Cinco hipótesis sobre lo cursi

 

Por Daniel Rosso
 10 mayo, 2021

Lo cursi como amor inmanente

“El amor, es una gota de agua en un cristal, es un paseo largo sin hablar, es una fruta para dos. El amor, es un espacio en donde no hay lugar para otra cosa que no sea amar, es algo entre tú y yo.  El amor es crear un mundo entre los dos”. – José Luis Perales.

En un punto no muy lejano, mucho más acá de donde las paralelas se tocan, José Luis Perales, Baruch Spinoza, Camilo Sesto y Alan Badiou tienden a coincidir. Es en la idea de que el amor sucede en inmanencia. Por eso, el amor es tautológico: amar es dar lugar a esa experiencia interior en la que se ama. Es decir: amar es amar. Solamente amar. Es un mundo “entre los dos”.


Nuestra primera hipótesis es la siguiente: en ese mundo inmanente –y en su fracaso– se produce lo cursi.

“Lo cursi, aún entendido como amenaza al buen gusto y la razón, transmitía una promesa de ingenuidad, de que esa embriaguez declamatoria entregada a los brazos del poema malo o de las lágrimas en el teléfono, le concediera al mundo cada vez más ajeno, una dimensión humana e íntima” (Viola,2017).

Hay, en ese planteo, una dimensión política de lo cursi: es el retorno a la bondad originaria. El amor nos debilita y, en esa debilidad, reaparece el buen salvaje: lo humano es anterior a lo “humano”. Porque lo “humano” ha sido cooptado por el poder y ha derivado en lo inhumano. Por eso, lo “monstruoso” es lo que nos salva: el amor está en la desarticulación de las formas. O en lo que tiene otras formas.

Por eso, lo cursi es, entre otras cosas, el regreso al origen mítico: el camino del reencuentro con lo auténtico y con lo humano, con ese estar en el mundo sin máscaras, sin las mediaciones de lo social y, por lo tanto, de los poderes cotidianos.

Pero, además, el amor es el contacto absoluto. Lo cursi, entonces, es lo que sucede en esa ilusión de advenimiento de un mundo inmanente: “un mundo entre los dos”.

De allí que lo cursi, tal como adelantamos, expresa una nueva sociabilidad: una trama de intercambios donde solo queda lo humano dialogando con lo humano. Una teoría del valor amoroso: el equivalente abstracto que se intercambia, en ese mundo inmanente, no es el trabajo sino la emoción.

De allí que lo cursi, como utopía de lo débil y lo despojado, es una experiencia de lo humano en oposición al poder.  La política de lo cursi es, en buena medida, una pospolítica.

Por eso, es también una sociabilidad que nos aleja de lo social: un refugio o una comunidad de dos ante este mundo agresivo e invasor. Todos unidos amaremos: el destino no es el poder sino la comunidad de emociones.

“El sentimiento en esta escuela sentimental se expresa en términos de potencia aeróbica: amar es subir y bajar a lo loco, correr y rodar, abrazarse dando vueltas. ¡El amor se puede medir en términos de capacidad pulmonar! Ama quien más puede correr gritando un nombre…” (Viola, 2017).

Es decir: un uso de los cuerpos vinculados a la libertad. Esos cuerpos que “vuelan” y giran en los parques han sido liberados de los distintos poderes disciplinarios por la potencia inmanente del amor. No son los cuerpos productivos, sometidos a movimientos calculados y repetidos; no son los cuerpos socializados, sometidos a las métricas rigurosas de los comportamientos autorizados. Son los cuerpos amorosos que actúan en inmanencia. Vuelan, giran, se mueven en círculos, son libres, no hay nada exterior a ellos en esos instantes donde el amor les concedió la libertad absoluta. Por eso, esos cuerpos en movimiento son pura interioridad. Porque en esa relación de dos todo es allí ampliación de esa inmanencia hacia el infinito. Es un espacio que se extiende a todos los espacios.

