El exilio fecundo de Gombrowicz Por Alejandro Michelena (Dossier)


El exilio fecundo de Gombrowicz
Por Alejandro Michelena

Uno de los episodios más extravagantes en la historia literaria argentina fue protagonizado por un polaco, llegado en circunstancias azarosas a Buenos Aires, que extendiera por casi un cuarto de siglo su estadía en ella, un poco por accidente, pero también porque le atraían la ciudad y su gente. Sin dominar bien el idioma, se atrevió a emprender la incierta aventura de traducir su única novela, publicada en Polonia en 1937. Llevó a cabo la tarea asesorado por un puñado de amigos escritores, en jornadas que se llevaban a cabo –en permanente debate muchas veces caótico– a lo largo de muchas tardes de la segunda mitad de los cuarenta, en varios cafés del centro porteño.

Su nombre: Witold Gombrowicz; la novela en cuestión: Ferdydurke. Participaron en la peculiar empresa los escritores argentinos Carlos Mastronardi y Eduardo González Lanuza, y los poetas cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu (por esos años residentes en la gran capital del sur), junto a algunos jóvenes aspirantes a las letras. Los lugares de trabajo fueron ciertos cafés y confiterías propicios al encuentro y la tertulia.

Pero no piense el lector que no se aplicó una metodología en ese trabajo colectivo. En cada encuentro, Witoldo –como le llamaban sus amigos– llevaba un fragmento traducido por él más o menos en forma literal, texto que sometía a la no muy ordenada asamblea, que entre cafés y bebidas espirituosas iba buscando las palabras más adecuadas y puliendo así cada párrafo.

Gracias al proceso de trasladar Ferdydurke a nuestro idioma, su autor volvió a sintonizarse con la literatura luego de una crisis que se había extendido demasíado, comenzando de ahí en más la escritura de sus novelas mayores, como Pornografía, Transatlántico y Cosmos. Por otra parte, esa edición de Ferdydurke –con el prólogo, casi clarividente, de Ernesto Sábato– marcó el inicio del lento camino hacia el reconocimiento mundial.

DE SUR DE VARSOVIA A AVENIDA DE MAYO

El escritor tenía treinta y cinco años cumplidos y una trayectoria literaria en su país cuando, en 1939, aceptó la invitación a participar en el viaje inaugural de un transatlántico con destino a la lejana Buenos Aires. Desembarcó el mes de agosto de ese año crucial, y pensó que iba a pasar allí un par de meses a lo sumo.

La invasíón de Alemania a Polonia, ocurrida en septiembre, volvió permanente su estadía, resignándose a esperar el final de la contienda. Pero mucho antes de que llegara la paz, Gombrowicz había sido encandilado y atrapado por los laberintos de esa ciudad extraña, con aires de Paris, pero también caracterizada por cierto aliento vital telúrico vinculado a lo nuevo, lo primigenio, lo original.

No lo deslumbraron los brillos europeizantes del grupo intelectual más prestigioso, que era el que rodeaba a Victoria Ocampo y la revista Sur, al punto que luego de algunos fugaces y controvertidos contactos con algunas de sus figuras notorias, se automarginó por el resto de las dos décadas y media que iba a permanecer en Buenos Aires. Sí lo deslumbró el potencial de juventud del país, y más que nada los jóvenes en concreto –nada ilustrados, algunos recién llegados del interior– con los que alternaba ambiguamente en las inmediaciones de la Estación Retiro. De alguna forma encontró en la pujante Buenos Aires en crecimiento de los primeros años cuarenta la confirmación de la filosofía planteada en Ferdydurke, donde quiebra una lanza en favor de la inmadurez en cuanto energía base de toda creatividad, contrapuesta al mundo adulto que vinculaba a lo rutinario y poco estimulante. El dionisiaco Witoldo se encontró en su elemento relacionándose con esos oscuros muchachos (en un doble sentido: por el color de la piel y por lo anónimos) en bares y cantinas del "bajo" bonaerense.

La otra parte de su vida, la diurna, se desplegaba en las confiterías Rex y La Fragata de la calle Corrientes, y también en el clásico Café Tortoni de Avenida de Mayo. En esos salones algo anticuados y solemnes encontró más calidez que en los hoteles y pensiones donde se vio obligado a habitar durante los primeros años de su residencia porteña. Allí reflexionaba, a veces escribía, mantenía conversaciones sin mayor compromiso y, sobre todo, jugaba al ajedrez. El "juego ciencia" iba a ser su pasíón constante.

UN CORPUS LITERARIO BURILADO EN EL SILENCIO
Gombrowicz sobrevivió pobremente, manteniéndose gracias a colaboraciones en periódicos y revistas. Recién en 1947 accedió a un empleo más seguro como funcionario del Banco Polaco. Allí se mantuvo casi una década, hasta que renunció en 1956. Luego, gracias a la indemnización recibida, a inversiones que había logrado hacer, a una beca más bien política (proveniente de una organización anticomunista) y a algunos derechos de autor que ya comenzaba a cobrar, logró vivir con cierto desahogo, y sobre todo con el tiempo y la tranquilidad necesarias para concentrarse en su obra.
¿Cómo fueron los largos años del escritor polaco en Buenos Aires? Su hogar estuvo en los cafés durante las décadas del cuarenta y cincuenta, cuando la capital argentina era una ciudad donde los mismos se multiplicaban. Aparte de los sitios antes nombrados, que fueron de alguna forma sus espacios más habituales, solía recorrer otros lugares, como Los 36 billares, penumbroso café de Avenida de Mayo cercano a la plaza Lorea, o La Academia, de Callao casi Corrientes. Ambos recintos caracterizados por una similar estructura espacial: un primer salón con mesas de mármol y cómodos butacones; otro dedicado al juego de dados, y al fondo mesas de billares.
Por sobre todas las cosas era un gran conversador, siempre interesante y polémico, irónico y punzante, que naturalmente atraía a otros contertulios, sobre todo a aquellos más sensibles e inquietos.

Mientras tanto, en silencio y sin apremios editoriales iba elaborando su obra. Transatlántico es de 1953. Cosmos surgirá unos años después, en la primera temporada pasada por el escritor en Tandil, un pueblo de la Provincia de Buenos Aires que quedará unido indisolublemente al mito de Gombrowicz en la Argentina. Vale aclarar que el proceso de escritura de esta novela fue largo, al punto que aparecerá en 1965, cuando el autor ya está establecido en Francia, luego de ganar el Premio Formentor. Uno de sus textos hoy más leídos y comentados, el Diario, comenzó a publicarse por aquellos tiempos en la revista Kultura, vocero de emigrados polacos, donde apareció además su tercera novela, La seducción. En Buenos Aires se editará también su obra teatral El casamiento, que más adelante –en 1964– el gran director argentino Jorge Lavelli llevará a escena con gran suceso en Paris.

