
Educado para ser grabador y tipógrafo, el casi parisino
Robert Doisneau (Gentilly, cerca de París, 1912- París 1994) recaló en la
fotografía independiente tras un breve paso por el mundo de la litografía, sintiendo según sus propias
palabras de forma inmediata que aquello se acercaba muy satisfactoriamente a
sus propias inquietudes artísticas. Autodidacta en gran medida, fue introducido
en el mundo de la fotografía como arte por André Vigneau: "Cuando yo
empecé, nadie conocía a nadie. No había revistas que difundieran la obra de los
fotógrafos más interesantes. Por eso la única persona que me influyó fue
Vigneau. Era formidable: escultor, pintor, fotógrafo..." Sin embargo la
guerra y los nazis ocupando su bella y querida ciudad acabaron de manera
prematura con sus planes. Robert se alistó a la resistencia y participó
activamente en la misma. Tras la terrible contienda podemos suponer que la
economía parisina no estuvo para grandes alegrías, así que Doisneau tuvo que
renunciar a la independencia de su estudio y, gracias a su indudable calidad
técnica como fotógrafo más algún que otro contacto, entró a formar parte de la
nómina de la revista Vogue, para la cual trabajó durante largos años. Quién lo
diría...
En Vogue Doisneau tuvo a su alcance las mejores modelos de
moda y la más alta sociedad parisina, pero visto el resultado uno se imagina a
nuestro particular héroe repitiendo las míticas palabras de Red Buttler al
final deGone with the Wind: "francamente querida: me importa un
bledo". Menos que un bledo. Doisneau, despreciando las oportunidades
únicas que la famosísima revista le ofrecía concentró todo su tiempo libre en
su única obsesión: mirar la vida al pasar. Mirar la calle, la gente llana
descansando feliz a orillas del Sena, paseando al perro, bailando el 14 de
julio, mirando escaparates, bañándose en
el río, bebiendo en los bares, tomando copas en los clubes de jazz... Y luego,
los niños. Niños estudiando en la escuela, jugando y callejeando pletóricos en
plena libertad en la gran urbe como hoy día ya no es ni imaginable (qué
lástima...) En definitiva, haciendo, como sólo los grandes genios de la
fotografía son capaces, del voyeurismo una profesión. Y es que todo fotógrafo
es en esencia un voyeur impenitente (quede claro que no me refiero en absoluto
a las connotaciones sexuales del término), un voyeur, que no mirón, que
disfruta hasta el paroxismo observando el espectáculo insuperable de la vida
bullendo en plena calle. Si además tenemos una cámara (ojo, una Leica), ese
mágico objeto que nos permite compartir e inmortalizar nuestra mirada, y un
dedo preciso que dispara en el instante exacto, qué más se puede pedir...
Doisneau fue junto a Brassai y el propio Henrí
Cartier-Bresson, el máximo exponente de lo que en términos oficiales se ha
venido en denominar fotojornalismo o fotorreportaje y que yo, en mi afán por lo
sencillo y claro, prefiero llamar simplemente fotografía de calle. Vamos,
tomarle el pulso a la ciudad, que diría un porteño. La quintaesencia de la
fotografía, se mire como se mire.
La fama le llegó de la forma más inesperada en 1950 de la
mano de una singular fotografía. La revista America's LIFE quería un reportaje
sobre el aspecto romántico de la capital francesa y le encargó el material
gráfico. Surgió así el "Beso frente al Hotel de Ville", sin duda una
de las imágenes más famosas del siglo XX, repetida y posterizada hasta la
saciedad. La toma muestra una pareja (jóvenes actores amigos que Doisneau se
encontró casualmente en el café) besándose apasionadamente frente al
Ayuntamiento ante la gente que pasa impertérrita por su lado. Todo el mundo
interpretó que era lo que en el argot fotográfico denominamos un
"robado", esto es una imagen espontánea captada sin que los
protagonistas se percaten, así que se convirtió inmediatamente en un icono del
París más encantador y romántico de la historia. Se hizo un cartel de la misma
que vendió, tomen ustedes nota, más de medio millón de ejemplares. Ni que decir
tiene que el autor no se molestó en aclarar el malentendido y disfrutó (muy
merecidamente en mi opinión) de los réditos que le produjo, hasta que una
pareja de sinvergüenzas estafadores le denunciaron en los años noventa
exigiéndole una indemnización como pretendidos protagonistas involuntarios de
la escena, lo que obligó a Doisneau a contar ante el juez con pelos y señales
la realidad de como se había gestionado la fotografía. No solo eso, sino que
además la actriz protagonista real aprovechó el revuelo para exigir también su
parte del pastel con cuarenta años de retraso, forzando al fotógrafo a
demostrar que ya había cobrado lo estipulado en su momento. Todo un ejemplo de
la miseria humana.
Sin embargo aunque sea su imagen más famosa no es, en mi
modesta opinión, su mejor obra ni mucho menos. El propio Doisneau decía de ella
con un entusiasmo descriptible: "No
es una foto fea, pero se nota que es fruto de una puesta en escena, que se
besan para mi cámara." Personalmente no puedo estar más de acuerdo, sobre
todo porque el resto de su obra desborda a manos llenas lo que a esta
fotografía le falta: espontaneidad, frescura, veracidad, ironía y encanto a
raudales. Sumergirse en su extensa obra, como hacerlo en la de su compatriota
Cartier-Bresson, supone pasear con ojos prestados por otro tiempo y otro lugar,
emocionarse, sonreír, sorprenderse... en definitiva, darse un baño de vida.
Como siempre mi recomendación final: consigan un libro o
simplemente busquen en Internet, si no lo conocen o lo conocen poco les aseguro
que les fascinará tanto como todos los
que amamos este bello arte de captar lo fugaz e irrepetible. Y perdonen la extensión, hacía ya demasiado
tiempo que no podía dedicarle mi atención a este blog, que espero a partir de
ahora vuelva a recuperar su pulso tras un largo parón absolutamente
involuntario. Un cordial saludo, amigos
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