“El deseo nos atraviesa, por eso es infinito, porque es el deseo que desea a través nuestro, no nosotros que deseamos” (Benasayag y Mattini, 2013).

La ética es ser fiel a ese deseo cuando ese deseo aparece: hacerle lugar, hacer que ese deseo deseé en nosotros, no limitándolo ni obstruyéndolo, porque ese deseo viene del infinito y va hacia el infinito. Porque ese es el momento que, según Spinoza, nos hacemos inmortales.

Allí “nos ponemos en contacto con corrientes profundas y potentes que van más allá de toda época, que son la condición misma de existencia de toda época, de toda situación” (Benasayag y Mattini, 2013).

El amor inmanente es la puesta en escena de esos instantes de ruptura  donde el deseo desea en nosotros. Es lo humano frente a la dimensión ética de lo humano: la suspensión de todo salvo esa interioridad del amor. Deseo y amor como una continuidad pero, luego veremos, también como contradicción. Nuevamente: el amor como “la creación de un mundo entre los dos”.

“Porque, en el fondo, el amor es eso: una declaración de eternidad que debe realizarse o desarrollarse de alguna forma en el tiempo. Una irrupción de la eternidad en el tiempo. De allí que sea un sentimiento tan intenso (…) El amor, sí, es la prueba del Dos, su declaración, su eternidad” (Badiou y Troung, 2012).

Pero el movimiento hacia la inmanencia no es el único. Hay otro, en sentido contrario, que lo interfiere. El vínculo amoroso tiende a cerrarse sobre sí, a buscar ese tiempo absoluto de relación exclusiva consigo mismo, pero ese movimiento está interferido por otro en sentido contrario que lo abre, lo dificulta y lo interrumpe. Es una tensión que expresa una doble lógica: un movimiento va hacia la inmanencia, otro hacia la interferencia de esa inmanencia. 

En ese mismo plano, además, ese movimiento hacia la inmanencia no sólo está interferido desde afuera. También lo está desde adentro. El protagonista masculino suele expresar, en el interior del mundo amoroso, esa injerencia externa. Por lo cual, el relato melodramático de Migré expresa la continua tendencia al fracaso del amor absoluto: la búsqueda de la utopía de un mundo amoroso radicalmente escindido y cerrado sobre siempre encuentra dificultades.

 “Migré (…) coloca la causa principal del desastre amoroso en el interior mismo de la pareja. No hay solamente un mundo hostil y familias incomprensivas que separan Romeos de Julietas sino un Romeo hostil que acuerda con ese mundo y se esfuerza (…) en hacerle la vida imposible a la heroína” (Viola, 2017).

Lo cursi, en esta hipótesis, es el comportamiento de los amantes en ese doble movimiento: lo íntimo yendo hacia sí mismo en su búsqueda de inmanencia; y las tensiones e interferencias que vienen de afuera y de adentro impidiendo ese intento de relación absoluta. Por lo cual la lógica de lo cursi aquí no es sólo la gramática de lo íntimo expuesta públicamente. Es además, la dificultad, las tensiones, los fracasos en la construcción de ese intento de cierre inmanente. Lo cursi, entonces, es la forma específica del comportamiento amoroso en ese doble movimiento.

“Con relación al quiero y no puedo (…) es quizá la forma más frecuente y común de ser cursi. En este caso como en el anterior no ocurre que todo querer y no poder coincida con la cursilería; lejos de ello es tan sólo un cierto quiero y no puedo, cuyo principal carácter radica en que el querer se comporta como si el no que determina el poder no existiera. Por otra parte, no media aquí entre poder y querer una relación contradictoria ni una distancia infranqueable; no es que yo quiera ser Napoleón y hago caso omiso de la imposibilidad de serlo, sino que el poder se junta tanto al querer que sólo un mínimo emparvecimiento impide su coincidencia” (Tierno Galván, 1952).