Otro aporte de la gran ciudad platense al universo literario gombrowiciano tuvo que ver con un título. Su libro de cuentos, que reúne relatos cortos escritos en Polonia entre los años 1927 y 1928, titulado originalmente Memorias del tiempo de la inmadurez, fue cambiado luego por el aparentemente enigmático Bakakai. Este es, apenas, la leve deformación de la calle Bacacay del característico barrio porteño de Flores, por muchos motivos cercano al autor.

EL GRUPO DE TANDIL
Los jóvenes se le acercaban. No solamente aquellos, míticos, de sus originales andanzas dionisíacas por los bares y entorno de la Estación Retiro, sino además los que tenían pretensiones literarias. Fue el caso de Juan Carlos Gómez, a quien llamaba con el apelativo Goma, quien formaba parte de sus mesas de las confiterías Rex y La Fragata. Goma mantuvo correspondencia con Gombrowicz luego que éste aprovechara una beca en Berlín para saltar a Europa, en 1963; ese intercambio se extendería casi hasta la muerte del escritor, en 1969. Las cartas del polaco a Goma fueron publicadas por éste recientemente, bajo el título Cartas a un amigo argentino.
Otros de sus jóvenes amigos, entonces aspirantes a las letras, fueron Alejandro Russovich y Miguel Grimberg. Ambos, junto al antes mencionado, formaron parte –en los años cincuenta– de la segunda generación de "ferdydurkistas" fervorosos. La primera fue la que se complotó con el autor para la traducción de su novela. Pero habrá todavía una tercera, vinculada a Tandil.

Reconstruyendo a Gombrowicz, Suplemento Radar, Página/12, 8 de junio 2008
Lo primero que hizo Witoldo al llegar allí por primera vez, fue visitar la municipalidad y preguntar si había en la ciudad alguien inteligente... Los funcionarios, desconcertados, lo conectaron con un grupo teatral. Allí encontraría al jovencísimo Jorge di Paola, a quien apodó Dipi, uno de sus fieles de ahí en más que a partir de los setenta iba a desarrollar una interesante peripecia como narrador. Di Paola, Mariano Betelú y Jorge Vilela, iban a rodear al "viejo" –así lo llamaban– en sus frecuentes visitas a Tandil. Ese hombre, que bordeaba los cincuenta años, fue para estos veinteañeros provincianos un auténtico maestro socrático, con el que tanto podían hablar de la vida en Tandil como analizar el estado literario y cultural de la Argentina, o abordar temas metafísicos o filosóficos.
Estos jóvenes, los de Buenos Aires y los de Tandil, siempre tuvieron claro el privilegio que implicaba compartir las horas con un gran escritor. Y esa convicción la tuvieron (y mantuvieron) bastante tiempo antes de que, desde Francia, lo redescubrieran y comenzara su renombre mundial, iniciada ya la década del sesenta.

EL EXTRAÑO SALUDO A BORGES
No deja de pertenecer a la dimensión de lo anecdótico, pero ilustra bien una auténtica contraposición literaria y cultural. De vez en cuando, en sus diarias andanzas por el centro porteño a través de los años, el polaco solía cruzarse con Jorge Luis Borges, por entonces un escritor de enorme prestigio nacional e internacional, pero todavía "de culto" y lejos de la fama que iba a alcanzar más tarde. Borges, que aún no estaba ciego, nunca lo reconocía. En cada encuentro Witoldo le gritaba desde lejos, a veces desde la acera de enfrente: "¡Hey Borges, acá Gombrowicz!"

Corrían todavía los años cuarenta cuando Carlos Mastronardi se animó a presentarlo en una cena en casa de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, matrimonio de escritores que encarnaba la conjunción del prestigio intelectual y social. Borges, gran amigo de ellos, también participaba de la velada, y fue esa la única oportunidad en que estuvieron juntos con posibilidad de dialogar y conocerse. Si bien el autor de Ferdydurke se mostró discreto y sociable, la impresión que dejó en el prestigioso trío fue que se trataba "de una especie de anarquista algo turbio y de segunda mano".


SOBRE LA JUVENTUD




LA DÁRSENA Y EL ÚLTIMO CAFÉ

En el final de su último verano en el Río de la Plata, retirado en una playa de Uruguay y dándole los últimos toques a su novela Cosmos, recibió una invitación de la Fundación Ford para una estadía de un año en Berlín. La misma se traspapeló en los laberintos del correo y llegó tarde a sus manos. Y cuando pensaba que la posibilidad de transitar el camino contrario al de su viaje del año ’39 –tantas veces rumiada en años anteriores, al compás del aumento de su fama europea– se había evaporado, llegó la noticia que la invitación y la beca seguían en pie.

En pocos días Gombrowicz vendió sus pertenencias y arregló sus asuntos en Buenos Aires. Y a pesar de las dudas y conflictos interiores en relación al viaje que, de acuerdo con el testimonio de su Diario, lo iban a asediar incluso durante el cruce oceánico, se dispuso a quemar las naves (esta vez de manera deliberada).

Los últimos momentos en la Reina del Plata los pasó en un café cercano a la dársena, rodeado de sus más fieles amigos, mirando el muelle y la placidez del agua portuaria. Luego, ya instalado en cubierta y contemplando a lo lejos el perfil de Buenos Aires alejándose implacablemente, en un episodio de auténtica cepa "ferdydurkeana" el escritor se dio cuenta de que había perdido los 250 dólares, único dinero que tenía para gastos hasta llegar a destino. 

Un telegrama de auxilio a sus contactos europeos solucionó el problema a su llegada a Cannes, donde daría comienzo otra historia: la de la etapa consagratoria de Witold Gombrowicz, muy distinta que ese largo y paradójico período bonaerense que resultó a la postre el marco apropiado para la decantación de un corpus narrativo que ocupa un lugar de privilegio en la literatura del siglo XX.

