Autor: Manel Sancho (https://oldcivilizations.wordpress.com); fecha: 1/09/2025
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Hace tiempo se está produciendo una gran polarización en la sociedad en numerosos temas, como inmigración, cambio climático, creacionismo o evolucionismo, etc…, que está siendo incrementada por algunas redes sociales. Por desgracia no se analizan los temas en profundidad sino que uno tiene que estar a favor o en contra de algún tema determinado. En lugar de una visión más cuántica de la realidad, en que se tengan en cuenta los tonos grises, se produce una visión más binaria, en que solo existe una visión y su antagónica. Vemos pues que se está produciendo una creciente polarización social y una visión binaria de la realidad. En las últimas décadas, pero especialmente en los últimos diez años, se ha intensificado la polarización social en numerosos temas clave. Esta polarización se manifiesta en la percepción pública, en los debates mediáticos y en la cultura política, creando una división creciente entre grupos con posiciones opuestas que apenas dialogan entre sí. La polarización ocurre cuando las opiniones, creencias y posiciones sobre un tema se desplazan hacia los extremos, generando grupos cada vez más alejados y menos capaces de entender al otro. Pero antes de entrar en la polarización en nuestra época haremos un repaso sobre los posibles orígenes de la polarización, que viene desde hace muchos siglos, aunque es verdad que ahora está envenenando muchas áreas de nuestra sociedad, especialmente gracias a la amplificación que producen las redes sociales mal utilizadas. Diversas religiones, filosofías, etc… hablan de una polarización entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre los ángeles leales y los ángeles caídos. También, en el esoterismo y la mitología se habla de seres (o dioses) que defienden a la humanidad y otros que la atacan. Por lo tanto, empezaremos con una revisión sobre la polarización bien-mal, luz-oscuridad, dioses protectores y castigadores en religiones, filosofías y mitologías, con sus conexiones históricas, simbólicas y esotéricas. Pero también plantearemos ampliamente la dicotomía Nosotros-Ellos que explica, en gran parte, cómo se produce la polarización.
Desde tiempos muy antiguos, los seres humanos han visto el mundo como una serie de opuestos: vida y muerte, salud y enfermedad, alegría y dolor. Estas experiencias se transformaron en mitos donde la luz representa el conocimiento y la vida, y la oscuridad la ignorancia y la muerte. Así nació la idea de una lucha entre el bien y el mal. Las religiones más conocidas desarrollaron estas ideas de distintas maneras. En el judaísmo, Dios es uno solo: crea, protege, pero también castiga. El mal no es una fuerza separada, y el “enemigo” (Satán) es más bien un opositor dentro del propio sistema divino. En el cristianismo, esta figura se transforma: Satán se convierte en un ángel rebelde, opuesto a Cristo. Aquí sí aparece una fuerte división entre el bien (Dios, la luz) y el mal (el Diablo, la oscuridad). En el islam, también hay tensión entre la misericordia y el castigo de Dios. Pero a diferencia del cristianismo, el islam insiste en que solo hay un poder absoluto, sin dos fuerzas eternas enfrentadas. El caso del zoroastrismo, una antigua religión de Persia, es distinto: presenta una lucha entre dos seres opuestos —uno bueno y otro malo— que representan la luz y la oscuridad, el orden y el caos. Esta visión influyó en otras religiones como el judaísmo, el cristianismo y el islam. En otros pueblos antiguos, como en Mesopotamia, también aparecen dioses que representan fuerzas contrarias. Un dios quiere castigar a los humanos con un diluvio, pero otro los ayuda y los salva. Esta idea se repite en muchos mitos: alguien en el poder impone castigos, y otro se rebela para ayudar a la humanidad, como Prometeo en la mitología griega. Algunas corrientes filosóficas, como el gnosticismo, llevaron estas ideas aún más lejos. Para ellos, el dios que creó el mundo era imperfecto o incluso malvado, y el verdadero Dios era luz pura y desconocida. Según algunos gnósticos, el que trae el conocimiento —como la serpiente del Edén o incluso Lucifer— no es el enemigo, sino un liberador.
En las culturas orientales, como el taoísmo, la dualidad no se ve como una pelea entre el bien y el mal. El yin y el yang son dos fuerzas opuestas pero complementarias, necesarias para el equilibrio del universo. El objetivo no es que una venza a la otra, sino que se mantenga la armonía. En la India, los dioses pueden tener tanto aspectos destructivos como protectores, pero todos forman parte del mismo principio universal. En tiempos modernos, algunas corrientes filosóficas o esotéricas han reinterpretado figuras como Lucifer o Prometeo como símbolos de rebeldía positiva, de búsqueda del conocimiento frente a autoridades que imponen límites. No se trata de adoración, sino de verlos como imágenes del espíritu humano que no se conforma. En la alquimia, por ejemplo, se cree que la luz y la oscuridad son fases necesarias en el camino del crecimiento interior. En resumen, la idea de fuerzas opuestas está presente en casi todas las culturas, pero con diferentes significados. En las religiones monoteístas se habla de una lucha entre el bien y el mal absolutos. En las mitologías con muchos dioses hay tensiones entre ellos, pero no siempre con una moral clara. En las filosofías orientales lo importante es el equilibrio. Y en las corrientes más rebeldes el “mal” tradicional puede verse como un camino hacia la libertad. Muchas culturas indígenas de América y África también ven el mundo como un lugar de equilibrios, no como una guerra entre el bien y el mal. En los Andes, por ejemplo, todo está formado por pares complementarios: sol y luna, hombre y mujer, cielo y tierra. El equilibrio entre ellos es lo que mantiene el mundo. Los espíritus no son malos por sí mismos pero pueden hacer daño si no se los respeta, y forman parte del orden natural.
La polarización genera tribalismo, con el “nosotros” contra “ellos”. El debate racional se sustituye por lealtad emocional y miedo, dejando la puerta abierta a líderes autoritarios que prometen seguridad. Ahora vamos a analizar el concepto “nosotros contra ellos” desde el punto de vista neurológico y sociológico. Sabemos que el cerebro humano evolucionó en pequeños grupos de cazadores-recolectores donde la cooperación interna era esencial para sobrevivir. Esta cooperación implicaba también desconfianza hacia grupos externos que podían competir por recursos, territorio o pareja. La amígdala cerebral es la estructura clave que activa respuestas emocionales rápidas ante amenazas, incluyendo a personas percibidas como “diferentes”. La oxitocina es una hormona relacionada con el vínculo y la confianza dentro del grupo, pero que también potencia el rechazo hacia los de fuera. No es solo la hormona del amor sino que fomenta la cohesión interna y la exclusión externa. Percibimos a los miembros del otro grupo como “todos iguales”, mientras que reconocemos diversidad en el nuestro. Tendemos a evaluar más positivamente a los de nuestro grupo y a justificarles conductas que criticaríamos en otros. Estos sesgos no son racionales, sino automáticos y emocionales, lo que facilita su manipulación política o social. Según la Teoría de la Identidad Social de los psicólogos sociales Henry Tajfel y John Turner, publicada en 1979, las personas derivamos parte de nuestra autoestima de la pertenencia a un grupo. Para mantener esa autoestima, tendemos a maximizar las diferencias con otros grupos y a considerar al nuestro como superior. Esta dinámica se exacerba en situaciones de amenaza económica, cultural o política. Los líderes o grupos que buscan cohesionar a su base fomentan un enemigo externo, tales como migrantes, minorías religiosas, etc… Esto refuerza la cohesión interna mediante un proceso de otredad, que deshumaniza o reduce al otro a una amenaza abstracta.
