y ahí está el nuevo pasaporte, con la fotografía tomada por el consulado de Alemania en Milán. (En efecto, este extranjero profesional viaja con pasaporte alemán o, por lo menos, así lo hizo en 1987.) En Los emigrantes, estos documentos visuales parecían talismanes. Y es probable que no todos fueran auténticos. En Los anillos de Saturno, con menor interés, parecen simplemente ilustrativos. Si el narrador habla de Swinburne, hay un pequeño retrato de Swinburne en medio de la página; si relata una visita a un cementerio en Suffolk, donde ha captado su atención el monumento funerario de una mujer fallecida en 1799, el cual describe en detalle, desde el empalagoso epitafio hasta los agujeros perforados en la piedra de los bordes superiores por los cuatro lados, tenemos también una pequeña y borrosa fotografía de la tumba, otra vez en medio de la página.
En Vértigo, los documentos tienen un mensaje más incisivo. Nos dicen: "lo que les hemos contado es cierto" -algo que, por lo común, el lector de ficción difícilmente espera-. Ofrecer cualquier tipo de evidencia es dotar a lo descrito con palabras de un excedente misterioso de pathos. Las fotografías y otras reliquias reproducidas en la página conforman un índice exquisito del transcurso del pasado.
En ocasiones se parece a los devaneos de Tristam Shandy: el autor está intimando con nosotros. En otros momentos, estas reliquias visuales proferidas con insistencia parecen un desafío insolente a la suficiencia de lo verbal. Con todo, como Sebald apunta en Los anillos de Saturno al describir una aparición favorita -la Sala de Lectura de los Marineros en Southwold, donde examina las anotaciones del cuaderno de bitácora de una patrulla marina anclada lejos de los muelles en el otoño de 1914-: "Cada vez que descifro uno de estos registros me asombra que un rastro desvanecido en el aire o el agua durante tanto tiempo permanezca visible en este papel." Y continúa, al cerrar la cubierta veteada del cuaderno de bitácora y considerar "la misteriosa supervivencia de la palabra escrita".

Susan Sontag. Escritora. Entre sus libros, Bajo el signo de Saturno, Contra la interpretación y El amante del volcán. Traducción de Roberto Diego Ortega

                                   


Miremos la realidad de frente



Por Susan Sontag (*)

(Publicado por Le Monde, Paris, el 18 de septiembre de 2001) 

Para una norteamericana aterrorizada y triste, Estados Unidos nunca pareció estar más lejos de reconocer la realidad que frente a la monstruosa dosis de realidad del martes 11 de septiembre. 
El abismo que separa lo que pasó de lo que debemos comprender, por una parte, y la verdadera ceguera y la majadería campante exhibida prácticamente por todos los personajes de la vida pública y los comentaristas de televisión, por otra parte, es una distancia sorprendente y deprimente. 
Las voces autorizadas de quienes siguen el curso de los acontecimientos parecen haberse asociado en una campaña cuyo fin es infantilizar al público. ¿Acaso alguien ha reconocido que no se trató de una "cobarde" agresión contra la "civilización", la "libertad" o la "humanidad", o contra el "mundo libre", sino de una agresión contra los Estados Unidos, la autoproclamada superpotencia mundial, una agresión fruto de algunas acciones y de algunos intereses norteamericanos? ¿Cuántos estadounidenses están al tanto del mantenimiento de los bombardeos a Irak? Y, ya que se emplea la palabra "cobarde", ¿no habría que aplicarlo a quienes matan por fuera del marco de las represalias, desde el cielo, antes que a quienes aceptan morir para matar a otros? 
En cuanto al coraje -un valor moralmente neutro- dígase lo que se diga de quienes cometieron la masacre del martes, no eran cobardes. 
Los dirigentes norteamericanos quieren hacernos creer a toda costa que todo va bien. Que Estados Unidos no tiene miedo. Que nuestra resolución no se ha roto. Que "ellos" serán perseguidos y castigados (sea lo que sea ese "ellos"). Tenemos un presidente-robot que nos asegura que Estados Unidos siempre mantiene la cabeza en alto. 
Una panoplia de personajes públicos, ferozmente opuestos a la política exterior de esta administración, aparentemente se siente tranquila y no dice más que "estamos todos unidos tras el presidente Bush". 
Nos aseguraron que todo iría bien o casi, aun cuando se tratara de un día que quedaría grabado con el sello de la infamia y aun cuando Estados Unidos estuviera ahora en guerra. Sin embargo, no todo va bien. Y esto no es Pearl Harbor. Habrá que reflexionar mucho -quizás se esté haciendo en Washington y en otras partes- sobre el fracaso descomunal del espionaje y del contraespionaje norteamericano, sobre los objetivos de la política exterior, en especial, en Oriente Medio, y sobre lo que debe ser un programa de defensa militar inteligente. 
Pero quienes tienen funciones oficiales, quienes aspiran a ellas y quienes las han ocupado en el pasado, han decidido -con la complicidad de los principales medios- que no se le pedirá al público llevar una dosis demasiado grande del peso de la realidad. Las simplezas conformistas y unánimemente aplaudidas del Congreso de un partido soviético se ven anodinas. La unánime retórica moralizadora recitada por los responsables norteamericanos y los medios en estos días, destinada a disfrazar la realidad, es indigna de una democracia adulta. 
Los responsables norteamericanos y quienes aspiran a serlo, nos han demostrado que consideran su trabajo como una manipulación: consiste en dar confianza y administrar el dolor. La política, la política de una democracia -lo que conlleva desacuerdos y fomenta la sinceridad- fue remplazada por la psicoterapia. Suframos juntos, pero no seamos estúpidos juntos. Un poco de conciencia histórica puede ayudarnos a comprender qué fue exactamente lo que ocurrió, y qué puede seguir ocurriendo. 
Se nos repite insistentemente que "nuestro país es fuerte". A mí, en verdad, eso no me consuela. ¿Quién puede dudar que Norteamérica sea fuerte? Lo cierto es que Norteamérica no debe ser sólo eso. 