Fuente: www.jornada.unam.mx/2007/05/20/sem-michelena.html



Gombrowicz en ArgentinaPor Witold Gombrowicz
Partí hacia la Argentina un mes antes de que estallara la guerra y allí permanecí los siguientes veintitrés años. Todo sucedió por casualidad. ¿Casualidad?. Un día en el café Zodiac, en Varsovia, conocí a un escritor de mi edad, Czeslaw Straszewicz. Me dijo: 'Viajo a Sudamérica.' '¿Cómo?' 'En un mes el nuevo vapor trans-atlántico polaco Chorbry sale para Buenos Aires. Su viaje inaugural. Fui invitado como escritor, para escribir algunas columnas para los diarios.' '¿Te parece que me invitarían también a mí?' 'Puedes probar. Voy a mencionar tu nombre. Quién sabe, quizás funcione. La travesía sería más divertida si somos dos.'
Funcionó. A veces leo en los diarios que fui a la Argentina para escapar de la guerra. ¡Para nada!. Me preparé para el viaje sin pensar demasíado, y fue sólo por casualidad (¿casualidad?) que no permanecí en Polonia.
El día antes de partir tenía todo preparado, mis papeles en orden, y pasé por el café. 'Tienes el permiso de las autoridades militares, ¿no?' dijo uno. 'Tengo mi pasaporte. Presenté todos los certificados militares que tenía, de otro modo no lo hubiese obtenido.' '¡Con eso no alcanza!' Necesitas un permiso especial de las autoridades militares. Es sólo un formalismo, pero no te dejarán subir al barco sin él.'
Miré mi reloj. Las siete menos veinte. Las oficinas del ejército cierran a las siete. Me metí en un taxi y corrí al cuarto piso. Demasíado tarde. Las puertas estaban cerradas. Habían pasado tres minutos después de las siete. Golpeé de todos modos. Apareció el portero. 'La oficina está cerrada. Por favor acabe con ese ruido'.
La puerta se cerró una vez más. ¡Adiós, América!. Comencé a bajar las escaleras apesadumbrado: de repente, abajo, un barullo terrible. Era el equipo de fútbol que partía a jugar un match internacional en Dinamarca. También habían llegado tarde. Golpeamos la puerta de nuevo. Esta vez el portero nos dejó entrar, y como favor especial nos sellaron los permisos. Ya lo ven, mis veintitrés años en Argentina dependieron de unos minutos...
Cómo habrá sido este asunto de partir... fue como si una gigantesca mano me hubiese tomado del cuello de la camisa para sacarme de Polonia y arrojarme en esta tierra perdida en el medio del océano –perdida pero europea... apenas un mes antes de la guerra. Me pregunto porqué aquella mano no me puso en Europa occidental. Porque, supongo, hubiese terminado en París. Si no hubiera dejado Europa hubiese vivido en París después de la guerra, casi con seguridad. Pero la mano no pareció quererlo así porque, a la larga, París me hubiese convertido en un parisino. Y sentía el deber de ser anti-parisino. Es que, por esos tiempos, no estaba lo suficientemente inmunizado. Mi destino era pasar muchos más, largos años en los bordes de Europa, lejos de sus capitales, y lejos de sus aparatos literarios, escribiendo, como dicen hoy en Polonia, 'para los cajones de escritorio'. Miren el mapa. Sería difícil elegir mejor lugar que Buenos Aires. La Argentina es un país europeo. Uno siente allí la presencia de Europa, aun más fuertemente que en la propia Europa, pero al mismo tiempo uno está fuera de Europa –y además, en aquel país ganadero, no se aprecia la literatura.
Magia. Una casi preconcebida forma de vida. Cuanto más nos alejamos de la Forma, más nos sometemos a su poder. Misteriosas contradicciones, contrastes...
Desembarcamos en Buenos Aires el 22 de agosto (el 2 es mi número) de 1939 (la suma de los dígitos es también 22) después de un tranquilo cruce que duró tres semanas. La situación internacional parecía mejorar. Pero el día siguiente a nuestro arribo los telegramas de Moscú y Berlín anunciando el pacto Nazi-Soviético cayeron en el mundo como un rayo. ¡Guerra! Una semana después las primeras bombas alemanas caían en Varsovia.
Todavía vivía en el barco con mi amigo Straszewicz. Cuando escuchó que se había declarado la guerra, el capitán decidió regresar a Inglaterra (no había ya discusión alguna sobre si volver a Polonia). Straszewicz y yo tuvimos un concejo de guerra. Él optó por Inglaterra. Yo permanecí en la Argentina.
En mi novela Trans-Atlántico recapitulé estos incidentes y me pinté en el papel de desertor. Pero no hubo una cuestión de deserción, puesto que Polonia había sido separada ya del resto del mundo. Me presenté inmediatamente ante la Embajada Polaca en Buenos Aires apenas dejé el barco. Más tarde, cuando un ejército polaco se estaba formando en Inglaterra, aparecí desnudo frente a la comisión de reclutamiento en la Embajada. En pocas palabras, a nivel oficial, todo estaba en orden. Si aparezco como un desertor en Trans-Atlántico es porque, moralmente, era un desertor. Estaba angustiado, desesperado, pero al mismo tiempo complacido de encontrarme milagrosamente protegido detrás del océano.