Probablemente debido a razones de supervivencia evolutiva nuestro cerebro está programado para dividir el mundo entre «Nosotros» y «Ellos» de manera rápida y automática, como si tuviera un radar que detecta quién pertenece a nuestro grupo y quién no, incluso antes de que seamos conscientes de ello. Por ejemplo, en solo 50 milisegundos (más rápido que un parpadeo), al ver una cara de otra raza, el cerebro activa la amígdala (la parte que detecta el peligro) pero no activa la parte encargada de reconocer rostros, lo que indica que tratamos a esa persona más como un extraño o amenaza que como alguien que reconocemos plenamente. Esto no solo ocurre con la raza sino que también lo hacemos con el género, la edad o el estatus social, usando señales mínimas como el color de piel, la ropa o el acento. Es como si el cerebro dijera: «No es como yo, por tanto es de Ellos«. Además, sustancias como la oxitocina, que normalmente se asocian con el afecto y la confianza, en realidad fortalecen esta separación, ya que nos hacen más amables con los nuestros (Nosotros), pero también más hostiles hacia los otros (Ellos). Y esto no es exclusivo de los humanos: también se ve en chimpancés, babuinos y otros animales, que reaccionan con agresión o miedo ante individuos de otros grupos. Es una especie de reflejo biológico ancestral. Imagina que tu cerebro funciona como el portero de un club muy exclusivo. Solo deja entrar a quienes tienen un «aspecto» familiar: mismo color de piel, misma ropa, mismo acento. A los que son distintos no los deja pasar tan fácilmente y a veces ni los reconoce bien. Peor aún, puede pensar que son una amenaza solo por ser distintos. Incluso los niños pequeños, antes de entender qué es el racismo ya están formando estas divisiones. A los 3 o 4 años prefieren a los de su grupo y ven a los de otros grupos como más enfadados o menos agradables. Pero no es que los padres les enseñen odio directamente. Es aún más sutil: si un niño solo ve personas de un solo color de piel, cuando vea una diferente, su cerebro marcará esa diferencia. El entorno moldea el radar cerebral. Incluso frases aparentemente inocentes como «Buenos días, niños y niñas» enseñan que dividir a las personas por grupos es normal. Así, crecen pensando en el mundo como dos lados opuestos. La conclusión es que el cerebro crea dicotomías rápidamente y con muy poca información; esta división es automática e inconsciente; se ve en otros animales y en niños muy pequeños; y usamos marcadores arbitrarios (como el color de piel o la ropa) para decidir quién es de «los nuestros«. La cultura, el entorno y la biología refuerzan estas divisiones, incluso sin intención.
Cuando las personas se agrupan en Nosotros y Ellos, tienden a exagerar lo bueno de su propio grupo y menospreciar al otro. Esto ocurre tanto con valores importantes (como la moral o la inteligencia) como con cosas triviales (como la comida, la música, el deporte o el idioma). Es una especie de ilusión colectiva en que creemos que todo lo nuestro es mejor, aunque no lo sea objetivamente. Una de las bases del «Nosotros» es la confianza y el deseo de cooperar con quienes percibimos como parte de nuestro grupo. En experimentos económicos, las personas son más generosas con su propio grupo. Incluso los chimpancés confían más en sus compañeros cercanos cuando tienen que tomar decisiones de cooperación. Es como si en una familia los hermanos se prestaran cosas sin pensarlo, pero dudaran si se lo pide un extraño. A veces ayudamos a nuestro grupo haciendo algo bueno directamente, como cooperar o donar. Pero otras veces lo hacemos dañando a otros grupos, ya sea por venganza o para «proteger» a los nuestros. Esto lleva a una pregunta importante: ¿Queremos que Nosotros estemos bien (ganancia absoluta)? o ¿queremos que Nosotros estemos mejor que Ellos (ganancia relativa)? Un ejemplo extremo fue durante la Primera Guerra Mundial, cuando el ejército británico aceptaba grandes pérdidas en sus filas con tal de que los alemanes perdieran igual o más. No era tanto por ganar, sino por ganarles. Es como estar en una carrera y preferir que tú llegues en segundo lugar, con tu rival en tercero, antes que llegar ambos empatados en primero. La lealtad al grupo también afecta cómo tratamos a los demás. Somos más empáticos con los de nuestro grupo. Si alguien de nuestro grupo hace algo malo, tendemos a perdonarlo o justificarlo (“tuvo un mal día”). Pero si lo hace alguien del otro grupo, lo condenamos (“esa gente es así”). Es como cuando un amigo tuyo rompe una regla y piensas “bueno, no lo hizo con mala intención”, pero si lo hace un desconocido, te enojas más. Además, si alguien del grupo comete un error que refuerza un estereotipo negativo, puede recibir un castigo más severo, como una forma de proteger la imagen del grupo ante los demás.
Ejemplos históricos como los jueces judíos en el juicio al matrimonio estadounidense Ethel y Julius Rosenberg, de origen judío, como espías en favor de la URSS y que fueron condenados a muerte, muestran cómo algunas personas se esfuerzan por desmarcarse de los estereotipos negativos de su grupo. Actúan con dureza hacia los suyos para demostrar que no los protegen ciegamente. La pertenencia a un grupo puede tener grados de compromiso. Por un lado tenemos la pertenencia práctica. Por ejemplo, como un deportista profesional que juega para un equipo mientras tiene contrato. Cuando cambia de equipo ya no le debe nada al anterior. Por otro lado tenemos la pertenencia simbólica y emocional. Por ejemplo, cuando el grupo se siente como algo sagrado o eterno, basado en valores, religión o identidad nacional. Aquí, el Nosotros no se negocia, y traicionar al grupo es visto casi como un sacrilegio. En el primer caso, es como un empleo; en el segundo, como una religión. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Las personas migran, cambian de religión, se integran a nuevas culturas, y crean nuevos «Nosotros». Lo que muestra que la pertenencia a un grupo no siempre está escrita en piedra. Finalmente, veamos cómo los ciudadanos se relacionan con su país. Pagan impuestos, siguen leyes, se unen al ejército. A cambio, reciben servicios, protección y una identidad nacional. Todo esto refuerza el sentimiento de «Nosotros» como país. Pero la pertenencia al grupo nacional puede ser accidental: si hubieras nacido en otro país, probablemente sentirías lo mismo por otro «Nosotros«. Sin embargo, una vez dentro, tendemos a creer que ese Nosotros es natural, único y superior. En resumen, dividir el mundo entre Nosotros y Ellos distorsiona la percepción, ya que exageramos lo bueno de los nuestros y lo malo de los otros. Esto fomenta la cooperación interna, pero también la hostilidad externa. El sentimiento de grupo puede ir desde algo práctico hasta algo sagrado e incuestionable.
Veamos cómo surge y se mantiene la división entre “Nosotros” y “Ellos” en nuestras mentes. Las identidades grupales son más frágiles de lo que parecen. Aunque nos gusta pensar que nuestras identidades como parte de un grupo (nuestra nacionalidad, religión, ideología, etc.) son sólidas y objetivas, en realidad son más cambiantes y subjetivas de lo que creemos. Sin embargo, las vivimos como si fueran naturales o evidentes, tanto para definir a Nosotros como para juzgar a Ellos. Es como si lleváramos gafas invisibles que colorean la realidad sin que nos demos cuenta. A través de esas gafas, Nosotros siempre nos vemos más humanos, razonables o complejos. Ellos, en cambio, parecen simples, peligrosos o molestos. Nuestro cerebro tiende a ver a los otros grupos como peligrosos, incluso si no hay razones reales. En determinados experimentos, las personas suelen confiar menos en personas de otras razas o culturas, incluso si no lo admiten conscientemente. Por ejemplo, las personas blancas suelen ver rostros afroamericanos como más enfadados, se asocian más fácilmente conductas delictivas con jóvenes negros y, en general, creen que “Ellos” son menos fiables o menos humanos. Es como si tu cerebro activara una “alarma silenciosa” cada vez que ve a alguien de un grupo diferente, aunque no haya ningún peligro real. Además de ver a Ellos como peligrosos, muchas veces los vemos como repugnantes. Esa repugnancia no solo es física (por lo que comen o cómo visten), sino también moral o estética (por sus ideas, creencias o comportamientos). Esta emoción se activa en una parte del cerebro llamada ínsula, que originalmente servía para hacernos rechazar alimentos en mal estado. Pero en los humanos también se activa cuando vemos a personas pobres, drogadictas o que pertenecen a grupos marginados. Lo mismo que nos hace escupir una comida podrida puede hacernos “rechazar” a una persona por sus ideas o apariencia. Sentir asco hacia los hábitos, comidas o costumbres de Ellos puede convertirse en una forma de marcar fronteras sociales. Decir “ellos comen cosas raras y asquerosas” es una excusa fácil para decir después “y por eso piensan cosas equivocadas”. Por ejemplo, el asco hacia lo que Ellos comen (insectos, sangre, etc.) se convierte en rechazo a sus ideas sobre ética, política o religión.