(*) Escritora norteamericana autora de numerosas obras. (Traducción de Vía Alterna)


                            


Modernidad y guerra santaPor Susan Sontag

Texto escrito en respuesta a un cuestionario que le envió a Susan Sontag en Nueva York Francesca Borrelli desde Roma, para publicarse en el periódico italiano Il Manifesto.

1.¿Podría describir el impacto de su regreso a Nueva York? ¿Qué sintió usted al ver las consecuencias?
Por supuesto, yo habría preferido estar en Nueva York el 11 de septiembre. Porque estaba en Berlín, a donde había ido por diez días, mi reacción inicial a lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos fue, literalmente, mediada. Yo planeaba pasar toda esa tarde del martes escribiendo en mi cuarto silencioso en un suburbio de Berlín, cuando de modo abrupto fui avisada de lo que ocurría a la mitad de la mañana en Nueva York y Washington por las llamadas telefónicas de dos amigos, uno en Nueva York, el otro en Bari, y corrí a prender la televisión y me pasé frente a la pantalla casi todas las cuarenta y ocho horas siguientes, viendo sobre todo CNN, antes de regresar a mi laptop a bosquejar una diatriba contra la demagogia inane y engañosa que yo había oído diseminada por el gobierno estadounidense y las figuras de los medios. (Este breve texto, que se publicó primero en The New Yorker -y en Nexos 286, octubre 2001-, y que fue ferozmente criticado aquí en los Estados Unidos, era, por supuesto, sólo una impresión inicial, pero por desgracia muy certera.) La aflicción real se dio en estados no del todo coherentes, como siempre ocurre cuando a uno lo apartan de, y por tanto lo privan de un contacto total con, la realidad de la pérdida. A mi regreso a Nueva York tarde y por la noche a la siguiente semana, me fui directamente del aeropuerto Kennedy hasta lo más cerca que pudiera llegar en coche al sitio del ataque, y me pasé una hora dando vueltas a pie alrededor de lo que hoy es un cementerio masivo -unas seis hectáreas de extensión- con vapores, montañoso y maloliente en la parte sur de Manhattan.
En esos primeros días luego de mi regreso a Nueva York, la realidad de la devastación, y la inmensidad de la pérdida de vidas, hizo que mi enfoque inicial sobre la retórica que rodeaba al evento me pareciera menos relevante. Mi consumo de la realidad vía la televisión había caído a su nivel habitual: cero. Me he obstinado en no tener un aparato de televisión en Estados Unidos aunque, sobra decirlo, sí veo televisión cuando estoy fuera. Cuando estoy en casa, mis principales fuentes de noticias diarias son el New York Times y unos cuantos periódicos europeos que leo en línea. Y el Times, días tras día, ha publicado páginas de desgarradoras biografías breves con fotos de los muchos miles de personas que perdieron sus vidas en los aviones secuestrados y en el World Trade Center, incluyendo a los más de trescientos bomberos que subían por las escaleras mientras bajaban los trabajadores de las oficinas. Entre los muertos no había sólo la gente ambiciosa y bien pagada que trabajaba en las industrias financieras localizadas aquí, sino muchos que hacían trabajos de sirvientes en los edificios como porteros y mozos de oficina. Y cocineros: más de setenta de ellos, en su mayoría negros e hispánicos, en el Windows on the World, el restaurant que estaba en la punta de una de las torres. Tantas historias; tantas lágrimas. Omitir el duelo sería un acto de barbarie, y lo mismo sería pensar que estas muertes de algún modo son distintas en su tipo a otras atroces pérdidas de vida, de Srebénica a Ruanda.
Pero no basta con quedarse en el duelo. Y es entonces cuando uno regresa a los discursos que rodearon el evento, y a la realidad de lo que ha cambiado en Estados Unidos desde el 11 de septiembre.
2. ¿Cuál es su reacción a la retórica de Bush?