Portada de la revista polaca Kultura (1947) donde escribía Gombrowicz.
Escribí algo sobre mis primeros años en la Argentina en mi diario (volumen 1, capítulo 7). Doscientos dólares, toda mi fortuna, me duraron casi seis meses. La Argentina era increíblemente barata. Viví en hoteles de tercera categoría. Algunos polacos me ayudaron y empecé a escribir un poco para los periódicos –más que nada series de notas bajo seudónimo. Por algún tiempo nuestra Embajada me dio un modesto subsidio. Pero eso no era suficiente; no sabía cómo sobreviviría el mes siguiente, y tuve que tomar prestados unos pesos para comer. Así siguió todo, a veces mejor, a veces peor, de acuerdo a las circunstancias, hasta 1947, para luego trabajar los siguientes siete años en el Banco Polaco. Fue muchísimo más aburrido. Pero el amargo, trágico, poético sabor de los primeros años dejó su marca en mí.
Apenas si puedo hablar de mis primeras experiencias en la Argentina, pero no puedo dejarlas afuera. Viví, como dije, en los hoteles más baratos, hasta en conventillos. ¡Yo, el Sr. Gombrowicz, me sumergí en la degradación con pasíón! Luego, repentinamente, rejuvenecí, moral y físicamente. En las calles la gente me llamaba joven, como si no tuviera treinta y cinco años. Nunca fui tan poeta como entonces, en aquellas calurosas calles abarrotadas de gente, completamente perdido (perdido en el gentío, y perdido también en cuanto a mi destino). Enjambres de gente, multitudes, luces, barullo ensordecedor, olores y mi pobreza era mi alegría; mi caída fue mi nuevo contrato de vida. Me dejé arrastrar sin hesitar, desprejuiciado, en esta Babel de lenguajes. Formé parte de ella. Y mis conocidos circunstanciales, con quienes trabé amistad con sorprendente facilidad (descubrí esta neutralidad en mí, el mí artificial, y se apareció como el más preciado tesoro, una piedad, un respiro, una liberación), me ayudaron como pudieron. Un día, caminando por la calle Corrientes, fijé mi mirada, prolongada, en una vidriera (¡Qué honor para el Sr. Gombrowicz!). Le dije al muchacho que estaba conmigo que tenía hambre. (¡Qué honor!) 'No te preocupes', dijo. 'Tengo un muerto. Habrá suficiente para los dos.' Tomamos un tranvía y fuimos a los suburbios, a una casa en un barrio proletario donde, efectivamente, un hombre muerto yacía en su ataúd. No sé de qué nacionalidad sería, pero estaba cubierto de flores. Y su familia, amigos y conocidos aceptaban su partida en un silencio macabro. Después de decir nuestras oraciones pasamos al cuarto contiguo donde había un buffet para los participantes –¡sandwiches y vino!. Mientras comíamos mi amigo me dijo que por lo general buscaba muertos en aquel barrio, y que la mejor manera de obtener las direcciones era preguntando al sacristán.
Este 'cadavérico' repaso, este joven y elegante consumo de un muerto, parece simbolizar ahora aquel periodo. Un festín cadavérico devorado con juvenil voracidad al que, a mi edad, no tenía más derecho. Después de todo, mi naturaleza no era otra que la diversión y los juegos –pero los más sublimes, gloriosos juegos que pudiera jugar conmigo mismo. Gracias a este paradójico gusto por la descomposición que descubrí en mí, sobreviví triunfalmente la guerra y la pobreza. Y hoy no siento remordimiento por haber usado mi derrota, mi desgracia o la de mi familia –o, de hecho, la de la mitad del mundo– como puente hacia un amargo, condenado regocijo. No, tenía derecho a hacerlo. Pero mantuve cierta prudencia burguesa y nunca me dejé entreverar en actividades más peligrosas. La cana me llevó en varias ocasiones, pero nunca por mucho tiempo, y casi siempre por culpa de mis amigos y no por crímenes que yo haya cometido.
Y he aquí otro recuerdo, que también resulta simbólico: en Marzo de 1942 el dueño de mi hotel comenzó a insistir demasíado enérgicamente por los seis meses atrasados que le debía, así que debí mudarme. Una noche dejé el hotel y mi vecino, Don Alfredo, generosamente me alcanzó las bolsas por la ventana. Me las llevé a un café, me senté en una mesa y no supe qué hacer. Mi crédito se había acabado. De pronto oigo: '¿Tú aquí?' Era un polaco, un periodista llamado Taworski que había vivido en la Argentina muchos años.
Le conté lo que me había pasado. 'Sabes,' replicó, 'Ahora tengo unos socios y alquilamos un chalet cerca de Buenos Aires, en Morón, para poner una pequeña fábrica textil. Puedes vivir allí.' El chalet no estaba mal –cinco habitaciones con vista al jardín, aunque casi completamente desamueblado. Taworski dormía en una cama y yo sobre una parva de diarios. Desde que llegué me avisó misteriosamente: 'Si entra alguien, ya sea por la ventana o de noche, por el amor de Dios no te muevas. No delates signo de vida alguno.'
Pasé unas cuantas noches tranquilas sobre mi parva de diarios. Después, una noche, a eso de las tres de la mañana, unos ruidos me despertaron y vi dos tipos grandotes que estaban desenroscando las bombitas de luz y removiendo los fusibles. No me moví. Desaparecieron. Resultó que eran los socios de Taworski, que no podían deshacerse de él y que trataban de hacerle todo tipo de jugarretas. Taworski, que tenía por su cuenta sentencia de prisión en suspenso por alguna pequeña travesura, no se atrevía a protestar, y los tipos lo sabían. Así que estas brutales y ebrias visitas nocturnas (por lo general estaban borrachos), junto a nuestra imposibilidad de defendernos, tomó la calidad de un símbolo, tan patético como significativo.
Pasé unos seis meses en el chalet, que era gradualmente desvalijado. Taworski era la bondad en sí misma y me cuidaba como un padre. Vivíamos casi exclusivamente a base de carne ahumada y choclo, que él cocinaba una vez a la semana. Yo era muy popular en Morón, tanto en la pizzería de la plaza como en el café donde jugaba billar y ajedrez. Tomaba mi diario vaso de leche y comía mi pan al sol, sentado en el pasto, mirando la calle. En la pizzería, un mozo que me tomó cariño me dio un un sandwiche de veinte centavos con una feta de jamón cuatro veces más gruesa que lo usual –era casi un bife.
Y luego, de repente, en el suplemento literario de La Nación, un artículo mío apareció en la primera página. Desde ese momento mi posición social en Morón se iluminó. Empezaron a tratarme con consideración.
La vida no era fácil. Me mantenía por catástrofes. Mi catástrofe, la catástrofe de Polonia, la catástrofe de Europa. Pero al mismo tiempo actuaba en otro, más elevado nivel.

[...]

Del capítulo IV de W.Gombrowicz - "A kind of testament" (1973). Calder & Boyars, London [traducción Ernesto Resnik]



El polaco corrosivo
©The New York Review of Books y Clarín [11/02/06]

Traducción de Cristina Sardoy

El poeta Charles Simic acaba de publicar una nota consagratoria de Witold Gombrowicz en el prestigioso "The New York Review of Books". El texto que aquí se reproduce destaca la filosofía sarcástica del polaco, exiliado en la Argentina durante años, que opuso la "inmadurez" a las convenciones y las ideologías. Luis Gusmán y Eduardo Berti señalan las profundas huellas que dejó en este país.

