Liu Cixin El mundo fue y será una porquería

Por Sergio Kiernan


Ingeniero metido a novelista, Liu Cixin no sólo renovó la literatura de China sino que, de paso, trajo una saludable politización de la ciencia ficción con una trilogía que ahora empieza a publicarse en castellano: El problema de los tres cuerpos, El bosque oscuro y El fin de la muerte. Cixin plantea una lucha por el poder que parte de la metáfora del “bosque oscuro”: el universo como un lugar sombrío donde hay que pasar desapercibidos para no ser exterminados, ya que cada civilización debe liquidar cualquier competencia potencial.
Por Sergio Kiernan

Allá en la cumbre de las tonterías de este mundo brilla la trilogía de Fundación, una de las zonceras más notables del tal Isaac Asimov. Pese a que era ruso de nacimiento y de familia exiliada a las corridas, con lo que llevaba colgada una identidad con complicaciones, Asimov se había comprado el sueño americano en su versión más sosa, esa que afirma que la política no existe. En Fundación se inventa una “ciencia” que permite prever el devenir humano a nivel civilizaciones, programa sólo interrumpible por algún shibolet americano, el Gran Individuo que cambia el curso de la historia. Asimov compraba y vendía (y cómo vendía) esta anestesia aunque Estados Unidos se desangrara en Corea y Vietnam. Fue un caso de creer lo que se quiere creer más allá de toda evidencia y uno que hizo escuela.

Con lo que la ingenuidad política, la negación de la política, la incapacidad de describirla quedó como uno de los pecados capitales de la ciencia ficción, junto a la tendencia a la mala prosa. Los que intentaron hablar de política, como Frank Herbert, terminaron inventando malos escenarios renacentistas, con Lucrecias Borgias espaciales. Ni siquiera un alienado de calidad, como William Gibson, parece capaz de trascender la idea de que todas las corporaciones son malvadas y tienen el real poder.



Y es por eso que Liu Cixin, el ingeniero chino metido a novelista, bestseller furioso en su país, cincuentón hijo de mineros, se merece un aplauso por meter de prepo la política en novelas con flotas espaciales, inteligencias artificiales, motores de fusión y demás ornamentos del género. A Cixin basta leerle unas páginas para entender que el repertorio le importa un pepino porque lo que quiere contar es que el mundo es un lugar oscuro y peligroso donde todos te pueden apuñalar, que no importa si te quieren apuñalar o no, porque la naturaleza de las cosas es que el otro te tiene que apuñalar. Si China ve las cosas de este modo, realmente tenemos un problema.

La obra mayor de Cixin es una trilogía formada por El problema de los tres cuerpos, El bosque oscuro y El fin de la muerte, los dos primeros flamantes traducciones al castellano y el tercero anunciado para este 2018. La historia comienza en 1967, en medio de una batalla entre Guardias Rojos en Pekín. La Unión Roja y la Brigada 28 de Abril combaten por la toma de un edificio, en un estilo de guerra civil que mezcla bala con teatro político. La Brigada ataca el edificio, los de la Unión logran frenarlos y para festejarlo una chiquilina adolescente sale a la terraza con una bandera roja. Los de la Brigada abren fuego y para asombro general -nunca le pegaban a nada- la chica cae fulminada. 

Al mismo tiempo, las facciones de los Guardias Rojos tienen un raro momento de unidad en el auto de fe de un profesor “burgués y revisionista” de la Universidad Tsinghua, en otro barrio de la capital. Ye Zethai es astrofísico, un nombre internacional, lo más parecido a un teórico de peso en China. Pero es un mal comunista, con lo que los guardias lo arrastran a un escenario con un gorro de burro hecho en chapa de hierro, para que le duela, y con una chapón colgado del cuello con la palabra “traidor”. Y es acusado de tener un concepto burgués de la ciencia, de creer en falsedades antimarxistas como la Constante de Plank. Lo terminan matando a golpes.