No hay motivo para enfocarse en la simplista retórica de cowboy de Bush, la que, en los primeros días después del 11 de septiembre, osciló entre el cretinismo y lo siniestro; luego de lo cual sus consejeros y sus redactores de discursos al parecer lo refrenaron. Por más repulsivos que hayan sido su lenguaje y su conducta, Bush no debería monopolizar nuestra atención. A mi parecer todas las figuras principales del gobierno norteamericano se encuentran en una pérdida lingüística, mientras buscan imágenes para abarcar este revés sin precedentes para el poder y la capacidad estadounidenses.
Se han propuesto dos modelos para entender la catástrofe del 11 de septiembre. El primero es que esta es una guerra, a la que dio inicio un "ataque taimado" comparable al bombardeo japonés sobre la base naval estadounidense en Pearl Harbor, Hawaii, el 7 de diciembre de 1941, que lanzó a los estadounidenses a la Segunda Guerra mundial.
El segundo modelo, que ha ganado adeptos tanto en los Estados Unidos como en la Europa occidental, es que esta es una lucha entre dos civilizaciones rivales, una productiva, libre, tolerante y secular (o cristiana), y la otra retrógrada, fanática y vengativa.
Es claro que yo me opongo a ambos modelos, y ambos vulgares y peligrosos, para entender lo que ocurrió el 11 de septiembre. Y no la menor de mis razones para rechazar tanto el modelo de "ya estamos en guerra" como al modelo "nuestra civilización es superior a la de ellos", está en que estas ópticas son exactamente las ópticas de aquellos que perpetraron este ataque criminal, y son también las ópticas del movimiento fundamentalista wahhabi en el Islam. Si el gobierno estadounidense insiste en describir esto como una guerra, y satisface la avidez del público por una campaña de bombardeos a gran escala que la retórica de Bush prometió al parecer (por lo menos al principio), es probable que el peligro aumente. No son los terroristas los que sufrirán con una respuesta de "guerra" total de parte de Estados Unidos y sus aliados, sino más civiles inocentes -esta vez en Afganistán, Irak y otras partes- y estas muertes sólo pueden inflamar el odio de los Estados Unidos (y, más generalizadamente, del secularismo occidental) diseminado por el fundamentalismo radical islámico.
Sólo la violencia muy estrechamente enfocada tiene una oportunidad de reducir la amenaza planteada por el movimiento del cual -¿hace falta decirlo?- Osama bin Laden no es sino uno entre muchos líderes. La situación me parece complicada al extremo. Por una parte, el terrorismo activista que se apuntó un éxito tal el 11 de septiembre es, claramente, un movimiento global. No debe identificársele con un estado en particular, y ciertamente no es identificable sólo con el maltrecho Afganistán, como Pearl Harbor pudo identificarse con Japón. Como la economía de hoy, como la cultura de masas, como las enfermedades pandémicas (pensemos en el sida), el terrorismo se burla de las fronteras. Por otra parte, hay estados que sí figuran en el centro de la historia. Arabia Saudita ha provisto por todo el mundo el apoyo principal al movimiento wahhabi (no es accidental que Bin Laden sea, por así decirlo, un príncipe saudita), al tiempo que durante el mismo periodo la monarquía saudita ha sido el aliado más importante de Estados Unidos en el mundo árabe. Hay muchos, entre los miembros más jóvenes de la élite saudita además de Bin Laden, que ven la cooperación de la monarquía saudita con los Estados Unidos como una gran traición "civilizacional". Una guerra a gran escala dirigida por los Estados Unidos contra el movimiento terrorista identificado con Bin Laden, corre el riesgo de echar abajo a la monarquía "reaccionaria" y lograr que los "radicales" lleguen al poder en Arabia Saudita.
Y este es sólo uno de los muchos dilemas que enfrentan los hacedores de política estadounidenses.
3. Usted ha apuntado que cualquier comparación con Pearl Harbor es inapropiada.
Como usted sabe, Gore Vidal en su último libro The Golden Age sostiene la tesis de que Roosevelt provocó el ataque japonés a Pearl Harbor para permitirle a Estados Unidos entrar en la guerra junto con Gran Bretaña y Francia. La opinión pública y el congreso estadounidenses estaban en contra de entrar en la guerra; sólo en caso de ataque podía Estados Unidos haber declarado la guerra. Algunos otros intelectuales estadounidenses se han unido a Vidal para sostener que Estados Unidos ha estado provocando al mundo islámico durante años y que, en consecuencia, el cuestionamiento de la política estadounidense es inevitable. ¿Cuál es su opinión?