Para la celebración del centenario de su nacimiento en Polonia, 2004 fue proclamado oficialmente por el Ministerio de Cultura de su país como "El Año de Gombrowicz" y la Universidad de Yale organizó un congreso internacional acompañado de una exposición con materiales de Gombrowicz en los archivos de la Biblioteca Beinecke, además de mesas redondas académicas, películas y representaciones teatrales de sus obras. A pesar de todas estas muestras de deferencia, de que sus libros están traducidos a más de treinta idiomas, y de un amplio número de lectores en el exterior, en Estados Unidos, Gombrowicz es conocido esencialmente entre los escritores. Susan Sontag y John Updike lo consideran una figura influyente en la literatura moderna, comparable a Proust y a Joyce. Yo no sé si eso habría agradado a Gombrowicz, que tenía una idea totalmente distinta de la fama que quería para sí mismo. No deseaba en absoluto que lo compararan, dijo, con el Tolstoi de Yasnaya Polyana, el Goethe de Olympus o el Thomas Mann que relacionaba el genio con la decadencia, y no le interesaba en absoluto el dandismo metafísico de Alfred Jarry o la maestría afectada de Anatole France. Ni siquiera quería ser conocido como escritor polaco, sino simplemente como Gombrowicz.

Según su propia percepción, asociarse con él resultaba siempre bastante difícil, porque generalmente apuntaba al debate y el conflicto y llevaba adelante la discusión de tal manera que ésta se volvía peligrosa, desagradable, incómoda e indiscreta. No era el típico intelectual de la época en el sentido de que no era nacionalista, ni católico, ni comunista. "Era un hombre de los cafés; me encantaba decir cosas absurdas durante horas tomando un café negro y abandonarme a distintos tipos de juegos psicológicos", escribe en Recuerdos polacos. También se burlaba de la literatura. El ejercicio mental de un mozo que debe recordar órdenes de cinco mesas sin equivocarse, caminando al mismo tiempo a toda prisa con bandejas, botellas, platos y ensaladas, le resultaba infinitamente más arduo que los ejercicios de un autor tratando de disponer las diferentes líneas sutiles de sus historias. Gombrowicz decía que cada vez que encontraba alguna mistificación, ya fuera de virtud o familia, credo o patria, se sentía tentado de cometer un acto indecente. Definía a la cultura polaca como una flor abrochada en el abrigo de oveja de un campesino.

Gombrowicz afirmaba que odiaba la poesía: "De todos los artistas, los poetas son los que más caen de rodillas", dijo.

Se burlaba de todos los sistemas de pensamiento que intentan separar lo espiritual de lo físico, lo fantástico de lo real. Su mayor orgullo como artista no era habitar el Reino del Espíritu, sino no haber roto la relación con la carne. Escribiendo sobre el existencialismo, diría lo siguiente: "Es imposible asumir todas las exigencias del Dasein y al mismo tiempo tomar café con masas durante la merienda. Sentirse angustiado ante la nada, pero más ante el dentista. Ser una conciencia en pantalones que conversa por teléfono. Ser una responsabilidad, que anda de compras por la calle. Cargar con el peso de la existencia significativa, darle sentido al mundo y dar vuelto de un billete de diez pesos."

Los héroes de Gombrowicz no solamente están divididos entre las expectativas sociales que les exigen comportarse según una serie de normas dadas y su "inmadurez" (su deseo de hacer lo que se les antoja), sino que también parecen luchar por liberarse de las convenciones literarias de los argumentos en los que se encuentran. Como dice Gombrowicz en su autobiografía de esa época, su propósito era introducir un nuevo tipo de intranquilidad en el lector.

Lo que más deseaba era tener un estilo singular como escritor. Su objetivo en la vida, decía, era hacer un personaje como Hamlet o Don Quijote de un hombre llamado Gombrowicz. Existimos como escritores, creía, para conquistar lectores, para seducirlos, encantarlos y poseerlos, no en nombre de algún objetivo más elevado, sino para reafirmar nuestra propia existencia.

Su primera novela, Ferdydurke, fue publicada en 1937. El enigmático título surgió de la novela de Sinclair Lewis, Babbitt, donde un personaje menciona que se encuentra con un tal Freddy Durkee en un restaurante. El libro de Gombrowicz tiene algo de Rabelais y de Voltaire, la tradición de la novela cómica y el relato filosófico. Desarrolla a fondo el mismo tema de la inmadurez y la juventud. Un hombre de treinta y tres años recibe la visita de su viejo maestro y es arrastrado nuevamente al colegio donde se ve reducido a ser nuevamente niño y donde le resulta casi imposible liberarse. La narrativa se interrumpe dos veces para incluir historias breves que tienen muy poco que ver con el argumento, cada una con un prefacio muy gracioso que trata de clarificar, sustanciar, racionalizar y explicar las numerosas digresiones y convencer al lector de que el autor no se volvió loco. No muchos reseñadores entendieron la broma. La extrema izquierda y la extrema derecha atacaron la novela. Hubo algunas reacciones entusiastas, entre ellas la de Bruno Schulz, quien diseñó la tapa. Vincent Girond escribe que, para Schulz, Ferdydurke demuestra con convicción que debajo de nuestros yos "oficiales", adultos racionales, socializados, respetables, cultos, subsisten elementos de inmadurez, irracionalidad, anarquía, picardía, que tratan de aflorar a la superficie y, cuando lo hacen, exponen la falta de autenticidad de las costumbres, las creencias, las ideologías y la cultura establecidas.

La idea no es nueva, por supuesto. El antepasado literario más obvio de Gombrowicz es el narrador anónimo de Memorias del subsuelo de Dostoievsky quien se propone exponer su propia vileza y mezquindad y atacar el cómodo cuento de hadas sobre los seres humanos racionales que sus contemporáneos nunca se cansan de oír.

Gombrowicz no tenía dinero y no hablaba español. Desconocido total, era de escaso interés para los escritores argentinos que se sentían atraídos por el marxismo y exigían una literatura política o seguían las tendencias de los literatos parisinos. Conoció a Borges una vez en una reunión, pero no derivó en nada. Su relación con la numerosa colectividad polaca también era complicada. Dependió de sus limosnas durante los años difíciles, llegando incluso a asístir a funerales para poder aprovechar después la comida.

Al mismo tiempo, escandalizaba sin cesar sus gustos conservadores. Como señala en su diario, ingresó por un tiempo en un medio de homosexualidad extrema y salvaje. "Eran putos a punto de ebullición, no conocían ni un momento de descanso, estaban en permanente búsqueda, ''destrozados por muchachos y por perros.''" Frecuentó una parte sórdida de la ciudad en la que se encontraban el puerto y la principal estación de trenes y donde levantaba marineros y soldados. Cuando no estaba inmerso en sus conquistas amorosas, trataba de encontrar a alguien que tradujera sus libros al español.