Es decir: uno de los modos de manifestación de lo cursi es en el “querer y no poder”. Pero con una especificidad: la de que el querer no reconoce el no poder y, por lo tanto, lo que domina ese movimiento imposible hacia lo inmanente es la insistencia y los intentos repetidos, en general, con más dificultades que éxitos.  

Desde esta primera hipótesis, entonces, lo cursi nace de la instancia en lograr lo que no se puede lograr: la regeneración del “buen salvaje” en un proceso de cierre del mundo amoroso sobre sí. Esta primera hipótesis se complementa con las siguientes.

Lo cursi como construcción de familias y grupos de amigos

“Yo sólo quiero un millón de amigos. Yo sólo quiero mirar los campos. Yo sólo quiero cantar mi canto. Pero no quiero cantar solito, yo quiero un coro de pajaritos. Quiero llevar este canto amigo a quien lo pudiera necesitar. Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar” – Roberto Carlos.

Todas las relaciones que construye Migré son afectivas: funciona como una especie de máquina emotiva. Su vida es un melodrama. Lo que hace en las telenovelas también lo hace en su vida: forma familias y grupos de amigos. Efectivamente, todas sus relaciones tienden a ser amorosas.

En el libro Conversaciones de Nora Mazziotti con Alberto Migré titulado, justamente, Soy como de la familia, Migré describe todas sus relaciones como relaciones afectivas:

“Esto que no es más que un sentimiento en voz alta (…) muchas veces nos hemos reído como chicos. Otras descubrimos nuestros ojos llenos de lágrimas. A mí estas páginas me permitieron ganar una amiga” (Mazziotti, 1993).

“Mi secretario atiende a los incesantes llamados telefónicos, corre al canal, padece mi desorden. Mario es incondicional. Un amigo con mayúsculas” (Mazziotti, 1993).

“El de la TV es un mundo fascinante (…) que permite introducirse en el hogar y ser un miembro de la familia” (Mazziotti, 1993).

“(Los actores) son parte de una familia que he formado con ellos, en compensación a tanta familia que perdí en estos años” (Mazziotti, 1993).

“El público me hablaba de mis novelas y de mis personajes como de seres queridos” (Mazziotti, 1993).

“Si miro para atrás y me veo prendida a la radio o a la televisión con la voz inconfundible del relator que anunciaba El teleteatro de Alberto Migré me doy cuenta que Migré también tiene escrita una historia conmigo. Él es como de mi familia”– dice Mazziotti en el epílogo del libro (Mazziotti, 1993).

La vida es una fiesta: la cadena de equivalencias es una cadena amorosa. Lo público, más que el intercambio de argumentos entre seres racionales, es el intercambio de emociones entre seres afectivos. Migré, sus actores y actrices, sus audiencias, Nora Mazziotti, sus asistentes, todos ellos y ellas, forman parte de un orden inmanente: la gran familia de Migré, la gran familia argentina, un grupo de amigos que crece hasta alcanzar a todos los vínculos. Porque no se trata sólo de la intensidad de esos vínculos: se trata de vínculos que son intensos pero que además se expanden.

La vieja separación entre lo público y lo privado tiende a desaparecer por invasión de la segunda esfera sobre la primera: lo privado –lo íntimo– al mismo tiempo que busca cerrarse sobre sí, se expande a todas las relaciones y, además, en ese proceso, tiende a ocupar a través de programas de alto rating el espacio público. Es decir: no es lo privado eliminado a lo público sino invadiéndolo u ocupándolo.

En el medio del intento de esa expansión de las relaciones amorosas a todos los vínculos y en esa manifestación de esa expansión en lo público se encuentran los amantes, los amigos y las familias que, en ese movimiento complejo, desarrollan los comportamientos cursis.

Lo cursi como proyecto político amoroso

“Yo tengo fe, los hombres cantarán una canción de amor universal, yo tengo fe, será una realidad el mundo de justicia que ya empieza a despertar. Yo tengo fe, que todo cambiará, que triunfará por siempre el amor, yo tengo fe, que siempre brillará la luz de la esperanza no se apagará jamás, yo tengo fe, también mucha ilusión,  porque yo se será una realidad el mundo de justicia que ya empieza a despertar” Ramón “Palito” Ortega.