Como ya lo he sugerido, creo que la comparación del 11 de septiembre con Pearl Harbor no sólo es inapropiada sino engañosa. Sugiere que tenemos otro país contra el cual pelear. La realidad es que las fuerzas que buscan humillar al poder estadounidense son, más bien, subnacionales y transnacionales. Osama bin Laden es, cuando mucho, el ejecutivo en jefe de un vasto conglomerado de grupos terroristas.
Gente informada cree que él es incluso un poco una figura de adorno, valorado más por su dinero y su carisma que por su talento operativo. Visto así, es un núcleo de militantes egipcios el que realmente está proporcionando la inteligencia para un programa en marcha de operaciones del cual puede esperarse que tenga lugar en muchos países.
He sido una crítica ferviente de mi país casi por tanto tiempo como Gore Vidal, aunque espero que con más tino, y doy por hecho que el cuestionamiento de la política exterior estadounidense es siempre tan deseable como inevitable. Una vez dicho esto, no creo que Roosevelt provocó el ataque japonés sobre Pearl Harbor. El gobierno japonés realmente se había atado a la locura de empezar una guerra con los Estados Unidos. Tampoco creo que Estados Unidos haya estado provocando durante años al mundo islámico. Estados Unidos se ha comportado de una manera brutal, imperial, en muchos países, pero no está metido en una operación abarcadora contra algo que puede llamarse "el mundo islámico". Y con todo lo que deploro la política exterior estadounidense -y la arrogancia y la presunción imperial estadounidenses- lo primero que hay que tener en mente es que lo que ocurrió el 11 de septiembre fue un crimen espantoso.
Como alguien que durante décadas ha estado en primera fila entre aquellos que han gritado contra los entuertos estadounidenses, me he llamado particularmente a ultraje, por ejemplo, con el embargo que ha traído tanto sufrimiento al empobrecido, oprimido pueblo de Irak. Pero la óptica que detecto entre algunos intelectuales estadounidenses y muchos intelectuales bien-pensant en Europa; la óptica de que Estados Unidos ha traído ese horror sobre sí mismo, de que Estados Unidos es, en parte, culpable por las muertes de estos miles ocurridas en su propio territorio: esta no es, repito: no es, una óptica que yo comparta.
Cualquier intento de perdonar o condonar esta atrocidad culpando a Estados Unidos -y aunque haya mucho de qué culpar a la conducta estadounidense en el extranjero- es moralmente obsceno. Terrorismo es el asesinato de gente inocente. Esta vez, fue un asesinato masivo.
Más aún, creo que es un error pensar en el terrorismo -este terrorismo- como la búsqueda de demandas legítimas por medios ilegítimos. Permítame ser muy específica. Si mañana hubiera una retirada unilateral de Israel de la Orilla Occidental y de Gaza seguida, un día después, por la declaración de un estado palestino acompañado por plenas garantías de ayuda y cooperación israelíes, creo que ninguno de estos eventos deseables retractaría en algo en los proyectos terroristas que ya están en curso. Los terroristas se escudan a sí mismos en agravios legítimos, como ha señalado Salman Rushdie. Su propósito no es la corrección de estos entuertos: sólo su pretexto desvergonzado.
Lo que buscaban lograr aquellos que perpetraron la masacre del 11 de septiembre no era corregir los males hechos al pueblo palestino, o aliviar el sufrimiento del pueblo en la mayor parte del mundo musulmán. El ataque es real. Es un ataque contra la modernidad (la única cultura que hace posible la emancipación de las mujeres) y, sí, contra el capitalismo. El mundo moderno, nuestro mundo, se ha dejado ver como algo seriamente vulnerable. Una respuesta armada -en la forma de un conjunto de complejas operaciones antiterroristas cuidadosamente enfocadas; no en la forma de una guerra- es necesaria. Y justificada. [Fragmento]