Hay personas que sienten más asco interpersonal que otras, ya que no quieren sentarse donde se sentó uno de Ellos, o se sienten incómodas con personas de otras culturas. Estas personas también tienden a tener actitudes más negativas hacia inmigrantes y minorías. Por ejemplo, si una persona se niega a tocar un objeto que “perteneció a uno de Ellos”, probablemente también sea más intolerante con sus costumbres o ideas. Reírse de Ellos, hacer chistes o ridiculizarlos, sirve para mantener los estereotipos y confirmar jerarquías. Las personas que valoran mucho la autoridad y el orden social tienden a disfrutar más de estos chistes. Tendemos a pensar que Nosotros somos personas únicas, mientras que Ellos son todos iguales: tienen emociones simples, sufren menos, no cambian. Esta idea se llama esencialismo. Es como si viéramos a Ellos como ladrillos idénticos, mientras que a Nosotros nos vemos como piezas de arte únicas. Esto se refuerza si hemos tenido pocos contactos personales con ellos, si hay una historia larga de enemistad, o si tenemos ideas fijas sobre cómo “siempre han sido”. A menudo no pensamos mal de Ellos por razones lógicas, sino porque ya sentimos rechazo o miedo, y luego buscamos justificaciones racionales. Esa emoción viene primero, el pensamiento viene después. Por ejemplo, no sabemos exactamente por qué creemos que “está mal que Ellos hagan eso”, pero lo sentimos profundamente. Después, nuestro cerebro inventa una razón: “es que no respetan nuestras leyes”.
Los prejuicios hacia Ellos ocurren rápidamente y sin que lo notemos. La amígdala (zona cerebral que detecta amenazas) y la ínsula (que detecta repugnancia) reaccionan antes de que podamos pensar conscientemente. Es como un reflejo emocional. A veces los prejuicios son tan antiguos que nadie sabe ya de dónde vienen. Como el caso de los agotes en Francia, un grupo perseguido durante siglos, aunque no había ninguna diferencia visible con los demás. Nadie sabía por qué eran odiados. Solo sabían que debían ser excluidos. Algunas personas tienen un temperamento autoritario, ya que no les gusta lo nuevo ni la ambigüedad. Tienen una necesidad intensa de que las jerarquías estén claras y fijas. Estas personas son más propensas a desarrollar prejuicios hacia muchos grupos distintos por razones emocionales, no racionales. En resumen, la separación entre Nosotros y Ellos no surge de un pensamiento lógico, sino de emociones rápidas, automáticas e inconscientes; el cerebro activa la alarma del miedo (amígdala) o del asco (ínsula) ante lo diferente, y después tratamos de racionalizarlo; esto alimenta estereotipos, burla, desprecio, exclusión, e incluso violencia. Conocer y reconocer estas reacciones automáticas es el primer paso para cuestionarlas y construir formas más humanas y racionales de convivir.
Imagina que tu mente es como un teatro, pero con dos niveles: uno en el escenario (lo consciente) y otro tras bambalinas (lo inconsciente). Aunque crees que tus juicios sobre otros grupos son racionales, muchas veces las decisiones ya se han tomado detrás del telón, sin que te des cuenta. Luego, tu parte racional solo sube al escenario a justificar lo que ya se decidió. Aunque pensemos que nuestras ideas sobre otros grupos son lógicas, en realidad están fuertemente influenciadas por emociones y asociaciones automáticas. Por ejemplo, si alguien es expuesto de forma subliminal (es decir, sin darse cuenta) a la palabra «lealtad«, se sentará más cerca de personas de su propio grupo. Si ve caras felices mientras aprende sobre un país, le cae mejor ese país que si ve caras tristes. Es como si una mano invisible moviera tus preferencias sin que tú lo notes, y luego tú inventaras una razón para justificar por qué te gusta o no algo. Un simple cambio en el entorno puede cambiar nuestras creencias políticas. En un experimento real, la sola presencia de dos jóvenes mexicanos hablando español en una estación de tren estadounidense hizo que los demás pasajeros se volvieran más hostiles a la inmigración mexicana, sin afectar su opinión sobre otros grupos étnicos. Esto muestra que nuestro cerebro reacciona a señales mínimas y específicas, muchas veces sin que lo notemos. Las actitudes hacia otros grupos pueden incluso depender del cuerpo. Por ejemplo, se observó que mujeres blancas mostraban más rechazo hacia hombres afroamericanos durante la ovulación. Esto sugiere que nuestros juicios pueden depender de procesos biológicos que ni siquiera notamos. A veces creemos que las características de las personas (buenas o malas) pueden transferirse a objetos o a otras personas, como si su «esencia» fuera contagiosa. Esto es un pensamiento mágico. Además, cuando formamos una opinión negativa de otro grupo, tendemos a recordar solo la información que refuerza esa opinión y olvidamos lo demás. Esto se llama sesgo de confirmación. Es como si solo guardaras en tu biblioteca los libros que refuerzan tus ideas y tiraras a la basura los que las contradicen.
Cuando alguien de tu grupo hace algo mal, puedes terminar defendiendo su actitud atacando a otros grupos. Por ejemplo, en un experimento, si los estudiantes escoceses leían que otros escoceses habían sido injustos con ingleses, en lugar de sentirse culpables, mejoraban su imagen de los escoceses y empeoraban la de los británicos, como forma de justificar el comportamiento de su grupo. Como conclusión parcial podemos inferir que no odiamos a otros grupos porque razonamos mal, sino que razonamos para justificar por qué ya los odiamos. Las personas tienden a ver a su propio grupo («Nosotros«) como diverso, moral, noble… Si alguien del grupo hace algo mal, se explica por las circunstancias. Pero los de fuera («Ellos«) son vistos como un bloque homogéneo, simple, incluso grotesco. Nosotros somos una galería de retratos únicos; Ellos son un ejército de clones. Este sesgo está respaldado por emociones que luego justificamos con argumentos racionales. Lo peligroso es que estas creencias hacen que las relaciones entre grupos sean más hostiles que las que tenemos dentro del mismo grupo. Una observación importante es que los grupos que están en guerra o en conflicto con otros tienden a tener menos disputas internas. Y al revés: cuando hay muchos conflictos dentro, se hace más difícil luchar contra otro grupo externo. Esto llevó a algunos pensadores, como el economista Samuel Bowles, a decir que el conflicto es la comadrona del altruismo. Para que un grupo coopere internamente necesita un enemigo común. Es como una familia que deja de pelear entre sí cuando un extraño amenaza la casa.
Pero no hay una sola identidad. Cada persona pertenece a muchos grupos al mismo tiempo. Por ejemplo, puedes ser mujer, asiática, científica y madre. Lo interesante es que dependiendo de la situación, un grupo puede ser más relevante que otro. Un famoso estudio lo demostró así. A mujeres asiático-americanas se les pidió resolver problemas de matemáticas. Si se les hacía pensar primero en su identidad asiática (grupo visto como bueno en matemáticas), rendían mejor. Si pensaban en su identidad como mujeres (grupo estereotipado como malo en matemáticas), rendían peor. Incluso el cerebro cambia su forma de activarse según la identidad que tengas en mente. También cambiamos nuestra percepción de los demás según la categoría que destaque más en el momento. Vemos pues que la dicotomía Nosotros-Ellos no es fija y no es racional. Se construye constantemente a partir de emociones, biología, contexto, historia y cultura. Aunque intentamos justificarla con argumentos, muchas veces nuestras creencias sobre los demás nacen de procesos invisibles. Pero también tenemos la capacidad de cambiar el foco, de modificar la categoría más relevante y de romper la rigidez de estas divisiones.
