Deberíamos preguntarnos por qué la sociedad occidental ya no necesita la literatura y el arte como hace un siglo. El escritor norteamericano hace este ejercicio intelectual en Deseo y destino, un ensayo lleno de nervio, lucidez y sentido del humor sobre las raíces culturales del movimiento woke
Cubierta del libro 'In Navigating Woke Culture: Challenges and Perspectives', de Eduard Thompson.Debería resultar evidente que Shakespeare no hablaba en nombre de los europeos blancos, al igual que el gran poeta sánscrito del siglo VI Bharavi no hablaba en nombre de la India en su Kiratarjuniya”. En su nuevo y revulsivo ensayo, Deseo y destino (Debate, traducción de Aurelio Major), David Rieff acierta a desnudar con estas palabras uno de los muchos presupuestos falsos en los que se ha basado lo que Harold Bloom llamó la escuela del resentimiento y que se ha dedicado a desautorizar a la tradición occidental porque, según Rieff, “el arte verdadero, el arte que motiva a lo largo del tiempo y el espacio y puede fascinar, conmover, entristecer y deleitar a gente que no podría ser más ajena a la Inglaterra isabelina o a la dinastía Ganga occidental, es demasiado peligroso, demasiado autónomo y demasiado incontrolable, razón por la cual resulta tan amenazante para los apparátchiks culturales de la anglosfera contemporánea. Y por ello intentan, y a menudo consiguen, estrangularlo”.
Con nervio, lucidez, sentido del humor y capacidad de persuasión, Rieff planta cara a lo que se viene llamando movimiento woke y que, a su juicio, no sería sino un simulacro de rebeldía que el sistema capitalista habría absorbido complaciente para “diversificar la clase dominante” y asegurar sin amenazas reales el beneficio de las grandes corporaciones. Desde que la izquierda abandonó el análisis económico y se volcó en las políticas de identidad –en el culto a la diferencia–, la derecha se habría aprovechado de su desarme moral e intelectual para afianzar el status quo. “La tragedia de lo woke para esta civilización moribunda”, escribe Rieff, “es que, en un sentido importante, ofrece a la cultura comercial la legitimación moral de su mediocridad”. Hay ahí un asunto complejo y relevante que está determinando el actual estado de la imaginación pública y en el que conviene detenerse.
David Rieff
Según Rieff, se podrían concretar los orígenes de las simplificaciones woke en cuatro antecedentes: “la pretensión comunista de crear un hombre nuevo; la satanización del pasado en la Revolución Cultural china, aunada al empeño en que la gente manifestara su repudio a aquel en público; la vetusta ilusión europea de que las sociedades premodernas eran en esencia moralmente inocentes, y la revolución terapéutica que popularizó (lo que Freud tenía presente en un principio era, desde luego, algo bien distinto) y convirtió en fetiche un yo imperial merecedor de satisfacción por el mero hecho de serlo, y enfatizó que, si no podía hacerse realidad el relato que alguien se contaba a sí mismo, entonces uno u otro orden opresivo lo había estafado”.
Habría que matizar, antes de nada –como el propio Rieff, por otra parte, se preocupa de hacer en su ensayo–, que bajo la etiqueta woke se subsumen reivindicaciones y debates legítimos, algo que a menudo se olvida en la bronca y vulgar confrontación que le han opuesto los trumpistas de toda laya, una reacción que no hace sino perfeccionar la banalidad a la que pretende combatir. La verdadera cuestión está, por tanto, muy lejos de ese lodazal y comprende un radio moral y estético mucho más amplio y responsable.
Esos cuatro puntos que enumera Rieff como virtuales antecedentes del movimiento woke apuntan a los fundamentos de lo que podríamos llamar la escuela de la sospecha y que tuvo como principales tutores a Marx, Nietzsche y Freud. Todos ellos, por supuesto, llevaron a cabo una necesaria labor de zapa en su tiempo con respecto a la tradición heredada, abriendo nuevas formas de interpretación tanto en el campo social y económico como en el metafísico y psiquiátrico. Ahora bien, lo que la ideología dominante de raíz woke no ha logrado formular es justamente una crítica de esa sospecha entendida como una tradición heredada que debería poder revisarse con la misma hondura y severidad con que aquellos tres pensadores decimonónicos juzgaron la tradición que ellos habían recibido.