                         

A pesar de la guerra 
la vida continúa



La escritora Susan Sontag habló con Luis Fernando Afanador y Felipe Restrepo, de SEMANA, acerca de la cultura de masas, el consumismo y el imperialismo. 
"Ya no hay diferencias ideológicas ni desacuerdos entre los que se hacen llamar demócratas y los que se hacen llamar republicanos (...) sólo hay un partido real en Estados Unidos y está manejado por derechistas fanáticos y fundamentalistas cristianos " 

Susan Sontag es un simbolo de la década de los 60 y los 70. Aunque ha escrito cuentos y novelas es conocida principalmente por sus innovadores ensayos sobre la cultura moderna, que abarcan temas tan diversos como la literatura pornográfica, la estética fascista, la fotografía, el cáncer, el sida y la revolución. También ha escrito y dirigido películas; tuvo una gran incidencia en el arte experimental e introdujo nuevas ideas a la sociedad norteamericana. A partir de su trabajo en el Partisan Review se hizo conocida y respetada en los círculos intelectuales de Nueva York, lo que la llevó a ser colaboradora de otras importantes publicaciones, como el New York Review of Books, Atlantic Monthly y Harper's. 
Vino a Colombia para presentar su más reciente novela, En América, ganadora del National Book Award en 2000. Pero, como era de esperarse, su figura legendaria y sus opiniones polémicas no la hicieron pasar inadvertida: más de 1.000 personas asistieron a su primera conferencia en la Feria del Libro de Bogotá (había otras 300 afuera que no pudieron entrar), que se levantaron a aplaudirla cuando le exigió un pronunciamiento a Gabriel García Márquez sobre los fusilamientos y los presos políticos en Cuba. Al día siguiente, en una rueda de prensa, no se cansó de alabar la red de bibliotecas de Bogotá, y en particular la Virgilio Barco, la cual consideró como "la mejor del mundo". SEMANA conversó en exclusiva con ella. 

SEMANA: ¿Cuál cree que es finalmente el legado de los años 60, una época de la cual usted fue un emblema? 
Susan Sontag: Los 60 son un mito, un mito del que ya nadie habla en Estados Unidos. Solamente la gente de extrema derecha habla sobre ello. Para ellos es un arma para estar en contra de todo lo que pueda ser novedoso y progresista. Según ellos, los 60 son una prueba del fracaso de la izquierda. Yo ya no puedo hablar de eso, para mí es absurdo. Además este es un término altamente ideológico que significa muchas cosas diferentes para muchas personas. Es un mito usado por la derecha, no por la izquierda. 
SEMANA: Pero en un contexto latinoamericano, los 60 fueron y son muy importantes. Esta época significó una liberación de la juventud. 

S.S.: Después de 30 años veo que lo único que la gente ha aprendido es a consumir. La sociedad de consumo le ha enseñado a la gente que lo mejor que puede hacer con su vida es comprar y eso tiene que tener un efecto. Hace 30 años sabíamos qué era el capitalismo, pero no sabíamos lo poderoso que era. Y, sobre todo, nunca creímos que el consumismo podría llegar a ser una ideología. 

SEMANA: Usted pertenece a la intelectualidad y a la alta cultura. Sin embargo, siempre defendió en esa época la cultura pop. Ahora que ésta se ha vuelto dominante y arrasadora, ¿no cree que su defensa terminó siendo un error y algo peligrosa? 

S.S.: Sí, hasta cierto punto fue peligroso. Cuando empecé a escribir en los años 60 yo era muy joven. En ese entonces me gustaban mucho las cosas de la alta cultura, pero también me gustaban el rock y en general las cosas divertidas. Y tuve la idea utópica de que se podían juntar las dos, que todo era una cuestión de pluralidad y diversidad. Ahora creo que tal vez estaba equivocada porque, de nuevo, la fuerza de la sociedad de consumo está enfocada en bajar el nivel de la cultura. Ahora usted encuentra gente que dice que la alta cultura es esnobista o elitista. Estos nuevos desarrollos fortalecen la cultura consumista. Yo creo que cuando era muy joven, en esa época legendaria, no creía que pudiera haber un conflicto. Pero, sin duda, lo hay. Pensé que uno lo podía tener todo, pero ahora veo que esta propaganda y proliferación de la cultura de masas es antagónica a la alta cultura. 