A un costado del escenario, los únicos proletarios presentes, el personal de limpieza, tienen agarrada a una veinteañera, la hija de Ye. El profesor será un burgués, pero los empleados lo respetan y lo aprecian, con lo que están salvando a su hija que quiere subirse a salvar a su papá. Sólo cuando todos se van la dejan subir, a lavar el cadáver, a llorar a su viejo deformado a golpes. Esa misma tarde, la chica se entera que la que cayó baleada es su hermanita menor, que su madre tomó veneno y que ella es oficialmente una enemiga del pueblo, una no persona. Wenjie no va a poder nunca terminar su doctorado porque la astrofísica ya no existe en China y a nadie le importa que sea una joven especializada en anomalías solares.

Con lo que dos años después, Wenjie se considera afortunada de ser una más en el Cuerpo de Producción y Construcción de Mongolia Interior, una mezcla de leñadores, estudiantes haciendo su experiencia proletaria e indeseables que está desmontando la frontera norte. Los chicos tienen una doble misión, la de conseguir madera para la industria y la de ser carne de cañón cuando invadan los revisionistas soviéticos, a los que tienen que demorar con sus hachas. Wenjie calla y espera, muerta por adentro, viendo la inmensa destrucción ecológica de bosques milenarios.

Los problemas arrancan de nuevo con un periodista que le pasa a escondidas una copia en inglés de Primavera Silenciosa, el clásico que fundó la ecología. Wenjie termina interrogada por comisarios políticos hasta que la salva un oficial del Ejército encargado de temas científicos, que leyó su tesis sobre las manchas solares. Wenkie es reclutada como personal técnico, medio que esclava, en una instalación secreta al tope de una montaña que se supone que ensaya un arma secreta. Con el tiempo, la esclava se hace esencial, va tomando confianza, la dejan entrar a todas partes, es la que más sabe de matemáticas, la que más entiende. Y la que entiende que no hay arma secreta: los chinos están tratando de comunicarse con el cosmos, están buscando vida extraterrestre. Cixin hasta se da el gusto de sugerir que hacen todo esto, tan poco marxista, por un capricho personal de Mao.

El tema es que Wenjie sabe que nunca nadie va a contestar porque ningún transmisor tiene la potencia para cruzar los años luz necesarios. La solución para cruzar este universo inmenso con tan baja potencia es rebotar la señal en el sol, idea que le encanta al comandante de la base porque puede pasarla como propia. Hacen la prueba y se sientan a esperar los años que sea necesario, que resultan ser apenas cuatro. Una noche fría en que sólo la esclava está de turno, llega la respuesta. Es un mensaje urgente que ruega que no contesten, que si vuelven a transmitir serán invadidos y exterminados, que casi casi tienen la posición de la tierra. Wenjie lee el mensaje, piensa en su padre, en su madre y su hermanita, piensa en los bosques talados, en las primaveras silenciosas y en los guardias rojos. Y contesta el mensaje.

Lo que sigue toma cuatro siglos de historia humana y es una disimulada meditación sobre el poder y sobre la imposibilidad de encuentros que no terminen como el de Colón con los indios. La teoría fundamental es la del bosque oscuro, una metáfora que dice que el universo es un bosque siniestro donde nadie hace ruido, nadie se hace notar, porque cualquiera que te vea o escuche te va a exterminar. Nada personal, apenas un deber de cada civilización de liquidar de ante mano cualquier competencia potencial. La regla fundamental es borrar cualquier forma de vida que uno encuentre, de amebas para arriba.

¿Funciona esta mezcla de space opera y ensayo histórico? Cixin construye uno de los cuentos más desoladores jamás escritos, una muestra de pesimismo que no se puede adelantar para no arruinar finales pero que tiene un nivel más que cósmico: desde el Big Bang para acá, dice el autor, todo es barranca abajo.

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