Habría que estudiar en serio hasta qué punto la deconstrucción del siglo XX, que en el fondo no consiste sino en notas al pie a Nietzsche y Heidegger, en un círculo delimitado también por la sombra de Marx y Freud, no desarmó a las siguientes generaciones para aceptar un cuerpo teórico que se asumió sin capacidad de réplica. La sospecha que se inoculó con ánimo incontestable tanto en el lenguaje como en el pasado, en los condicionantes psicológicos del sujeto lo mismo que en su historial económico, ha cegado al pensamiento para mantener vivo todo aquello que hizo posible, justamente, la alerta de Marx o Nietzsche.
Un pensador anterior a la posmodernidad como Ortega y Gasset, por ejemplo, hijo ya de Nietzsche, pudo en cambio someter toda la tradición occidental a un severo juicio desde sus raíces griegas hasta Heidegger manteniendo al mismo tiempo la confianza tanto en el lenguaje como en la propia tradición, en cuya imprevisibilidad cifró una “alegría alciónica del pensamiento” que protegía siempre la vida antes que la subjetividad imperante en la modernidad, la existencia antes que la teoría, el asombro ante todo cuanto hay antes que las personales estupefacciones.
Porque en el fenómeno vida, entendido como la realidad radical de cada uno, laten la historia y el sujeto de un modo que nada tiene que ver con esa concepción adanista y a la postre nihilista, nacida de “la pretensión comunista de crear un hombre nuevo” y “la satanización del pasado en la Revolución Cultural china”. Es así como el sujeto ha terminado por quedar aislado tanto de su pasado como de su mundo, dos ámbitos reducidos a una mera “agresión”, incapaz de ver nada más allá del propio relato terapéutico de una experiencia empobrecida y de una imaginación claudicante.
Y es ahí donde la crítica de David Rieff a Judith Butler, una de las pensadoras más influyentes y fraudulentas de nuestro tiempo, adquiere su verdadera trascendencia: “En las soleadas tierras altas de la visión de Butler, cada individuo no es un “mero” cualquiera, sino que siempre es la estrella del espectáculo, pero sin necesidad de productor ni director de reparto”. Según Rieff, “el paso es radical: de la “verdad” a “mi verdad”, y de las vicisitudes del destino a la supremacía del deseo. El destino, sin embargo, tiene la última palabra; siempre la ha tenido y siempre la tendrá. De eso, aunque sea lo único, podemos estar seguros.”
Porque, entre tanto, el mundo surgido al calor de esta nueva concepción de la historia y de las humanidades no ha hecho sino afianzar lo peor de la visión utilitaria y mercantilista del hombre. China, último bastión teórico del comunismo, lidera hoy el comercio mundial gracias a su transformación en una República ultracapitalista sin libertades que a su vez estimula el proyecto de demolición de las democracias liberales en Occidente. Y Estados Unidos, productor de la doctrina woke en todo el orbe, impone sin resistencia su ley económica en todos los países que al mismo tiempo creen acoger en sus sistemas educativos la ilusión de una rebeldía que no es sino el señuelo de una destructiva capitulación civil. La imaginación, gracias a ese perverso mecanismo de distracción, se ha vuelto entre tanto tan dócil que nos ha dejado sin respuesta frente a lo peor de nosotros mismos, hipnotizados ante una nueva versión virtual del beau sauvage.
Y con esto volvemos a la cita inicial de Rieff sobre la alta cultura occidental, que en los últimos decenios ha sido deslegitimada como mero depósito de una serie de males enquistados relativos al machismo, el racismo, el clasismo y el etnocentrismo. Pero esa crítica, en muchos aspectos lícita y perfectamente discutible en sus formulaciones más inteligentes, ha terminado por olvidar que en la propia tradición se encuentra a menudo el mayor desafío a sí misma. Si tomamos como ejemplo lo que ocurría hace un siglo en Europa, veremos cómo las obras más revolucionarias, incómodas y disruptivas de su tiempo fueron las que se negaron a dar por terminado el pasado, revolviéndose contra la interpretación sumisa de la herencia recibida y obligando al lector a ver con otros ojos el canon que a un tiempo sacudían y encarnaban.