SEMANA: En su más reciente novela, 'En América', un grupo de artistas europeos del siglo XIX viajan a Estados Unidos en busca de un mejor futuro. De hecho, en ese siglo, Estados Unidos era visto como una tierra prometida. ¿Usted cree que el sueño americano todavía existe? 

S.S.: Yo creo que mucha gente viaja a Estados Unidos con una esperanza tremenda. En ese sentido, mi país continúa siendo una tierra prometida. Pero, sin duda, esta esperanza se basa en un ideal de prosperidad y bonanza económica. Esta es la mayor fantasía de los inmigrantes. Recuerdo una anécdota. Hace muchos años yo estaba en un taxi en Nueva York, antes de la caída de la Unión Soviética. Me di cuenta de que el taxista era de la Unión Soviética cuando vi su apellido. Le pregunté si le gustaba Estados Unidos. El me respondió: "Me gusta mucho. Es el único país donde uno es libre. Libre para ganar mucho dinero". Entonces yo creo que el sueño americano es algo que significa muchas cosas diferentes. Los inmigrantes vienen y trabajan muy fuerte para darles un futuro a sus hijos. Y casi siempre logran que sus hijos vayan a la universidad y prosperan, así tengan que trabajar 100 horas semanales. Estados Unidos es un país muy rico, donde está el 6 por ciento de la población y algo así como el 50 por ciento de la riqueza. Estamos hablando de un imperio. Además, es un país que ha tomado la decisión de convertirse en un poder imperial. La prueba de esto es que hemos peleado 20 guerras desde la Segunda Guerra Mundial. Y tenemos bases en alrededor de 60 países. Y esto era antes de George Bush. Ahora vamos a empezar la conquista del mundo. 

SEMANA: Estados Unidos siempre ha tenido esta vocación imperialista pero lo que ahora resulta alarmante es esa minoría religiosa y fundamentalista actualmente en el poder. ¿Cómo se puede luchar contra esta amenaza?
S.S.: Estamos en una situación muy difícil. Ahora en Estados Unidos sólo hay un partido político: los demócratas cometieron en cierto sentido un suicidio. Ya no hay diferencias ideológicas ni desacuerdos entre los que se hacen llamar demócratas y los que se hacen llamar republicanos. Los políticos creen ahora que es un suicidio político oponerse a Bush, porque en el país hay un consenso. Ahora sólo hay un partido real en Estados Unidos y está manejado por derechistas fanáticos y fundamentalistas cristianos. Y sus afirmaciones realmente tienen un eco entre los norteamericanos. Los demócratas no son lo suficientemente valientes para oponerse. Incluso Clinton ya tenía políticas republicanas. Ya no hay demócratas que se atrevan a criticar o a oponerse a las políticas republicanas. 

SEMANA: En una entrevista con el periodista Charles Ruas en 1987 usted dijo que escribir ensayos era una forma de liberarse de sus obsesiones. ¿Todavía es así 20 años después?
S.S.: Bueno, realmente no me gusta escribir ensayos, es como una adicción terrible. A veces siento que soy una adicta a escribir ensayos, como si fuera una adicta a la heroína o a la pedofilia. Siempre estoy tratando de dejarlo, pero no puedo parar. Es más, ahora mismo estoy pensando en escribir un ensayo sobre mi experiencia en Colombia. Sucede que dentro de mí siempre hay una lucha interna entre lo que encuentro placentero y lo que encuentro necesario. 
Creo que en el mundo hay muchas cosas interesantes sobre las que se puede escribir, pero siento que mi responsabilidad es escribir sobre algunas cosas que son ignoradas y que no pueden pasarse por alto. Claro que prefiero escribir ficción, porque siento que en la ficción se pueden presentar diferentes puntos de vista sobre un mismo problema. A diferencia del ensayo, la ficción permite la contradicción. En un ensayo siempre hay que seguir una misma posición y esto es un poco tormentoso. Por ejemplo, mi último ensayo parte de mi experiencia extraordinaria en Sarajevo. Esta experiencia me llevó a reflexionar sobre la diferencia entre la realidad de la guerra y la manera como ésta es representada. Yo sentí que era mi obligación escribir sobre el tema, así que lo comencé a hacer a finales de 2001 y lo terminé este año. Mientras lo escribía sucedieron los ataques del 11 de septiembre y, cuando lo terminé, Estados Unidos ya estaba planeando el ataque a Irak. Durante ese año y medio descubrí que nada podía detener la guerra, que los que tienen el poder iban a utilizar cualquier excusa -o todas las excusas- para atacar. Por eso sentí que lo que decía en mi ensayo era pertinente y necesario. 

SEMANA: ¿Cómo fue su experiencia en Sarajevo? 