Los libros que había escrito en Polonia estaban agotados y eran desconocidos en el exterior. Sus obras más importantes, las novelas Transatlántico (1952), Pornografía (1960), la obra El matrimonio (1947) y el Diario (1953-1967) en tres volúmenes, fueron escritas en Argentina y publicadas por primera vez gracias a Kultura, la revista de emigrados polacos en París. El régimen comunista en Polonia levantó brevemente la prohibición que pesaba sobre sus libros en 1956 y 1957, lo cual restableció su prestigio literario, pero una nueva lista negra en 1958 eliminó su obra de las librerías polacas. Finalmente, comenzaron a aparecer las primeras traducciones de su obra al francés, seguidas por otros idiomas. Absurdamente, las traducciones al inglés no fueron hechas en un primer momento del polaco sino del francés, lo cual hizo que pareciera muchas veces un escritor penosamente torpe.

No es que Gombrowicz resulte precisamente fácil de traducir. Su novela semi-autobiográfica y satírica Transatlántico, que relata sus primeros años en Argentina, está construida en el lenguaje extrañamente lleno de imágenes utilizado por la nobleza polaca en el siglo XVIII. Para Stanislaw Baranczak y otros críticos polacos eminentes, ésta es una de las obras más originales y divertidas en su literatura, pero un lector inglés apenas puede percibirlo.

La otra novela de Gombrowicz de ese período, Pornografía, plantea distintos tipos de problemas. La acción transcurre en 1943, en Polonia ocupada, que Gombrowicz sólo podía imaginar por la información que le llegaba a Argentina. Un director de teatro y un escritor de Varsovia que visitan una propiedad rural quedan prendados de la sensualidad púber de la hija adolescente de su anfitrión y un muchacho del lugar que ésta conoce. Era increíble, dice el escritor, que no pasara nada entre ellos —o sea, nada, fuera de la pornografía en su propia mente—. A espaldas de los jóvenes, los dos hombres mayores se alían para hacer que se enamoren. Con el tiempo, los adultos se ven obligados a matar a un importante miembro de la resistencia que ha perdido fuerza y, de ser capturado, podría llegar a traicionar la causa. Incapaces de cometer el crimen por propia mano, confían el asesinato al muchacho, Frederick. Gombrowicz explica sus intenciones en la introducción al libro:

"El héroe de la novela, Frederick, es un Cristóbal Colón que zarpa en busca de continentes desconocidos. ¿Qué está buscando? Esa nueva belleza, esa nueva poesía, oculta entre el adulto y el muchacho. El es el poeta de una conciencia llevada al extremo o, por lo menos, así es como yo quería que fuera. ¡Pero qué difícil resulta ahora entendernos! Ciertos críticos lo vieron como Satanás, ni más ni menos, en tanto que otros, principalmente anglosajones, se contentaron con una definición más trivial —un voyeur."

Esto no me resulta convincente. Por una vez, Gombrowicz no parece captar en su totalidad lo que implica su historia. Pornografía no es una ópera cómica — aunque por momentos trate de serlo. La realidad sanguinaria de Polonia durante la guerra imprime una cualidad sombría aun a sus momentos más livianos. Hay locura y violencia en el aire. "Soy Cristo crucificado en una cruz de dieciséis años", dice Frederick. Pornografía es en definitiva una novela poco plausible con muchas páginas de buena escritura. La descripción del oficio religioso en una iglesia de pueblo al comienzo es de una gran contundencia, y lo mismo sucede con algunas otras escenas del libro. En el templo, Frederick, un no creyente para quien la iglesia era "el peor lugar del mundo", de todos modos se pone de rodillas y reza, para él "un acto negativo, el acto mismo de la negación".

Los tres volúmenes del Diario de Gombrowicz son una de las obras literarias indispensables del siglo pasado. Polémicos, ingeniosos, inmensamente entretenidos, auténticamente conmovedores, y a menudo profundos, los diarios son, en opinión de lectores como Czeslaw Milosz, el mayor logro de Gombrowicz. A diferencia de sus novelas, que en su fijación en la juventud tienden a ser repetitivas, los diarios abordan una amplia gama de temas. Si le daban la posibilidad de elegir, decía Gombrowicz, prefería mirar a pensar —y de hecho, eso es lo que hace habitualmente en el diario—, primero mira y después piensa. Al encontrarse con soldados marchando que interrumpían el paseo dominical de los ciudadanos locales en una pequeña localidad provinciana de Argentina, comenta:

"Irrumpieron aquellos pies conducidos por las riendas, cuerpos metidos en uniformes, esclavos, unidos por movimientos que fueron ordenados. ¡Ja, ja, ja, señores humanistas, demócratas, socialistas! Todo el orden social se basa en estos esclavos, apenas salidos de la niñez, que han sido atados a riendas cortas, forzados a jurar ciega obediencia (¡Oh, inapreciable hipocresía de ese juramento obligatorio-voluntario!) y preparados para matar o dejarse matar... ¡Pero si todos los sistemas, socialistas o capitalistas, se fundan en la esclavitud, —y, para colmo, de los jóvenes—, señores racionalistas, humanistas, ja, ja, ja, señores demócratas!"

Una beca de la Fundación Ford en 1962 permitió a Gombrowicz abandonar Argentina y pasar un año en Berlín. Como sufría de asma, se trasladó a Vence en el sur de Francia, donde vivió los cinco años restantes de su vida. Nunca visitó Polonia ni regresó a Argentina, a la que extrañaba mucho. En 1967 recibió el prestigioso Premio Internacional de Literatura por su cuarta novela, Cosmos. Hacia el final, estaba prácticamente imposibilitado de hablar debido al asma, que también le afectaba el corazón. Sobrevivió a un ataque cardíaco, e incluso al poco tiempo se casó, pero un segundo ataque le quitó la vida el 24 de julio de 1969. Tres años antes había escrito en su diario:

"Digan lo que digan, existe, en toda la extensión del Universo, a lo largo de todo el espacio del Ser, un solo y único elemento horrible, espantoso e inaceptable, una sola y única cosa que está verdadera y absolutamente en contra de nosotros y es totalmente aniquiladora: el dolor. Del dolor, y de ninguna otra cosa, depende la entera dinámica de la existencia. Eliminando el dolor, el mundo pasa a ser un asunto de absoluta indiferencia..."