¿Por qué la raza parece tan importante? Tendemos a pensar que la raza es algo muy profundo y biológicamente importante, pero en realidad esa percepción es más intuitiva que racional. Es como juzgar a alguien por el color de su camiseta en lugar de conocer su historia. Nuestro cerebro automáticamente da peso a lo más visible (como el color de piel), pero eso no significa que sea lo más relevante. La raza parece biológica y obvia, ya que es visible y se asocia fácilmente con «grupos distintos» (Nosotros vs Ellos). Históricamente, casi todas las culturas han valorado más los tonos de piel claros. Pero esto es engañoso ya que, biológicamente, las diferencias dentro de una «raza» suelen ser tan grandes como entre «razas» distintas. Pero cuando observamos el color de piel humano, no estamos viendo «razas biológicas«, sino adaptaciones climáticas que se produjeron por necesidad evolutiva y que están sujetas incluso a cambios epigenéticos, o regulaciones hereditarias, sin cambiar los genes. Las poblaciones que vivían en zonas cercanas al ecuador desarrollaron piel más oscura para protegerse del exceso de radiación ultravioleta. En zonas con menos sol, la piel se volvió más clara para permitir sintetizar suficiente vitamina D. Este proceso no es un marcador identitario fijo, sino una estrategia de supervivencia ambiental. Si una población clara viviera durante muchas generaciones en zonas tropicales, sus descendientes tenderían a oscurecerse y viceversa. No por cambio genético radical, sino por expresiones epigenéticas reguladas por el entorno. En otras palabras: el color de piel es un «abrigo biológico» adaptado al clima, no una jerarquía ni una identidad esencial. Lo que esto nos enseña es que todas las pieles provienen de un tronco común, y que todo ser humano desciende de ancestros africanos con piel oscura. Las variedades surgieron por adaptación al sol. No hay «razas», sólo gradientes adaptativos. La ciencia moderna refuta la existencia de razas humanas. Las diferencias entre individuos de un mismo grupo “racial” son incluso mayores que entre grupos distintos. Con el cambio climático y los desplazamientos actuales, es probable que muchas comunidades perciban ajustes epigenéticos en futuras generaciones. La xenofobia es por tanto un rechazo absurdo a un proceso natural que nos ha configurado desde siempre.
Resumiendo, tu piel, tu idioma, tu país, son producto de migraciones antiguas, mezcla continua y adaptación biológica. El color de piel es una respuesta física al sol, no una identidad metafísica. Rechazar a otros por su procedencia es negar el mismo proceso que te hizo posible a ti o a tus antecesores. En nuestra historia evolutiva, los humanos rara vez encontraban personas con piel muy diferente, así que la idea de raza no tiene una base evolutiva sólida. Lo que una sociedad considera una «raza» cambia según el tiempo y el lugar, lo que demuestra que es más una construcción cultural que una realidad biológica. En el pasado, los censos de Estados Unidos clasificaban como «razas» a los mexicanos, armenios o incluso italianos del sur, dependiendo del estado. Por ejemplo, en un estado una persona con un solo bisabuelo negro era considerada blanca; en otro, no. La conclusión es que la raza es como una etiqueta que cambia según las reglas del lugar y del momento histórico, no una categoría científica inmutable. Nuestro cerebro divide rápidamente a las personas en grupos (Nosotros/Ellos), pero la raza no es la única ni la más fuerte categoría para hacer esto. Otros factores pueden ser más importantes. El género es importante, ya que el miedo condicionado a personas de otras razas solo ocurre con caras masculinas. La edad y la ocupación también pueden dominar. Por ejemplo, según el contexto, un blanco puede preferir a un deportista negro si piensa en deporte, no en raza. Si a los participantes en un estudio se les muestra a personas negras y blancas con camisetas de distintos colores, tienden a agrupar por camiseta, no por raza. Es decir, la categorización automática puede cambiar muy fácilmente.
Pero, ¿cómo funciona esto en el cerebro? Estudios con imágenes cerebrales (fMRI) muestran que cuando las personas se enfocan en características irrelevantes; por ejemplo, si alguien come brócoli, la amígdala (centro del miedo) no se activa ante personas de otra raza. Esto sugiere que si recategorizamos a alguien como individuo, no como miembro de un grupo racial, nuestro cerebro deja de verlo como “otro”. Es como ver a alguien no como “un desconocido con otro color de piel”, sino como “esa persona a la que también le gusta el brócoli”. La diferencia es enorme. Durante la Guerra Civil de Estados Unidos los soldados irlandeses en ambos bandos se identificaban entre ellos con ramitas verdes en sus sombreros. Así, al morir o caer heridos, esperaban ser reconocidos como «hermanos irlandeses» por encima de las divisiones políticas. El mensaje es que incluso en contextos brutales como la guerra, las categorías identitarias pueden reorganizarse para recuperar un sentido de unidad. Pero no todos los “Ellos” son iguales. Sentimos cosas diferentes hacia distintos grupos de “Ellos”. No es lo mismo el miedo que la repugnancia, la lástima o la envidia. Nuestro cerebro responde de manera distinta a cada una de estas emociones. “El contenido de los estereotipos”, un modelo de la psicóloga social Susan Fiske, se basa en dos ejes. Uno es la calidez (¿son amistosos o peligrosos?) y otro es la competencia (¿son eficaces o incapaces?).
Esto genera 4 tipos de estereotipos. Uno es calidez alta y competencia alta, que afecta a clase media y profesionales respetados, teniendo como emoción dominante el orgullo. Otro es la calidez alta y la competencia baja, que afecta a ancianos y personas discapacitadas, teniendo como emoción dominante la lástima. Una tercera es la calidez baja y la competencia alta, que afecta a minorías exitosas y personas ricas, teniendo como emoción dominante la envidia. Una cuarta sería la calidez baja y la competencia baja, que afecta a personas sin techo y drogodependientes, teniendo como emoción dominante la repugnancia. Los grupos vistos con repugnancia (baja calidez + baja competencia) activan regiones relacionadas con desagrado, como la ínsula, pero no activan zonas que usamos para reconocer rostros humanos. En cambio, los otros grupos sí activan regiones relacionadas con emociones complejas o empatía. Pero las divisiones Nosotros/Ellos no son fijas ni naturales: cambian según el contexto. Clasificamos automáticamente, pero también podemos reprogramar esas clasificaciones. Lo importante no es solo si vemos a alguien como parte de un grupo distinto, sino cómo lo percibimos emocionalmente: con miedo, lástima, respeto o desprecio. Comprender esto puede ayudarnos a superar prejuicios, no con discursos idealistas, sino entendiendo cómo nuestro cerebro construye y puede desmontar esas categorías.
A veces, los humanos sentimos respeto, incluso simpatía, por quienes están en el “otro bando”. Parece contradictorio, pero ocurre incluso en situaciones extremas como la guerra. Por ejemplo, en la Primera Guerra Mundial, los pilotos de combate de ambos bandos se respetaban mutuamente porque compartían una misma destreza —volar y combatir en el aire. No importaba de qué país eran, compartían un mismo «arte«. Era como si fueran rivales en un torneo de ajedrez mortal, más que enemigos «malvados«. Incluso soldados de infantería, que sufrían en el barro de las trincheras, acababan sintiendo empatía por el enemigo. ¿Por qué? Porque sabían que el enemigo también tenía familia, sufría el frío, el miedo, la muerte. Había un tipo de hermandad forzada por el sufrimiento compartido. No todos los enemigos se perciben igual. Algunos son considerados más «cercanos» o más «amenazantes» que otros, y eso afecta nuestras emociones. Otros son considerados enemigos culturales y antiguos, como los conflictos históricos entre pueblos vecinos, como entre persas y mesopotámicos. O bien enemigos económicos o políticos nuevos, como los estadounidenses durante la guerra de Vietnam. Otras veces se distingue entre el enemigo «distante» y el «vecino«: A veces se teme más al vecino que se parece un poco a nosotros que al forastero totalmente distinto, como ocurre con conflictos étnicos dentro de un mismo país. Es como tener desconfianza hacia un primo con quien te peleas por herencias, mientras ignoras al extranjero que ni conoces. La cercanía cultural puede hacer que las diferencias pequeñas parezcan enormes. A veces, los grupos marginados adoptan los estereotipos negativos que la sociedad les impone. Por ejemplo, estudios con muñecas en la década de 1940 mostraron que muchas niñas afroamericanas preferían jugar con muñecas blancas y pensaban que eran “mejores”. Este rechazo interno se daba más en escuelas segregadas.