S.S.: Muchas personas creen que yo fui a Sarajevo sólo a montar una obra de teatro, lo que sería completamente estúpido. Yo decidí ir allá en abril de 1993 para acompañar al director de la ONG Instituto para la Sociedad Abierta. Yo sentía una gran curiosidad de ver cómo era una ciudad europea sitiada casi 30 años después de la Segunda Guerra Mundial. Y de ver, también, cómo aún podían existir campos de concentración en el norte de Bosnia. Mi amigo y yo fuimos junto con un grupo de soldados de la ONU. Después de pasar un par de semanas decidí que debía quedarme un largo período. Conocí algunas personas en la ciudad y me quedé con ellos. Mi idea inicial era trabajar en una clínica (yo siempre quise ser doctora) o ayudando niños, es decir, un trabajo muy elemental. Ahora bien, en esta ciudad no había nada, no había agua, no había luz y no había calefacción. Sin embargo estas personas me dijeron que mi trabajo debía ser montar una obra de teatro. Ellos me dijeron que no eran animales y que también les gustaba el arte, que antes en Sarajevo había cultura. Yo, desde luego, me sorprendí muchísimo: esta gente, en medio de su tragedia, tenía una gran dignidad. Tenían más intereses que sus necesidades básicas. 
Así que empezamos a presentar la obra en el sótano de una casa, alumbrados por velas. A cada presentación venían unas 100 personas y se sentaban en el piso. Nunca pudimos usar el teatro porque había sido destruido y tratábamos de hacer las presentaciones a las 10 de la mañana para que no coincidieran con los bombardeos. Bajo estas condiciones presentamos Esperando a Godot durante un año. La vida seguía su curso normal en medio de la guerra. Y la gente que no está allí no entiende esto. Por ejemplo, veo que en Colombia pasa algo muy similar. A pesar de la guerra la vida continúa.


Los valores de la literatura 

Fundación Príncipe de Asturias, discurso de la intelectual norteamericana al recibir el premio Príncipe de Asturias

Por Susan Sontag

"Sans un idéal inaccesible, point de vocation authentique" - Marcel Bénabou 

"La índole más alta de moralidad es no sentirnos como en casa en el propio hogar"  - T.W. Adorno