La filosofía de Gombrowicz se centra en el eterno conflicto entre el individuo y el mundo en el que se encuentra. La cultura para él tiene poco que ver con valores, verdades, ejemplos y modelos, y debería ser vista como una serie de convenciones, una colección de estereotipos y roles, tanto sociales como psicológicos; todos los necesitamos para comunicarnos entre nosotros en la medida que nuestro ser interior permanece caótico, no expresado e incomprensible. Para él la literatura era una provocación moral, intelectual e ideológica. Quería perturbar al lector y al mismo tiempo seducirlo. "El verdadero arte es conseguir que alguien lea lo que uno escribe", escribió.

Es interesante comparar estos puntos de vista con los de Czeslaw Milosz, cuyos ensayos y cartas desde la Polonia ocupada acaban de ser traducidos. Su Leyendas de la Modernidad es un libro sabio. Mientras lo leía, recordaba constantemente las circunstancias en las que escribió estos reflexivos ensayos sobre Defoe, Balzac, Stendhal, Gide, Tolstoi, William James, su profesora en Wilno Marian Zdziechowski y el dramaturgo, novelista y filósofo polaco Stanislaw Ignacy Witkiewicz. Para Milosz, los horrores en los que se encontró la civilización europea fueron preparados por la prolongada labor de charlatanes del pensamiento, pacificadores de conciencias, que envolvieron con un manto de belleza y progreso las corrientes intelectuales más destructivas y nihilistas que eliminaron la idea tradicional de bien y mal. "Las delicadas manos de los intelectuales están manchadas con sangre a partir del momento que una palabra portadora de muerte surge de ellos", escribe en su ensayo sobre Gide. Milosz desconfía de las ideas que tratan de realizar la felicidad de la humanidad y en el camino liberan el "libre albedrío" reprimido, el inconsciente y otros demonios y fantasmas que acechan la mente humana. Para él, el hastío de la cultura contemporánea deriva del repudio de la verdad a favor de la acción. Nietzsche y sus numerosos descendientes fueron los principales culpables. Es necesario condenar incluso el pragmatismo de William James, que Milosz ve como una victoria de los valores relativos sobre los absolutos. Milosz percibía el elemento demoníaco en la naturaleza humana. Gombrowicz también pero, para él, el aburrimiento era tanto la causa del mal que hacemos como una cabeza llena de ideas erradas.

Para Milosz, el pasado no estaba muerto ni era irrelevante. Era una parte de nosotros mismos que necesitamos recordar, comprender y respetar. Admitía ser hostil a la tradición "oscura" en la literatura del siglo XX. Su burla, su sarcasmo y su profanación le parecían vulgares comparados con el poder del Mal que hemos experimentado en nuestra vida; podía ser mordaz, diciéndole a un amigo en una carta, por ejemplo, que las personas se las arreglan perfectamente sin libertad de pensamiento. Con referencia a Gombrowicz dijo: "Cada vez que se hace el destructor y el irónico, se suma a los escritores que durante décadas dejaron congelar sus oídos simplemente para fastidiar a sus mamás, aunque mamá —léase el cosmos— ignorara sus caprichos."

Milosz admiraba la prosa y la originalidad de Gombrowicz, pero a la larga su ateísmo y sus blasfemias salvajes fueron demasíado para él.

Gombrowicz, como era de esperar, veía las cosas de otra forma. Nunca le molestó que pudiéramos estar viviendo en un universo sin sentido. Pretender lo contrario era alejarse de la verdad. No tenía necesidad de una religión ni de Dios para dormir mejor. Ser fiel a sus convicciones más profundas tenía que ver con mantener la propia dignidad. El arte para él era la propiedad más privada que un hombre había alcanzado para sí mismo.

A diferencia del filósofo, el moralista, el sacerdote, el artista se encuentra en un juego permanente, una forma de juego, agrega, que tiene el derecho a existir solo en la medida que abra nuestros ojos a la realidad —una realidad nueva, a veces chocante, que el arte torna palpable. Si eso significaba mofarse de alguna conducta seria o alguna creencia profundamente arraigada, adelante. Al mismo tiempo, advertía a sus lectores: no me conviertan en un demonio. Lo único que podía llegar a salvarlo, escribió Gombrowicz hacia el final de su vida, era la risa.





Witold Gombrowicz

Witold Gombrowicz nació el 4 de agosto de 1904 en Maloszyce, Polonia; cursó estudios de Derecho en la Universidad de Varsovia y se graduó en 1926.

Considerado tardíamente como uno de los mejores narradores polacos del siglo XX, gran parte de su obra la escribió en Argentina, donde llegó el 21 de agosto de 1939. Sorprendido por la invasión de la Alemania nazi a su país, hecho que marca el inicio de la segunda guerra mundial, se queda entre nosotros hasta 1963.

Había llegado con su novela Ferdydurke bajo el brazo, publicada en Polonia 1937, y se puso a buscar un editor al tiempo que se relacionaba con la intelectualidad local y la colectividad polaca, mientras sobrevivía en pobres pensiones de Buenos Aires. Desde el año 1940 colabora con artículos firmados con seudónimos en el diario La Nación y en revistas como Aquí está y El Hogar.
Entre 1957 y 1960 realiza distintos viajes a Tandil y Santiago del Estero, donde espera encontrar un mejor clima para su dolencia asmática.

En 1963 decide regresar a Europa pasando una estadía en Berlín y luego en París. En 1967 resulta candidato al Premio Nobel de literatura. En 1968 se casa en Vence, Francia, con Marie-Rita Labrosse, quien fuera su compañera y secretaria desde 1964. Muere en Vence, a causa de una insuficiencia respiratoria, el 24 de julio de 1969.
Los personajes de su obra encierran un conflicto profundo con la "madurez", como sinónimo de máscara y representación, y crean situaciones con las que el autor se burla cínicamente de convenciones y costumbres.
Tanto Ferdydurke, su traducción y el Diario argentino [1968] fueron los tres acontecimientos sobre los cuales dieron vueltas nuestros hombres de letras. La traducción de Ferdydurke se realizó en forma colectiva en las mesas del Café Rex de Buenos Aires y se convirtió en un acontecimiento legendario: "Joyce tuvo un solo traductor para su Ulises, yo tuve veinte para Ferdydurke".
Ferdydurke se publicó en castellano en 1947; Transantlántico [1953], Pornografía [1960] y Cosmos [1965] fueron las siguientes novelas.
Con el Diario argentino Gombrowicz quiso acercarse a los argentinos seleccionando fragmentos extraídos del diario, los más atinentes a su vida en nuestro país. La primera generación de admiradores (Sabato, Gálvez, Mastronardi, Plá, etc.) se consolidó alrededor de Ferdydurke, la segunda (Piglia, Saer, Pauls, etc.) alrededor de Ferdydurke y el Diario argentino.