Es el caso de Joyce en el Ulises, tras cuya lectura ni Homero ni Dante ni Shakespeare dicen ya lo mismo, por no hablar de que el único lenguaje vivo en toda la novela es el de una mujer adúltera en su monólogo final, mientras que buena parte del resto está ya vigilado y determinado por la publicidad. Pocas expresiones habrá, por otro lado, tan contundentes y brutales acerca de la inestabilidad de la subjetividad o de la identidad sexual como La tierra baldía de Eliot. Y Rilke, en su poesía final, propuso una transformación ontológica tan radical y revolucionaria que aún no hemos sido capaces de calibrarla en toda su dimensión. Por no hablar de la representación sobre la imposibilidad de representación que Virginia Woolf llevó a cabo en Entre actos, su última y póstuma novela, preludio de nuestro actual problema.
Porque, entre tanto, el mundo surgido al calor de esta nueva concepción de la historia y de las humanidades no ha hecho sino afianzar lo peor de la visión utilitaria y mercantilista del hombre. China, último bastión teórico del comunismo, lidera hoy el comercio mundial gracias a su transformación en una República ultracapitalista sin libertades que a su vez estimula el proyecto de demolición de las democracias liberales en Occidente. Y Estados Unidos, productor de la doctrina woke en todo el orbe, impone sin resistencia su ley económica en todos los países que al mismo tiempo creen acoger en sus sistemas educativos la ilusión de una rebeldía que no es sino el señuelo de una destructiva capitulación civil. La imaginación, gracias a ese perverso mecanismo de distracción, se ha vuelto entre tanto tan dócil que nos ha dejado sin respuesta frente a lo peor de nosotros mismos, hipnotizados ante una nueva versión virtual del beau sauvage.
Y con esto volvemos a la cita inicial de Rieff sobre la alta cultura occidental, que en los últimos decenios ha sido deslegitimada como mero depósito de una serie de males enquistados relativos al machismo, el racismo, el clasismo y el etnocentrismo. Pero esa crítica, en muchos aspectos lícita y perfectamente discutible en sus formulaciones más inteligentes, ha terminado por olvidar que en la propia tradición se encuentra a menudo el mayor desafío a sí misma. Si tomamos como ejemplo lo que ocurría hace un siglo en Europa, veremos cómo las obras más revolucionarias, incómodas y disruptivas de su tiempo fueron las que se negaron a dar por terminado el pasado, revolviéndose contra la interpretación sumisa de la herencia recibida y obligando al lector a ver con otros ojos el canon que a un tiempo sacudían y encarnaban.
Es el caso de Joyce en el Ulises, tras cuya lectura ni Homero ni Dante ni Shakespeare dicen ya lo mismo, por no hablar de que el único lenguaje vivo en toda la novela es el de una mujer adúltera en su monólogo final, mientras que buena parte del resto está ya vigilado y determinado por la publicidad. Pocas expresiones habrá, por otro lado, tan contundentes y brutales acerca de la inestabilidad de la subjetividad o de la identidad sexual como La tierra baldía de Eliot. Y Rilke, en su poesía final, propuso una transformación ontológica tan radical y revolucionaria que aún no hemos sido capaces de calibrarla en toda su dimensión. Por no hablar de la representación sobre la imposibilidad de representación que Virginia Woolf llevó a cabo en Entre actos, su última y póstuma novela, preludio de nuestro actual problema.
También deberíamos preguntarnos por qué la sociedad occidental ya no necesita la literatura y el arte como hace un siglo. Tal vez buena parte de lo que antes era el talento artístico ha emigrado al mundo de la tecnología, en cuyo nuevo hábitat virtual quizá más pronto que tarde la juventud más concienciada se verá obligada a formular una crítica que ponga en duda los supuestos de esa estructura. No lo sabemos y de momento no hay síntomas de ello, pero el estudio de las pasadas crisis históricas nos enseña que toda gran transformación tecnológica, desde la invención misma de la escritura hasta la imprenta, termina siempre por desarrollar sus propios anticuerpos.
En ese sentido hay en el libro de Rieff un intrigante paréntesis que quizá hubiera merecido mayor desarrollo y que esperamos sea el fruto de un futuro ensayo. Dice así: “Solo despachando a la degradada civilización occidental vigente se puede allanar el camino de una nueva alta cultura que será creada, estoy casi convencido de ello, en el noreste de Asia y la India”. ¿Por qué exactamente en esa parte del mundo? ¿Y significa ello que los restos de la mejor cultura occidental emigrarán a esos países o que ellos defenderán una alta cultura propia? Ojalá podamos leerlo pronto.