Lo cursi tiene un componente de inadecuación con el mundo: por eso su búsqueda de la inmanencia del espacio amoroso, del cierre sobre sí, de la relación absoluta del amor con el amor, donde una de las principales cualidades es la bondad. Pero también está el movimiento inverso: en lugar de la reclusión, la búsqueda de extender las relaciones amorosas a toda la sociedad.

“Rolando es diferente, tiene para el país una solución de signo cursi, entendido lo cursi como una forma casi pura de bondad”. Y agrega: “Migré propone en Rolando la ilusión de una “condición humana” que superaría las antinomias y las crisis más allá de la política” (Viola, 2017).

Hay allí un programa político existencial: suplantar la totalidad de las relaciones de poder por relaciones amorosas. Por eso, cierta sensación de paradigma pospolítico: un mundo armónico, sin conflictos, donde “reine en el pueblo el amor y la igualdad”.

El mundo amoroso suplanta al mundo político y, por lo tanto, las relaciones de poder mutan en relaciones de amor. El melodrama se transforma en un proyecto político. Lo cursi, entonces, adquiere un doble componente de ingenuidad: tanto en su búsqueda de un amor que se cierre sobre sí y se vuelva inmanente; como en su búsqueda del amor transformado en una pos política extendido a todas las relaciones sociales. Por eso, lo cursi existe en la doble acepción: como reclusión en lo íntimo y como irrupción en lo público.

Lo cursi, entre el camp y el kitsch, como una ruptura inconclusa

“Amor, amor, amor. Nació de ti, nació de mí. De la esperanza. Amor, amor, amor. Nació de Dios para los dos. Nació del alma. Sentir que tus besos se anidaron en mí. Igual que palomas mensajeras de luz. Saber que mis besos se quedaron en ti. Haciendo en tus labios la señal de la cruz” Luis Miguel.

El kitsch “se distingue de las formas corrientes y vulgares del arte popular porque tiene pretensiones. El kitsch necesita “figurar necesariamente como arte” (Hauser, 1975).

Es decir, una de las características del kitsch es su autopercepción como arte: no practica ni la simulación ni la impostura, en todo caso, cae en la inconsciencia. Pero, ¿inconsciencia de qué? De la existencia de un canon artístico que insiste en desplazarlo del campo de lo artístico en donde pretende alojarse.  

“El melodrama que, como señala Amícola, presenta rasgos gruesos y exagerados, contrastes inequívocos: los personajes malos son completamente malos, los buenos completamente buenos” (Echavarren, R. 2001)

Es decir: la nitidez de los atributos se constituyen relacionalmente, cada uno de ellos toma su nitidez de la nitidez del otro. Son formas entrelazadas: cada uno alimenta el exceso en el otro.

Pero, en el camp, la nitidez de ese contraste es incrementado artificialmente para denunciar esa operación de contrastes desde adentro. El objetivo de esa denuncia es producir efectos humorísticos.  El camp denuncia el propio dispositivo que integra. En cambio, el kitsch es un exceso que se sostiene en el mismo exceso.

“Lo que se ha llamado camp sería un ejercicio deliberado de la exageración y de la falsedad de esas distinciones (…) El efecto canónico, lejos de resultar convincente, se vuelve, a los ojos de dicho espectador, lo contrario de lo que se proponía: se hace hilarante”. (Echavarren, R. 2001).

En cambio, en el kitsch no encontramos una denuncia sobre sí mismo: en él hay un intento por ocupar el lugar de lo artístico sin que el campo tradicional del arte le haya concedido ese lugar. Mientras en el camp hay una operación en producción, en el kitsch hay una destitución en recepción. Al kitsch lo impulsa una autoestima nacida en el vacío: no tiene detrás ni un linaje ni una genealogía, es pura voluntad de presencia.  Es el componente político radical que siempre y necesariamente tiene una cuota de inconsciencia. Se sabe: toda operación de ruptura exige, al mismo tiempo, conciencia e inconsciencia.  