Durante su exilio de 23 años en Argentina mantuvo una conflictiva relación con el ambiente literario local, aunque obtuvo el espaldarazo de escritores como Ernesto Sábato y generó un selecto núcleo de admiradores y amigos.
El presente dossier reúne textos, cartas, escritos de y sobre Grombowicz y fotografías hasta hoy inéditas. La exposición de este conjunto documental en la red no sería posible -valga el lugar común- sin la generosa e inestimable colaboración de Juan Carlos Gómez, amigo y fiel guardián de la memoria de Witold Gombrowicz.
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NOTA: Nuestro colaborador Juan Carlos Gómez falleció en Buenos Aires el 2 de diciembre de 2012. Juan Forn lo recuerda de esta manera en Página|12.

El fiel Goma







 Por Juan Forn
Decía Gombrowicz que, cuando un polaco obtiene placer de una pequeña cantidad de bebida y de comida, su reacción instantánea es beber y comer diez veces más, para ser fiel al placer. Decía Gombrowicz que un polaco es una víctima de sus ideales, alguien que hace de la realidad una locura. Así era Juan Carlos Gómez, el fiel Goma. Debajo del pacífico matemático retirado, argentino de toda la vida, había en el fiel Goma un polaco loco que sólo salió a la luz cuando, ya jubilado, creó el club de los gombrowiczidas.
Hay dos hechos decisivos en la estancia de Gombrowicz en la Argentina. Como bien se sabe, Gombrowicz llegó en barco a Buenos Aires en 1939, dispuesto a dar una conferencia, hacerse unos pesos y volver a Polonia, pero vino la guerra y quedó varado acá. Al principio no podía volver; después no quería. Durante esos veinte años le dio la espalda al establishment literario local, y a la vez dejó que una pandilla de amigos tradujera su novela Ferdydurke, de a varios, en una mesa del café Rex, con él de cuerpo presente, porque ninguno sabía mucho polaco. Se peleó con todos después, pero la traducción lo dejó insólitamente conforme. Piglia dice que ese Ferdydurke en castellano es la mejor novela argentina del siglo XX. Otros prefieren pensar que la verdadera obra maestra de Gombrowicz en nuestro país fue su Diario argentino (el efecto de nuestra idiosincrasia sobre la suya, la extraordinaria permeabilidad e impermeabilidad que tenía ese polaco), pero hay quienes piensan que la verdadera carga de profundidad que dejó Gombrowicz para que estallara después de su partida fueron los cuatro discípulos que lo despidieron en el puerto en 1961, los únicos que lo aguantaron de verdad, esos cuatro jovencitos a quienes les gritó desde la borda del barco que lo llevaba a Europa a triunfar: “¡Maten a Borges!”. Ya convertidos en señores mayores, Alberto Fischerman los juntó a los cuatro en 1986, los filmó durante una noche entera y le salió una película extraordinaria sobre el efecto que Gombrowicz había tenido en ellos.
Ninguno había matado a Borges, ni a Gombrowicz, ni a nadie. A ninguno parecía pesarle demasiado: ni a Mariano Betelú, ni a Dipi Di Paola, ni a Alejandro Russovich. Pero al fiel Goma sí. Hizo falta sin embargo que pasara el tiempo, que Gómez se jubilara, que tuviera tiempo de sobra, para que el polaco loco le saliera de adentro. Todo empezó cuando publicó en 1999 las Cartas a un amigo argentino que Gombrowicz le fue enviando desde Europa hasta que murió, en 1969. Gómez se quedó con ganas de decir cosas en el prólogo de ese hermoso libro, así que se sentó a escribir un libro entero sobre Gombrowicz, que tituló Ese hombre me causa problemas. Cuando lo terminó sintió que le seguían quedando cosas por decir y ya se había asqueado de las miserias del mundo editorial, así que inventó los gombrowiczidas: eligió a siete “magníficos”, que luego fueron nueve, once, trece y siguieron creciendo hasta alcanzar un número indeterminado, y empezó a mandarles por mail, todos los días, un fragmento de su nuevo libro, que también iba creciendo de manera ingobernable. El tema excluyente de esos mails era Gombrowicz, cada libro que había escrito, cada palabra que había dicho o que habían dicho sobre él, cada persona que lo había conocido (en Polonia, en Argentina y en Alemania y Francia después), pero sobre todo Gómez practicaba el gombrowiczismo a ultranza: el desafío vitriólico permanente contra el mundo, incluyendo a sus corresponsales.
Durante por lo menos siete años recibí cada día, incluyendo los domingos, un mail (y muchas veces más de uno) de Gómez en mi casilla. Todos los santos días durante siete años. Siempre eran inmoderados, a veces un poco agotadores en su obsesión o su veneno, pero por lo menos una vez a la semana venía uno formidable. Gómez usó a Gombrowicz para explicarse el mundo y el sinsentido del mundo: era su Aleph y su I Ching, su condena y su agujero negro. Gómez fue Gombrowicz: como él, ofendió o hartó a más de la mitad de sus corresponsales con sus diatribas, inevitablemente empezó a repetirse en determinado momento pero siempre había que leerlo porque en el momento menos pensado venía un relámpago. Y de pronto un día, de hace un año o dos, se calló. “Ya no queda jugo que sacar del viejo”, dicen que dijo a su familia. “Sólo me queda esperar la muerte al sol”. Se refería al jardín de su casa, a sus plantas, a sus perros, a sus hijos, a sus nueras y a su inagotable esposa Elida. En el aire de ese jardín fueron esparcidas las cenizas de Gómez la semana pasada. Su familia anunció el hecho con palabras hermosas, que están en Internet, como todo el paquete gombrowiczidas (véase www.elortiba.org).
Hace poco se anunció que el promedio actual de vida en la Argentina es de 78 años. Gómez los cumplió el 26 de noviembre y el 2 de diciembre dijo chau, fiel hasta la muerte al cálculo estadístico y a la joda vitriólica que conformaban su bipolar naturaleza argentopolaca. Por una vez en su larga relación con los gombrowiczidas, el fiel Goma les cedió la última palabra. Sólo queda una cosa por decir: Gombrowicz ha muerto, larga vida a Gombrowicz.










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