Este fenómeno, donde los miembros de un grupo creen los prejuicios sobre ellos mismos, no ocurre en otros animales. Un chimpancé nunca se sentirá mal por ver a otro chimpancé diferente y jamás enseñará a sus crías a no llamar a otros chimpancés “arañas” (como metáfora de insulto). Es una rareza exclusivamente humana. Las personas suelen decir que no son prejuiciosas, pero sus actos inconscientes revelan lo contrario. En algunos estudios la mayoría afirmaba que confrontaría a alguien que hiciera un comentario racista. Pero, en la práctica, casi nadie lo hacía. Esto se explica por el cerebro: la amígdala (parte que reacciona emocionalmente y detecta amenazas) se activa al ver a alguien de otro grupo. Pero luego, la corteza prefrontal (el “adulto en la sala” del cerebro) entra en acción para calmar esa reacción y decirnos “no, no seas prejuicioso”. Si esta parte frontal está cansada o sobrecargada (por estrés, fatiga, etc.), el control emocional baja, y los prejuicios salen con más facilidad. Cuando una persona de un grupo interactúa con alguien de otro grupo, se activa un tipo especial de vigilancia mental. Por ejemplo, personas blancas se desempeñan peor en tareas cuando saben que están siendo evaluadas por alguien negro, especialmente si se les recuerda (aunque de forma indirecta) sus propios prejuicios. Al mismo tiempo, afroamericanos que son conscientes del racismo, a veces actúan de forma más cuidadosa y amable con personas blancas, con más sonrisas, más contacto visual, más interés. Todo esto tiene que ver con el esfuerzo mental de controlarse y no parecer prejuicioso. Es como si el cerebro estuviera caminando en una cuerda floja.
Pero la forma en que percibimos a “los otros” no es fija. Se puede manipular o modular con estímulos muy sutiles. Ver imágenes agresivas o escuchar música con connotaciones culturales negativas puede aumentar la activación emocional contra el otro grupo. Ver contra-estereotipos positivos, como celebridades negras exitosas para blancos con sesgo racial, puede disminuir el prejuicio, incluso de forma duradera. Hacer que alguien empuje o acerque un joystick mientras mira una cara puede cambiar la forma en que su cerebro reacciona a esa persona. ¡Tan sutil como eso! Pero no todos los aspectos del prejuicio se modifican igual de fácil. Es más sencillo cambiar la calidez, qué tan agradable parece alguien, que la competencia, si creemos que es capaz o inteligente. La tendencia humana a dividir el mundo entre Nosotros y Ellos es compleja, a veces absurda, y profundamente enraizada en la biología y la cultura. Aunque parte de estas reacciones son automáticas, no son inevitables. Pueden cambiar —pero no sin esfuerzo, conciencia y condiciones adecuadas.
Cuando queremos reducir nuestros prejuicios más automáticos (los que no controlamos del todo), podemos recurrir a estrategias conscientes. Imagina que la mente es como una sala con luces automáticas (reacciones inconscientes), pero también con interruptores manuales (decisiones conscientes). Algunas formas de usar esos interruptores podrían ser mediante la toma de perspectiva, que sería como ponerte los zapatos de otra persona. Si imaginas cómo piensa o siente alguien del grupo “Ellos” (por ejemplo, una persona mayor), empiezas a empatizar y se reducen los prejuicios más que si solo intentas “no ser prejuicioso”. Otra forma es visualizar contra-estereotipos. En vez de luchar contra una imagen estereotipada, reemplázala por otra positiva. Por ejemplo, si un hombre visualiza a una mujer fuerte y admirable, eso reduce sus prejuicios más que si simplemente intenta no ser sexista. Asimismo, ver con claridad tus propios prejuicios automáticos (como a través de pruebas) puede servir como un “espejo mental”, ayudando a corregirlos. Nuestro cerebro está programado para clasificar rápidamente: “Nosotros” (mi grupo) y “Ellos” (otros). Pero lo curioso es que podemos cambiar la base de esa clasificación muy fácilmente. A veces es la raza, a veces el género, o incluso algo tan banal como el color de la camiseta, como en los seguidores de un equipo de futbol. Ver una mujer asiática con maquillaje activa más la categoría de “género” que la de “etnia”. Pero si la vemos usando palillos chinos, ocurre al revés. En vez de cambiar una etiqueta “Ellos” por otra, lo más potente es transformar a los “Ellos” en parte de “Nosotros”, destacando lo que compartimos.
El psicólogo estadounidense Gordon Allport propuso que unir a personas de distintos grupos podía reducir el prejuicio. Pero no es tan simple como meter adolescentes de países enemigos en un campamento y esperar milagros. Para que el contacto funcione bien deben cumplirse condiciones tales como números equilibrados, trato justo, entorno neutro, convivencia prolongada… Y, sobre todo, tener objetivos comunes: como convertir juntos un terreno lleno de maleza en un campo de fútbol. Esa colaboración real disuelve barreras. Además, ver a los “Ellos” como individuos, en lugar de un grupo homogéneo y negativo, rompe el pensamiento esencialista, la idea de que las personas tienen una “esencia” inmutable por pertenecer a un grupo. Cuando hay desigualdad, quienes están arriba tienden a justificarla con estereotipos tales como “Los pobres son cálidos pero poco competentes”, o diciendo: “Son buena gente, pero no sirven para más”. A veces incluso dicen: “Pobres, pero felices” o “Ricos, pero estresados”, lo que sirve para mantener todo como está. Las personas con tendencias autoritarias o muy jerárquicas aceptan más fácilmente prejuicios automáticos, toleran más el sexismo y se sienten menos incómodas con el humor hostil hacia otros grupos. Y si una persona pertenece a varias jerarquías (por ejemplo, es empleado en la oficina pero capitán del equipo de fútbol), tenderá a enfatizar la jerarquía donde está arriba. Es una forma de mantener su autoestima.
Imagina que los prejuicios y las divisiones sociales son como el estrés. Antes moríamos por enfermedades infecciosas; hoy, por enfermedades derivadas del estrés crónico, como un goteo constante. Sabemos que el estrés puede dañar el cuerpo pero no queremos eliminarlo por completo. Un poco de estrés bueno es motivación, desafío. Lo mismo ocurre con la distinción Nosotros-Ellos, que ha causado enormes sufrimientos (guerras, discriminación, micro-agresiones). Pero también nos da sentido de pertenencia, orgullo, identidad, propósito. No se trata de eliminar esa división, lo que es prácticamente imposible y quizás tampoco deseable, sino de usarla bien, como cuando el estrés nos empuja a actuar sin dañarnos. Entonces, ¿qué hacer? Para estar “del lado de los ángeles”, es decir, reducir los daños de la división Nosotros-Ellos, necesitamos desconfiar del esencialismo, la idea de que un grupo “es así por naturaleza”; y recordar que la racionalidad a veces es solo racionalización. Para ello debemos enfocarnos en metas compartidas como practicar la toma de perspectiva; individualizar, ver a las personas como individuos, no como parte de un grupo; aprender de la historia, ya que a menudo los verdaderos culpables permanecen invisibles y culpan a otros.
Pero, ¿qué es el concepto «Nosotros-Ellos«? Es una forma básica de pensar en grupos humanos. Consiste en dividir mentalmente el mundo en Nosotros, el grupo con el que me identifico (mis ideas, cultura, país, religión, partido, etc.), y Ellos, los que son diferentes, ajenos o incluso vistos como una amenaza. Este mecanismo es natural. El cerebro humano lo usa para simplificar la realidad y protegerse del peligro. No es malo en sí mismo, pero puede ser fácilmente manipulado. La polarización ocurre cuando las diferencias entre grupos se exageran y se vuelve casi imposible el diálogo entre ellos. Este proceso pasa por varias etapas. Una etapa sería la identidad fuerte, en que se refuerza la identidad del grupo propio («Nosotros somos los buenos, los correctos«). Otra etapa sería la desconfianza, en que se empieza a ver al otro grupo con sospecha o desprecio («Ellos no entienden«, «Ellos están equivocados«). Una tercera etapa sería la deshumanización, en que el otro grupo ya no es solo diferente, sino peligroso, corrupto, malintencionado («Ellos quieren destruirnos«). Una cuarta etapa sería el conflicto abierto, en que la convivencia se rompe. Hay ataques verbales, sociales o incluso físicos. Cada lado se radicaliza más. Pero, ¿cómo se manipula este proceso? Líderes, medios o grupos interesados en dividir pueden usar estrategias para intensificar la separación usando un lenguaje emocional, en que se emplean palabras cargadas (miedo, odio, indignación) para activar emociones intensas. También tenemos las narrativas simplificadas que dividen el mundo en buenos y malos, héroes y villanos, víctimas y enemigos.