La concesión de un premio crea una situación inusitada. Quienes lo otorgan están obligados a creer que su decisión ha sido la óptima. Quienes lo aceptan están obligados a creer que se lo merecen. Ambos supuestos, en una circunstancia determinada, podrían ponerse en entredicho.
Estos discutibles supuestos son aún más dudosos si el premio no se otorga a una actividad cuyo mérito puede medirse con más o menos objetividad, como el deporte o la ciencia, sino al dominio de la cultura, las artes y el pensamiento.
En éste, el mérito parece resistir la medición objetiva. En efecto, parece que, en las artes, el único juicio seguro es el de la posteridad; con ello quiero decir el juicio emitido dos o tres generaciones después de que la obra está concluida y su autor ha desaparecido.
Mueve a la humildad saber que, de todos los libros encomiados, de los libros tenidos por parte genuina de la literatura, y publicados, digamos, en cualquier decenio en particular -nunca más de cinco a diez por ciento de las novelas, la poesía y el ensayo serios publicados en el periodo-, sin duda no más de uno por ciento en efecto perdurarán, es decir, su interés será permanente, parecerán valiosos, aún los disfrutarán las generaciones venideras y merecerá la pena leerlos y releerlos.
Nadie puede predecir el juicio de la posteridad -que en última instancia es el único que cuenta- acerca de una obra literaria o artística en particular. Por lo que en este sentido toda distinción en el ámbito de la cultura sólo puede expresar un reconocimiento condicional que espera su confirmación o refutación posterior. No obstante, esos galardones nos parecen menos problemáticos si pensamos que manifiestan algo más que reconocimiento o fe en los logros de cualquier escritor o artista. Manifiestan una fe en la propia actividad.
Por lo tanto, la mejor reflexión que puede hacerse sobre un premio literario significativo es que afirma la importancia, la gloria (si se me permite una palabra tan grandilocuente), de la literatura misma. Éstas son al menos mis reflexiones en ocasión tan destacada, en la que he sido distinguida como una de las dos merecedoras del Premio Príncipe de Asturias de Letras.
Cuando pienso en la literatura, en la infinitamente diversa aventura de afanarse con el lenguaje para contar historias y transmitir el conocimiento profundo en el que me he anclado, comprometido, durante toda mi vida como persona moral y consciente, pienso en un amplia escala de valores que en realidad son metas o modelos con los cuales juzgo mis actividades personales y literarias.
En un sentido, el empírico o fáctico, la literatura es meramente la suma de todo lo escrito y tenido por literatura. En otro sentido, el ideal, la literatura es la suma de todo lo que mejora, enaltece y hace más necesaria la actividad literaria.
En esta segunda y más valiosa acepción, la literatura honra -y representa- metas ideales en sentido estricto. Es decir, nunca alcanzadas del todo. Sin embargo, son aún más irresistibles y ejercen mayor autoridad como ideales precisamente porque resulta muy difícil mantenerlos.
Alguien podría rechazar, como una suerte de enternecedor disparate, lo que me propongo encomiar aquí. Pero yo no lo veo así en absoluto. Estas normas morales, estos ideales, no son una ilusión.
Imaginemos la literatura como una utopía... un lugar en el que imperan los modelos más encumbrados, casi inaccesibles. Se pueden deducir unas cuantas normas de una interpretación determinada de la literatura, de la que importa, que sigue importando durante decenios, generaciones y, en pocos casos, durante siglos.
Ésta es mi utopía. Es decir, aquí están los modelos que infiero o me parece que sustenta la empresa de la literatura.
Uno. Las actividades literarias (la escritura, la lectura, la enseñanza) son una vocación ideal, una prerrogativa, más que una simple carrera, una profesión, que se sujeta a las nociones comunes de "éxito" y al estímulo financiero. La literatura es, en primer lugar, una de las maneras fundamentales de nutrir la conciencia. Desempeña una función esencial en la creación de la vida interior, y en la ampliación y ahondamiento de nuestras simpatías y nuestras sensibilidades hacia otros seres humanos y el lenguaje.
Dos. La literatura es una arena de logros individuales, de méritos individuales. Esto implica que no se confieren premios y honores al escritor porque representa, digamos, a las comunidades débiles o marginadas. Esto implica que no se hace uso de la literatura o de los premios literarios para respaldar fines ajenos a ella: por ejemplo, el feminismo. (Hablo como feminista.) Esto implica que no se reparten recompensas a los escritores como medio de pagar consecutivo tributo a la diversidad de las identidades nacionales. (Así es que si los mejores tres escritores del mundo son, por ejemplo, húngaros, entonces lo ideal es que los jurados de los premios no se inquieten porque los húngaros reciben demasiados galardones.)
Tres. La literatura es primordialmente una empresa cosmopolita. Los grandes escritores son parte de la literatura mundial. Deberíamos leer a través de las fronteras nacionales y tribales: la gran literatura debería transportarnos. Los escritores son ciudadanos de una comunidad mundial, en la que todos aprendemos y nos leemos los unos a los otros. Si consideramos que cada logro literario significativo es, en última instancia, parte de la literatura del mundo, nos hacemos más receptivos a lo foráneo, a lo que no es "nosotros". El poder característico de la literatura es que nos deja una impresión de extrañeza. De asombro. De desorientación. De que nos encontramos en otro lugar.
Cuatro. Las diversas pautas de excelencia literaria, en el seno de las literaturas en todos los idiomas y en la gama entera de la literatura mundial, son una lección cardinal sobre la realidad y la conveniencia de un mundo que aún es irreductiblemente plural, diverso y variado. El mundo pluralista actual depende del predominio de los valores seculares.
Es posible, desde luego, exponer lo que denominamos modelos de un modo más enérgico (y acaso más controvertido), como antipatías, como negativas. Así es que, para enunciar de otra manera lo que acabo de decir:
Uno. Desprecio a los valores mercenarios.
Dos. Aversión a hacer uso principalmente instrumental de los escritores; por ejemplo, celebrar a los autores sobre todo en calidad de representantes de comunidades que se imaginan marginadas, con el fin de manifestarles su apoyo.
Tres. Cautela ante el filisteísmo cultural que se encubre con la aplicación de los valores democráticos en materia literaria. Desconfianza permanente de las afirmaciones nacionalistas y las lealtades tribales.
Cuatro. Eterno antagonismo contra las fuerzas represivas y la censura.
Estos son en efecto valores utópicos. No se han
cumplido. Pero la literatura, la literatura en su conjunto, aún los encarna. Aún estimulan a los escritores. Aún nutren a los lectores, a los verdaderos lectores. Y es también lo que celebra todo premio literario importante. 
Por estos valores me honra que la Fundación Príncipe de Asturias me haya elegido como una de las galardonadas con este destacado premio. 

Susan Sontag. © Copyright 2003 Fundación Príncipe de Asturias

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