“Convertir casi todo en kitsch, intentando simplificar los códigos de acceso del público a una realidad. Esto fue muy evidente en los años 40 y 50, el malo tiene cara de malo, el bueno tiene los ojos claros, las chicas buenas se casan, las malas no, etc…” (Polimeni, 2004).

Allí donde el camp denuncia la artificialidad de un contraste y, por lo tanto, despliega una ironía sobre la nitidez, el kitsch utiliza lo nítido o lo estridente  para facilitar el acceso del público al campo artístico. Lo extremo, saturado o excesivo del kitsch es también lo extremo, saturado o excesivo de los sectores populares con los que dialoga.

En el kitsch hay ocupación, en el camp auto denuncia. El acto inconsciente del kitsch por el cual accede al mundo del arte contribuye a la democratización del arte.

En el kitsch hay, al mismo tiempo, ingreso a un campo vedado –el artístico– y destitución por el canon de esa fuerza invasiva. El costo del acto inconsciente de ocupar el mundo artístico es la reacción de este mundo artístico denunciándolo como un fenómeno externo. El camp se auto denuncia, en cambio el kitsch es denunciado.

En el kitsch hay una autoafirmación: lo artístico es lo que el artista dice que es artístico. Por lo cual, en el kitsch hay producción artística en el lugar de la adjudicación del arte pero también en el lugar donde el arte canónico reacciona contra esa producción. Hay lucha de estilos, una metonimia de la lucha de clases.

Al kitsch lo define esa exterioridad: ocupa el lugar del arte procediendo desde afuera pero, en ese lugar donde ingresa, encuentra la resistencia de lo que allí está alojado: ocupa lo artístico mientras lo artístico lo destituye.

“Almodóvar puede ser visto como alguien que entra por la puerta de servicio, eso sí, sin pedir permiso, al mundo de la cultura tradicional española para impregnarlo de estéticas, colores, asuntos, personajes y gustos que no estaban reflejados en ello. O, al menos, que no estaban reflejados sin culpa, con alegría de vivir y de ser lo que se es. En ese proceso de mestizaje, descaro y reinvención, oxigenó un espacio mucho más amplio que el del cine, mientras su gesto trasgresor iba dejando paso a una forma consolidada de contar historias más universales” (Polimeni, 2004).

Es decir: el kitsch nace en un movimiento que va desde afuera hacia adentro del campo de lo artístico para dejar en este último sus marcas de clase. El kitsch es una operación en el interior del mundo del arte resistida por esa interioridad. No hay kitsch sin trasgresión y no hay trasgresión sin resistencia de lo trasgredido.

“En cambio, aquel que no tiene el problema de plantearse el asunto de qué es de buen gusto o no (…) no tiene empacho en admirar los productos ideados para el consumo popular (…) aquel que hace un producto destinado a un público poco culto y desprecia su trabajo considerándolo menor, de mal gusto, considera que hay lugares culturales superiores, como el suplemento de un periódico especializado en literatura” (Polimeni, 2004).

Es decir: lo kitsch engloba a los productos que hacen el esfuerzo de ser parte de los artístico pero no lo logran mirados desde el cannon. Pero ese esfuerzo, de todos modos, deja marcas en ese producto artístico fallido: la sobrecarga del kitsch es la huella del esfuerzo por acceder al campo artístico.  Paradójicamente, es esa sobrecarga la que el canon artístico señalará como el indicador de que es un producto exógeno al arte. Es decir: el producto del esfuerzo por pertenecer –la sobrecarga– es lo que le dificulta la participación en ese mundo. Allí donde el kitsch se esfuerza por ser arte es donde el canon artístico lo descalifica como arte. Y es también donde el kitsch insiste hasta transformarse, finalmente, en arte.


https://contraeditorial.com/cinco-hipotesis-sobre-lo-cursi/

No hay comentarios:

Publicar un comentario