No menos importante es la repetición constante, ya que cuanto más se repite un mensaje (“Ellos te quieren quitar tus derechos”), más efectivo se vuelve. Otra acción es la de seleccionar enemigos comunes, en que se trata de unifican al grupo propio señalando a un «culpable» externo, como serían los inmigrantes. Actualmente una parte importante de esta manipulación se efectúa mediante la difusión en redes sociales, ya que las plataformas digitales amplifican estos mensajes y crean «burbujas» donde solo se escucha una versión de la realidad. Imagina que en una ciudad hay dos barrios: uno rico y uno pobre. Al principio, hay diferencias, pero también cooperación. Un político dice: “Ellos (los del barrio pobre) solo viven de nuestros impuestos”. Otro contesta: “Ellos (los ricos) nos explotan y nos desprecian”. Los medios repiten estas ideas, se refuerzan prejuicios, crece la desconfianza. En poco tiempo, hay hostilidad, odio y conflictos. Se ha llegado a la polarización. La división «Nosotros-Ellos» es natural, pero si se exagera y se usa con fines políticos o ideológicos, puede destruir el tejido social. Entender cómo funciona es el primer paso para no caer en esa trampa.
Dado su rápido crecimiento, un tema que podemos preguntarnos es ¿cómo manipula esto la extrema derecha? La extrema derecha manipula el mecanismo «Nosotros-Ellos» para fomentar la polarización, consolidar el poder y movilizar a sus seguidores. ¿Qué hace la extrema derecha con el “Nosotros-Ellos”? Transforma una diferencia en una amenaza. La idea básica es que “Nosotros, el pueblo auténtico, estamos en peligro por culpa de Ellos, los enemigos internos o externos”. Así, cambia el miedo o malestar social (crisis económica, migración, cambios culturales) en odio canalizado hacia ciertos grupos. ¿Quiénes son “Nosotros” según la extrema derecha? Depende del país, pero en general, especialmente en Occidente, son ciudadanos “nativos” (blancos, cristianos, autóctonos); trabajadores honestos, “gente común”; defensores de “la tradición”, “la familia”, “la patria”. ¿Y quiénes son “Ellos” para la extrema derecha? Los Ellos principales son los inmigrantes, especialmente musulmanes, africanos, latinoamericanos…, según el país; también las minorías étnicas o religiosas; asimismo las feministas, personas LGTB+ (por ir “contra la familia”); sin olvidar los intelectuales, periodistas, progresistas (por “lavar cerebros”) y los políticos tradicionales y élites económicas, por traicionar al pueblo. Las estrategias que usa la extrema derecha para manipular el “Nosotros-Ellos” las podemos identificar por crear un enemigo claro: “Los inmigrantes vienen a quitarnos el trabajo”; por la victimización del grupo propio: “Ya no se puede ser blanco/cristiano en tu propio país sin que te ataquen”; por apelar al miedo: “Si no los detenemos, perderemos nuestra cultura/seguridad”; por simplificar problemas complejos: “La culpa de todo es de los políticos corruptos y los inmigrantes”; por usar símbolos y lenguaje emocional como banderas, himnos y frases como “recuperar el país”, “defender a nuestros hijos”; por difundir teorías de conspiración como la del “gran reemplazo”, la idea falsa de que hay un plan para sustituir a la población blanca; por la repetición en redes sociales y medios afines con memes, videos, frases virales: “Ellos te odian por ser tú”.
Pero, ¿por qué funciona esta estrategia de la extrema derecha? Porque toca emociones profundas: miedo, ira, orgullo, pertenencia. Cuando las personas se sienten inseguras o ignoradas, es más fácil convencerlas de que hay un enemigo claro al que culpar. ¿Qué busca la extrema derecha con esto? Busca polarizar la sociedad, dividiéndola para gobernar; movilizar votantes con miedo y resentimiento; eliminar el debate matizado, ya que si estás en contra eres “traidor”; justificar medidas autoritarias, tales como represión, censura, militarización y exclusión de ciertos grupos. Tenemos diversos ejemplos reales. En Europa, partidos como Vox (España), Agrupación Nacional de Marine Le Pen (Francia) o Alternativa por Alemania han usado estos discursos contra inmigrantes, musulmanes o feministas. En Estados Unidos, Donald Trump usó el “Nosotros-Ellos” contra mexicanos (“violadores”), musulmanes (“terroristas”) y medios (“enemigos del pueblo”). En América Latina, grupos de ultraderecha usan este discurso contra pueblos indígenas, movimientos de mujeres o defensores de derechos humanos. La conclusión es que la extrema derecha no crea la división Nosotros-Ellos sino que la explota, exagera y convierte en odio. Cuanto más dividida está la sociedad, más fácil es que aceptemos soluciones autoritarias o populistas.
La inmigración genera fuertes opiniones enfrentadas, seguramente las más virulentas. Para algunos, criticar la inmigración es racismo; para otros, toda inmigración es peligrosa. Lo ideal sería un enfoque equilibrado, que tenga en cuenta tanto los derechos de quienes migran como la capacidad de cada país para acogerlos. Desde el punto de vista económico, muchos inmigrantes llegan en edad de trabajar, lo que ayuda a compensar el envejecimiento de la población occidental y a mantener el sistema de pensiones. En España, por ejemplo, la mayoría de inmigrantes tienen entre 16 y 64 años. Además, en muchos países, la inmigración impulsa el crecimiento económico y la innovación. Aunque puede haber una ligera bajada de salarios en trabajos poco cualificados, el impacto general suele ser neutro o positivo. Muchos inmigrantes trabajan en sectores poco atractivos para los locales, como la agricultura o los cuidados a gente dependiente, y también suelen emprender más negocios que los nacidos en el país, como bares, restaurantes o comercios varios. En cuanto al impacto social, la inmigración aporta diversidad cultural: nuevos idiomas, gastronomía, música…, pero también puede generar tensiones, sobre todo cuando hay crisis o llegan muchas personas en poco tiempo. A veces se asocia la inmigración con inseguridad, aunque los datos no siempre lo confirman. La clave para evitar conflictos es una buena integración, con políticas de educación, empleo y lengua, como hacen países como Canadá o Australia. También hay que mirar el uso de servicios públicos. En general, los inmigrantes jóvenes contribuyen más de lo que consumen en sanidad o educación. Pero esto varía según el país, el nivel educativo y la integración. En resumen, la inmigración no es un fenómeno uniforme. Sus efectos dependen de muchos factores: el número de personas, su formación, el país de acogida y las políticas públicas. Puede aportar crecimiento y juventud a sociedades envejecidas, pero también generar conflictos si no hay una integración adecuada. Y la forma en que se habla del tema en los medios y en la política influye mucho en cómo lo percibe la sociedad.
Hagamos memoria. Se han producido movimientos migratorios siempre, tanto durante la prehistoria como durante la historia. Los primeros Homo sapiens se cree fueron originarios de África hace unos 200.000 años. Luego se produjo una expansión gradual hacia Oriente Próximo, Asia, Europa y finalmente Oceanía y América. Las posibles causas fueron cambios climáticos, búsqueda de alimentos, necesidad de seguir manadas de animales y la presión demográfica. Durante la revolución neolítica (10.000 a 5.000 a.C.) se produjo la aparición de la agricultura en distintas zonas, como el Creciente Fértil (el Levante mediterráneo y Mesopotamia, en Oriente Próximo), China y Mesoamérica. En esta época de produjeron migraciones de campesinos hacia nuevas tierras fértiles, cuyas posibles causas fueron el agotamiento del suelo, la necesidad de controlar territorios aptos y la difusión tecnológica. En la antigüedad tenemos las migraciones de pueblos seminómadas y bárbaros, como los celtas, germanos, indoeuropeos, pueblos del mar, etc. Las posibles causas fueron la presión de imperios, las sequías, los conflictos tribales y la búsqueda de pastos. También se produjeron colonizaciones por parte de fenicios, griegos, romanos, que fundaron colonias costeras. Las causas fueron el comercio, la sobrepoblación y la necesidad de materias primas. En la Edad Media se produjeron las invasiones vikingas, eslavas, turcas y mongolas, que implicaron las migraciones de pueblos nómadas hacia occidente. Las causas fueron la expansión territorial, el botín, los cambios climáticos locales (por ejemplo, Pequeña Edad del Hielo), y la caída o debilidad de imperios. En la Edad Moderna (siglos XV–XVIII) tenemos la colonización europea por parte de España, Portugal e Inglaterra hacia América, África y Asia, causando una migración forzada, con la trata atlántica de esclavos africanos. También tenemos los reasentamientos por causas religiosas, como los hugonotes en Europa. Las principales causas fueron la búsqueda de riqueza, la conquista territorial, la evangelización y la persecución religiosa.
En la Edad Contemporánea (siglos XIX–XXI) se produjeron migraciones europeas hacia América (XIX–XX), protagonizadas por millones de italianos, españoles, irlandeses y alemanes. Las principales causas fueron la pobreza rural, la industrialización desigual, las guerras, y la atracción por “tierra y trabajo” en América. También tuvimos los desplazamientos bélicos debidos a guerras mundiales, genocidios, partición de India-Pakistán, expulsiones en Oriente Medio y refugiados. Más recientemente tenemos más migraciones y globalización, en que en un mundo post-1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se produjeron migraciones latinoamericanas hacia Estados Unidos; africanas y asiáticas hacia Europa, protagonizadas por africanos, sirios, afganos, etc. Las causas fueron conflictos políticos, desigualdad económica, cambio climático, redes migratorias y oportunidades educativas. Como causas generales recurrentes tenemos las económicas y de subsistencia, tales como hambre, falta de recursos, tierras fértiles, climáticas y ambientales, debidas a sequías, desertificación; políticas y bélicas, como guerras, persecución, opresión estatal; demográficas, como sobrepoblación, presión sobre recursos locales; tecnológicas o culturales, como el descubrimiento de agricultura, navegación, comercio internacional; ideológicas o religiosas, con expulsiones, misiones y búsqueda de libertad de culto. Las migraciones acompañan a la humanidad desde sus comienzos. Aunque cambian los contextos (de cazadores-recolectores a sociedades industrializadas), las causas profundas se repiten: supervivencia, búsqueda de mejores medios de vida, presión social o política, y cambios ambientales. A mayor complejidad social se suman factores económicos globales, coloniales y tecnológicos. Hoy, el patrón sigue siendo la desigualdad, los conflictos, el clima y la globalización tecnológica, que generan los mismos impulsos ancestrales pero a escala planetaria.
Pero hay una lección histórica para quienes se oponen a la inmigración. La historia humana es, en esencia, una historia de migraciones. Nuestra especie no habría sobrevivido sin desplazarse: salimos de África, cruzamos glaciares, atravesamos desiertos y océanos. Cada paso civilizatorio –la agricultura, las ciudades, el comercio, incluso las religiones– fue posible gracias a oleadas de movimiento humano. Oponerse a las migraciones actuales sin comprender esta raíz es como negar la propia genealogía. Todos descendemos de migrantes; incluso las identidades nacionales que hoy se defienden fueron construidas por fusiones previas de pueblos, lenguas y culturas. De ello se deducen algunas lecciones clave: Nadie está “en su lugar” desde siempre. Los pueblos europeos actuales descienden de olas sucesivas de indoeuropeos, celtas, latinos, germanos, árabes, esclavos del norte de África, etc. Lo mismo sucede en América Latina, con mezcla de indígenas, europeos y africanos. Por tanto, la identidad que algunos pretenden “proteger” es ya el resultado de múltiples inmigraciones pasadas. La prosperidad actual de muchos países fue posible gracias a las migraciones. Estados Unidos, Canadá, Australia, Argentina fueron literalmente construidos por inmigrantes. Europa recibió mano de obra de África del Norte y Medio Oriente para reconstruirse tras la Segunda Guerra Mundial. Las causas profundas siguen siendo las mismas. Hoy la gente migra por guerra, pobreza, falta de futuro o cambio climático. Eso no es un capricho sino que es el mismo impulso primario que tuvieron nuestros ancestros cuando dejaron sus tierras en busca de sobrevivir. El rechazo actual puede interpretarse como una falta de memoria histórica y de empatía hacia procesos humanos universales. Como conclusión pedagógica podemos decir que quien rechaza al migrante actual olvida que su propia existencia es fruto de migraciones anteriores. Lo que algunos llaman “invasión” es, en realidad, un ciclo recurrente de la historia humana: los pueblos se desplazan cuando las condiciones se vuelven insoportables en su tierra. El deber moral de una sociedad madura no es cerrar los ojos, sino canalizar ese movimiento con justicia y humanidad.
Otro tema que genera división hoy en día es el debate entre creacionismo y evolución. En lugar de discutir de forma profunda sobre el origen y sentido de la vida, muchas veces se cae en ataques simplistas. Mientras unos dicen que los creacionistas son ignorantes, otros dicen que los evolucionistas no tienen valores. Pero en realidad, ambos enfoques pueden aportar algo. Incluso se puede sumar un tercer elemento: la manipulación genética, que ha producido cambios sorprendentes en la evolución, como la aparición del Homo Sapiens. Sin embargo, estos temas suelen tratarse con posturas muy radicales, influenciadas por ideas morales o religiosas. Nosotros creemos que estas tres ideas pueden convivir y ayudarnos a comprender mejor el pasado y el futuro de la vida. Otro ejemplo de debate polarizado es el cambio climático. Hay quienes creen que el calentamiento actual es culpa del ser humano, y otros que lo niegan o lo minimizan. Para entender bien este fenómeno es clave estudiar la historia del clima en la Tierra, que muestra muchos ciclos y factores naturales. Pero lo que sí es claro es que la contaminación provocada por la actividad humana es real: incendios, transporte, agricultura, vertidos, etc. Todo eso afecta al clima, sobre todo por gases como el CO₂, el vapor de agua o el metano, que intensifican el efecto invernadero. Al profundizar en este tema, se ve que el clima está influido por muchos elementos, desde los volcanes hasta la órbita de la Tierra. Estos datos se obtienen de fuentes como capas de hielo, anillos de árboles, corales o estudios astronómicos. Es un sistema muy complejo, parecido a un reloj con muchas piezas conectadas, que no pude tratarse solo de manera polarizada.
Otro tema que ha polarizado mucho es el de las vacunas y las pandemias. Durante el COVID-19, el debate se volvió muy extremo: o estabas a favor de las vacunas, o en contra. Se dejaron de lado cuestiones importantes como la eficacia según la edad, la libertad personal o los posibles efectos secundarios. Esta rigidez generó división y desconfianza. Algunos confiaban ciegamente en la ciencia, mientras que otros desconfiaban de las farmacéuticas, los gobiernos o incluso de la existencia del virus. Esto ha hecho que bajen las tasas de vacunación y vuelvan enfermedades que casi estaban eliminadas. También ha generado conflictos familiares al decidir si vacunar o no a los hijos. La inteligencia artificial es otro ejemplo actual. Algunos la ven como una gran oportunidad, otros como una amenaza. Esto dificulta un análisis serio de sus riesgos y beneficios reales. Hay muchos usos distintos de la IA, desde mejorar la productividad hasta crear problemas como la pérdida de empleos o el uso de imágenes falsas. La falta de consenso hace difícil regularla de forma adecuada, y eso contribuye a que avance sin freno y con muchas dudas en la sociedad. La energía nuclear también divide opiniones. Para unos, es una solución al cambio climático porque no emite CO₂; para otros, es un riesgo por sus residuos y posibles accidentes. Esto ha llevado a que algunos países paralicen proyectos nucleares, mientras otros los reactivan. De nuevo, sin un consenso claro.
En varios otros temas hay posiciones muy enfrentadas. Uno de ellos es la despenalización o no del aborto entre quienes defienden el derecho de la mujer a decidir y quienes lo ven como un crimen. Otro tema es el de los derechos LGTBI+ y educación entre quienes quieren una educación inclusiva y quienes lo ven como adoctrinamiento. También tenemos el caso de Bitcoin y las criptomonedas, entre quienes lo ven como libertad financiera y quienes temen fraudes o delitos. En el tema de la caza y fauna, la disputa es entre quienes la defienden como tradición y quienes la rechazan por crueldad. En el tema de las redes sociales hay una disputa entre quienes piden controlar el odio y quienes temen censura. La educación en casa hay quienes lo ven como libertad educativa y quienes temen que afecte a los niños. En el tema de la globalización tenemos quienes ven progreso y quienes ven pérdida de empleo y cultura. En todos estos debates se usan tácticas para influir en la gente. Por ejemplo, en el tema vacunas: se exageran riesgos y se crean teorías de conspiración; en el tema de la energía nuclear se usan accidentes pasados para generar miedo; en el aborto se usan mensajes muy emocionales y la religión como arma política; en el tema LGTBI+ se exageran casos polémicos para generar rechazo; en el tema de la IA se juega con el miedo al desempleo y la promesa de progreso; en el tema de las criptomonedas se promueven como símbolo de rebeldía contra el sistema; en el tema de la caza se enfrenta el mundo rural contra el urbano; en el tema de las redes sociales se presentan como víctimas de censura para ganar apoyo; en la globalización se culpa a lo global de todos los males internos.
¿Cuál es el papel de las redes sociales? Se usan algoritmos que premian contenido emocional (rabia, miedo); se crean burbujas donde solo ves lo que te gusta o te indigna; y se pierde la capacidad de ver matices, ya que todo es “bueno o malo”. Esto dificulta entender problemas complejos como el cambio climático o las migraciones. Tenemos el caso de Meta (Facebook, Instagram), en que la ingeniera y científica de datos Frances Haugen reveló que priorizan el contenido que enfurece o asusta porque eso genera más tiempo en la plataforma y más dinero. Si interactúas con algo que te indigna te mostrarán más cosas similares. Así, una persona moderada puede acabar viendo solo contenido extremo. Pero, ¿cómo evitar la manipulación algorítmica? Por un lado no interactúes con contenido que solo genera rabia; usa funciones como “ver menos” o “no me interesa”; sigue fuentes confiables y neutrales; limita tu tiempo en redes y sé consciente de que no ves la realidad sino que ves lo que el algoritmo quiere mostrarte. En Twitter/X, bajo Elon Musk, se redujo la moderación y aumentó la desinformación. En China se usa la IA para censurar críticas internas y fomentar el nacionalismo. En India se usa IA para propaganda segmentada, aumentando tensiones religiosas.
¿Cuáles son las consecuencias de la polarización? Se pierde la calidad del debate, ya que no se busca mejorar, sino “ganar”; aumenta el odio y el riesgo de violencia; se paraliza la política, ya que nadie quiere ceder; se crean identidades enfrentadas, como hinchas de equipos rivales. Para romper esto se necesita educación crítica y emocional, medios responsables y espacios de diálogo real. Algunos grupos (sobre todo de extrema derecha) exageran problemas para sembrar miedo y caos, y así justificar la necesidad de un líder fuerte. Steve Bannon, exasesor de Trump y líder de los movimientos de extrema derecha en Occidente, lo dijo claramente: “inundar de mierda” para confundir a la gente. Cuanto más caos, más fácil es imponer líderes autoritarios. En la posverdad lo que importa no son los hechos sino las emociones. Las redes sociales refuerzan lo que ya creemos y alimentan la polarización. Se usan bots, perfiles falsos, memes y deepfakes para engañar. La verdad se vuelve secundaria, ya que lo que emociona gana. Los deepfakes son un riesgo real. Son vídeos o audios falsos pero muy realistas. Se pueden usar para manipular elecciones, extorsionar o engañar. También pueden hacer que alguien diga que un vídeo real es falso (“dividendo del mentiroso”). Es necesario combinar tecnología, leyes y educación para combatirlos. La psicología de la posverdad nos dice que preferimos información que confirma lo que ya creemos. Pensamos con emoción, no con lógica. Estamos saturados de información y nos volvemos superficiales. Esto favorece la manipulación y la desconfianza en la ciencia y el periodismo responsable.
A lo largo de la historia humana, las sociedades han buscado cohesión construyendo una identidad colectiva, pero ese proceso casi siempre ha implicado la creación de un “otro” como contraste. Este mecanismo de pertenencia, profundamente emocional, es clave para entender por qué se forman bandos que se perciben mutuamente como opuestos irreconciliables. La polarización surge cuando esa lógica se intensifica hasta dividir incluso comunidades pequeñas o grupos con intereses comunes. El arraigo cultural o la tradición de una comunidad pueden convertirse en símbolos identitarios muy cargados con costumbres, símbolos, o «lo nuestro«. En tiempos de cambio o crisis, estos elementos se usan para marcar la línea entre “los de dentro” y “los de fuera”, incluso aunque esos “otros” vivan en la misma sociedad. Se genera así un tipo de orgullo defensivo que valora lo propio, no por su contenido real sino porque sirve para distinguirse del otro. Este proceso se agrava cuando intervienen discursos políticos o mediáticos que simplifican la complejidad social en narrativas emocionales. Se alimenta la tensión y se construyen enemigos imaginarios. La pertenencia deja de ser un acto de celebración colectiva y se convierte en una forma de exclusión, donde el vínculo emocional del grupo se sostiene en la oposición al contrario. En lugar de una comunidad abierta, aparece una tribu cerrada.
Sin embargo, también existen momentos donde la identidad compartida se ha usado para la solidaridad y el bien común, generando redes de apoyo y cuidado. La cuestión central es: ¿Hacia dónde se dirige esa energía colectiva? ¿Hacia la colaboración o hacia la confrontación? Comprender esta dinámica nos permite detectar cuándo el orgullo comunitario se transforma en división y cuándo puede orientarse hacia un Nosotros más amplio sin necesidad de construir un Ellos enemigo. Pero con la polarización se crean dos mundos cerrados donde cada grupo refuerza su visión y odia al otro. Los líderes extremistas usan esta división para ganar apoyo. Para romperla, se necesitan nuevas narrativas, contacto entre grupos y educación emocional. ¿Puede la IA ayudar? Sí, si se usa para detectar y frenar la desinformación. Pero también puede empeorar la polarización si solo busca captar atención, como se hace en muchas redes sociales. Dependiendo del uso que se le dé puede dividir más o ayudar a unir. ¿Qué futuros posibles podemos vislumbrar? Un escenario podría implicar una polarización crónica, gobiernos débiles y sociedades divididas. Otro escenario podría llevar a polarización + autoritarismo y, por tanto, menos derechos. Un tercer escenario podría implicar una mitigación con reformas, educación y nuevas tecnologías. Y un cuarto escenario podría implicar una nueva polarización según actitudes ante el riesgo o la tecnología. De nosotros (no Nosotros) depende escoger un escenario u otro.
Se puede descargar el artículo en PDF: El veneno invisible la polarización que nos divide
Fuentes:
Robert M. Sapolsky – Compórtate
Daniel Bernabé – La trampa de la diversidad
Sandra Bonilla – Nosotros o el caos: Así opera el discurso populista
Carlos Fernández Liria – Populismos: Una defensa de lo indefendible
Marta Peirano – El enemigo conoce el sistema
Madeleine Albright – Fascismo: Una advertencia
Varios autores, CLACSO – La polarización política: Una perspectiva iberoamericana
Ian Bremmer – Us vs. Them: The Failure of Globalism
Ezra Klein – Why We’re Polarized
Jonathan Haidt – The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and Religion
Amy Chua – Political Tribes: Group Instinct and the Fate of Nations
Ben Sasse – Them: Why We Hate Each Other – and How to Heal
Francis Fukuyama – Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment
Steven Levitsky & Daniel Ziblatt – How Democracies Die
Yuval Noah Harari – Sapiens: A Brief History of Humankind
Daniel Kahneman – Thinking, Fast and Slow
Slowhttps://oldcivilizations.wordpress.com/2025/09/01/el-veneno-invisible-la-polarizacion-que-nos-divide/#more-13463
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